sábado, 16 de septiembre de 2006

Para un final
A Eduardo, Eloy y José.

Hace muchos años, los suficientes para sólo recordar de aquellos esta historia, acostumbraba a caminar junto a un anciano amigo por las calles de la ciudad. Una ciudad hoy en crecimiento pero por aquel entonces una pequeña ciudad de sedimento, acuchillada por una infame carretera asfaltada, cicatriz que el tiempo respetó y sucesivos gorriernos maquillaron en boulevard. Los dos, uno desprejuiciado por joven y sano, y el otro por su sana vejez, saludábamos a las mañanas desde el balcón desconchado y literalmente colgante. Desayunábamos lo que el día anterior no acabamos de cenar y comíamos lo que Concepción, cocinera para su familia y peluquera para poder ser cocinera, despistaba en el poyete de nuestra ventana compadeciéndose del viejo “pariente lejano”. Sin dinero, sin trabajo, y sin pena, el día siempre prometía conocimiento y conversación hasta su fin. La vida se nos consumía en el paseo.

Mi amigo caminaba cerca de los escaparates, paredes o verjas, objetos que le permitiesen tomar un descanso sirviendo de apoyo a su evidente cojera. La mano izquierda acariciaba todo cuanto se encontraba, mientras su pierna derecha, tiesa y delgaducha, se clavaba en el suelo arrastrándose orgullosa sin necesidad del resto del cuerpo, produciendo un bailegirogesto característico. El trayecto se repetía a diario con imperceptibles variaciones, desandando calles sobre nuestros propios pasos. Concienzudamente estudiado, calle arriba o abajo, cerca del río o del centro de la ciudad, el ansiado deambular siempre comenzaba en el portal de casa.

Tardé semanas en percatarme del rastro de tiza blanquísima que anunciaba, pensé, el levantamiento de la calle debido a las obras para la canalización del agua, que se iniciaba a un paso de nuestro portal. Aquel día, extrañamente, mi vista iba reconociendo el rastro de tiza fugazmente, cada cierto tiempo, sin atender ni importarme lo que miraba. Cuando el hambre encontró el camino a casa, al hilo de una conversación, nada banal, sobre la incertidumbre de lo que nuestra vecina nos tenía preparado, observé que el rastro de tiza acababa donde había comenzado, en el portal. Durante los paseos de los días sucesivos al descubrimiento atendí al recorrido de la línea de tiza que había ido creciendo hasta parecer un largo mechón de pelo; de las obras, tuberías, y agua, nada. “El mayor de tus amigos” -si no el único- como gustaba llamarse en mi compañía, cayó enfermo, súbitamente, un veinticinco de julio. Ese mismo día murió. Cerro los ojos, se acarició la cara disimulando la rigidez del pálido rostro, rozó mis manos, y giró la cabeza como avergonzado, lentamente, hasta golpear la pared donde la muerte sonó a timbal solemne. Sobrecogido, aquel sonido me incapacitó para solventar el instante, y al momento salí huyendo a trompicones de la casa. Al salir a la calle mis ojos se deslumbraron por los focos en la noche y se posaron en las líneas de tiza que nacían a un corto paso del portal, sin pensar en nada tome el camino que marcaban cientos de ellas, millones de líneas. Me pareció un trabajo ímprobo si su único objetivo era apuntar las órdenes a obreros y máquinas, pues la línea temblaba inteligentemente, con sensibilidad salpicada de arrepentimientos. No las debieron de haber hecho manos cualquiera. Era una mano experta, honesta, la mano de un dibujante, deduje -de un delicado dibujante. En esas estaba con tal de que mi cabeza borrara el puto timbal, cuando la excusa de la línea me alejó del barrio y me llevó hasta los arrabales de la ciudad cerca del rió, donde la luz es de Luna, y donde la línea se hacía más débil y entrecortada, pero allí también existía; y en la calle de los portales, y en el barrio chino, y en la cuesta de la iglesia, y en el parque de piedra, y en todos los lugares por los que mi amigo y yo paseábamos día tras día los últimos dos años. Con la mirada fija en el final de la línea, frente al portal, no encontraba respuestas a la fidelidad del camino... ni ya importaba. Abría la puerta de casa cuando un olor a croquetas recién fritas inundó la estancia. Al otro lado del patio la algarabía de los hijos de Concepción adormecía el dolor y coloreaba el silencio por la desaparición de mi amigo. Un forense certificó la muerte debida a una “arritmia cardiaca”, y dos funcionarios me hicieron entrega de sus pertenencias: una agenda arrugada con muchas hojas en blanco, un lápiz corto sin punta, un pañuelo azul sucio bien doblado, una camisa blanca, un pantalón de tergal negro, y un par de zapatos como los de Van Gogh, secos y abarquillados. De éstos, uno -descubrí más tarde- llevaba incrustado en el tacón una gran piedra de yeso. Sonreí, y asomado al balcón reconocí aquellas líneas blancas que, sobre un mapa de la ciudad formaban el más fiel autorretrato de mi amigo. “Sin el dibujo se carece de rostro”, dijo la mañana de su muerte.
En una reciente guía internacional de la ciudad viene recomendado como recorrido turístico de máximo interés, junto con un cuadro atribuido a Miguel Ángel y algunas icnitas de los alrededores.