sábado, 30 de diciembre de 2006

La bolsa.

-“¡Abre la bolsa!, ¡Corre!, ¡Que no lo vean!”, – un primaveral vientecillo levantó los papeles del suelo. La pandilla, desde la otra acera, se reunía en torno a su jefa. Inmóviles. Las voces del anciano se ahogaban en sangre. De la más joven de las niñas se escapó un grito delicado. Pronto las mayores la callaron; un empujón detuvo la escena. El anciano se agarró el pecho con las uñas. El chico abrió su mano y dejó caer la bolsa. Un coche de policía atravesó el patio. El anciano alargó su mano hacia la bolsa negra de cuero sin alcanzarla; el policía llamó por radio a una ambulancia; de la boca del anciano caía sangre oscura como el pasado más lejano, y se confundía con la sombra de la bolsa. Las niñas se asustaron, y se pusieron todas al unísono las manos en los ojos cuando el anciano se arqueó boca arriba, desgarrando con su último suspiro el eco metálico y vítreo de aquel desangelado patio de colegio. Las más fuertes de entre todas las alumnas se quedaron mudas mirando sin pestañear, y así siguieron semanas después. El joven de la bolsa cambió de colegio, el padre, militar, llegó al instante como si siempre hubiera estado allí. El anciano era el director, su mujer no asistió al entierro, ni tampoco ningún padre. La sangre dibujó tétricamente las venas del cuarteado cemento. Era bonito. El colegio no cerró sus puertas. El tiempo transcurrió, yo crecí.

Hoy cumplo veinte años; sucedió cuando tenía diez. En la bolsa escondimos las fotografías que encontramos en el baño después de otra de sus clases de recuperación. No me reconocí entre ellas; éramos cientos. Los disparos que atravesaron el patio, cabeza, cuello, y corazón, aunque no se oyeron, descarnaron nuestra ultrajada infancia.
Oye.

Cuando la mañana caldea el trigo y colorea de fino oro sus semillas, por la tarde se pudre el tilo y el agua corre por las laderas”, -contaba el joven aldeano en aquellas tierras del interior.

Si el Sol se oscurece en violetas antes de hacerlo en naranjas y azules, la noche se vuelve pestilente; el Lobo no perdona ovejas, comete el loco sus locuras, y se esconden las mujeres”, –decía serio el hombre de la montaña.

Todas las nubes pueden clasificarse en dos grupos: Aquellas que arrastran las almas al purgatorio, sobrevuelan pesadas y compactas el cielo al aterdecer, para ir a ocultarse al centro de la tierra. Cuando las almas descubren su fatal destino, rompen a llorar en infinitas tormentas. Poderosos rayos y ensordecedores truenos evitan que les oigamos decirnos los porqués de sus condenas. El segundo grupo lo forman todas las otras clases de nubes, en especial, las de madrugada, muy finas, blancas, casi transparentes; se hinchan de nuestros deseos y promesas, lástima que las deshaga el viento a poco que sople. Lástima que no duren nada... pero hay tantas”, –escuché a una mujer susurrarle a un gato que miraba a un lagarto que observaba mi bastón mientras yo me cubría con el paraguas en espera de ver descargar a las nubes de su desgracia.
La vela.

La vela apoyada en el alfeizar la tumbó el viento sobre la cortina de la habitación de la anciana. La cortina se hinchó de fuego. Prendida a jirones cayó sobre las sábanas de la inocente, en sus ropas dobladas, y a los pies de la cama. El aire resoplaba enfurecido por la calma de la anciana que entre torbellinos infernales de luz, calor, y carbonilla, buscaba una salida sin miedo; pausada. El fuego creyó perderla y no chamuscarla, pero puerta y ventana se aliaron con las circunstancias, sellando la estancia a la ayuda de su nieta, tan hermosa, que llegaba desde la terraza. Gritos y gritos de la niña que a nadie despiertan en un bosque como éste donde ni el Sol se asoma. La niña calla, y de la abuela, ni palabra. Muerta. Contrariamente a lo que se suponía, la casa, tizón de maderas humeantes, hoy en día rodeada de una fronda insuperable, sigue escondiendo rescoldos y pavesas encendidas, según cuentan, del amor de la niña por su abuela, y del amor de su abuela por la vida. Ayer hizo quince, del día que encendí la vela, de mi octavo cumpleaños, en el alfeizar de la terraza.
Once segundos.

Caminar hasta la puerta: Dos segundos. Detenerse frente al espejo: Un segundo. Abrir pestillos: Dos segundos. Subir hasta el tejado: Tres segundos. Mirar al cielo: Un segundo. Mirar al suelo desde el tejado: Dos segundos... Saltar al vacío.

miércoles, 20 de diciembre de 2006


Una Propuesta...

Clases de teatro
Hay básicamente tres clases de teatro:
1ª) Comedia: “¡Qué viene el lobo!”
2ª) Tragicomedia: “¡Que ha venido el lobo!”
3ª) Tragedia: “¡Que me ha mordido el lobo!”
¡Dios mío, si el bachillerato fuera así!

Pedro Casariego Córdoba (1955-1993)
Cuaderno Azul.

Presentación:

París, abril de 1855; el diario de Eugene Delacroix[1] tiene arrancadas las hojas de todo ese mes. Discúlpenme por parecerme este hecho tan importante, sin duda, lo sé, es un asunto menor; no es el primer caso ni será el último. En alguna ocasión todos hemos arrancado páginas de nuestros diarios, incluso días consecutivos, y por qué no, a veces hemos arrancado hojas de los libros, de los cuadernos de clase, del periódico, de la guía de teléfonos, de los árboles, y de diarios y dietarios que no eran el nuestro –existen muchas formas de llevar un diario. Algunos, y son mayoría, jamás han tenido la tentación de escribir un diario, o algo parecido; ni siquiera lo han llegado a pensar. Este texto, quiero aclarar, no pretende su recomendación.

Muchas veces los que escribimos diarios, los que nos retorcemos en el Yo, hemos deseado quemarlo, y lo haríamos con agrado sino fuera porque indirectamente cumplimos el deseo de Kafka, con lo que esa coincidencia tiene de enmascaramiento y degradación para con nuestra valiente decisión. Que en los diarios de Delacroix estén arrancadas las páginas de ese mes de abril perturba por el impulso de aniquilar la huella de lo escrito en un salvífico arrepentimiento que libera al pintor de una inefable condena; no bastó el tachón, no fue suficiente la goma, sólo su desaparición. Sorprende que un pintor tan pródigo en opiniones y reflexiones críticas a su diario sufriese este pudor irrefrenable.

En el apunte siguiente, 2 de mayo de 1855, habla en este tono de la sociedad y de las conversaciones a las que asiste: “J´etais pétrifié de tant d´inutilité et d´insipidité”. Fuera lo que fuese lo que había en las hojas arrancadas, aquí queda un rescoldo de su ánimo. Pero también pudo deberse aquella inusitada acción a que hubiera sentido la necesidad de sustituir las palabras por la obra pictórica, tal y como nos ejemplificaba Rilke[2] que decía Cezanne: “Creo que lo mejor es el trabajo”, “todos los días hago progresos, aunque lentamente”, o el magnífico: “le contestaré con cuadros” Y así ahorrarse el dolor de tener que tropezar algún día con frases como las que Kafka[3] escribe en su diario justo el mes de abril de sesenta años después: “27-IV-1915: [...] Incapaz de convivir con seres humanos, de hablarles. Completo abismamiento en mí mismo, pensar en mí. Apático, distraído, angustiado. No tengo nada que comunicar, nunca, a nadie.”

Borges escribió en su breve narración El Libro de Arena[4] que ”el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque”, y se me ocurre que Delacroix pudo haber hecho lo mismo con aquellas que arrancó, ocultándolas en su amado y coqueto jardín a los pies del gran ventanal del estudio donde pintaba, en el centro de París -descabellado. Siempre que paso por su estudio me dirijo directamente a ese jardín donde remuevo la tierra y el pedrisco con estúpido entusiasmo esperando encontrar las hojas perdidas al creer que Borges me susurró al oído una íntima premonición. Por supuesto, después de infructuosos intentos lo único que consigo es llenarme las manos y los zapatos de polvo y barro. El atractivo de aquel hermoso jardín es la apariencia de recién lavado, perfumado por el frescor de la lluvia y las flores en el mes de abril. Estoy seguro de que nadie creerá lo que aquí se cuenta y ello me excita aún más para perseverar en mi búsqueda. Curiosamente no hay vez que explorando la zona Oeste del jardín no me persuada de continuar mi tarea un fuerte chaparrón con relámpagos y truenos. Lejos de esperar a que escampe, como ya es habitual, corro a refugiarme en el estudio del pintor. Dentro, en una pequeña vitrina, se puede observar la que llaman última paleta de Delacroix, en ella los colores se disponen en filas acompañando la curvatura de la madera, sucediéndose azulados y verdosos con rítmica cadencia, a base de minúsculas pinceladas hasta conformar un cuadro –a poco que uno se abstraiga- por sedimentación, en lento oleaje; una despedida. Fue en sus últimos días cuando el pintor, sintiéndose acechado por la muerte, acudió al estudio como en él era habitual, sentándose a ordenar los pegotitos de color a modo de testamento, delimitando un territorio encima de la paleta con aparente nostalgia, pero huyendo de la conmiseración de los hombres y mujeres expectantes y resignados ante lo irremediable –quiero creer.

La paleta del pintor es parte de ese diario que en cada sesión se alimenta de pintura. A veces los colores ocupan el lugar que les corresponde, como también a veces se descuelgan hacia la llanura de las mezclas ante la mirada atónita del pintor que deja fluir la pintura en un intento de desentrañar lenguaje tan esquivo. Es la paleta el diario, y no el lienzo. Es la paleta y no la obra quien mejor registra la zozobra en origen. Y fue en esta diatriba cuando caí en la cuenta de la cantidad de veces que limpiamos la paleta de pintura, con violencia, sin dulzura, frotando con la finalidad de borrar los colores para no ensuciar a los que vendrán. No quedaba nadie en el estudio; seguía lloviendo en el jardín. Y entonces pensé en las hojas arrancadas del diario de Delacroix mientras miraba su última paleta, y creí entender las razones de tan vehemente gesto, y comprender, más allá de explicación alguna en estas páginas, el por qué los artistas a lo largo de su vida se arrancarían la piel a jirones si pudieran, tal y como Delacroix pudo arrancar las páginas de su diario; y como restituirían dicha piel si pudieran, tal y como Delacroix pudo restituir los colores en la paleta. De repente la tormenta reventó sobre París y tuve la sensación de que aquellos truenos trasportaban, no sin sarcasmo, las palabras de Celan[5]: “Un estruendo: la / verdad misma / se ha presentado / entre los hombres, / en pleno / torbellino de metáforas.




[1] Delacroix. Journal 1822-1863. Librairie Plon. 1996. París. (pag. 506-507)

[2] Rainer Maria Rilke. Cartas sobre Cezanne. Edit. Paidos. 1992. Barcelona (pag 57)

[3] Franz Kafka. Diarios. Galaxia Güttenberg. 2000. Barcelona (pag. 554)

[4] Jorge Luis Borges. Narraciones. Edit Cátedra. 1997. Madrid (pag 235)

[5] Paul Celan. Obra Completa. Edi Trotta. 2000. Madrid (pag 246)

Hacia la conquista de la ubicuidad[1]”:


diseñador, -a adj. y n. Se aplica al que diseña o al autor de cierto diseño.
diseñar (del it. “disegnare”) tr. Hacer el diseño de una cosa.
diseño (del it. “disegno”) 1m. *Dibujo previo a la realización de una cosa que se hace para tener una idea aproximada de cómo será en realidad. » Apunte, boceto, *bosquejo, croquis, esbozo, esquema. • *Forma o aspecto exterior del objeto que ha sido previamente diseñado: “este libro tiene un diseño realmente innovador”. Acción o actividad de diseñar. 2 *Descripción de una cosa hecha con palabras a la ligera.

La palabra que antecede a diseñador es Disentir (pensar de distinta manera), parece por tanto, como si la definición de diseño llevase aparejada cierta discrepancia, quizá por la incapacidad de consenso acerca del término, debida seguramente a la velocidad, diversidad y misterio con que operan los cambios en este campo. Y posteriormente a ella, tras la adjetiva disépalo,-a, se halla la palabra Disertación definida como acción de disertar, es decir: tratar con autoridad de cierta materia. Pronto encuentro mi sitio cerca de la primera y muy alejado de la última. Si continuamos analizando la definición de María Moliner, nos daremos cuenta de que Diseño es un calco de la palabra Dibujo, y es que, en tiempos de Vasari, las dos eran una: Disegno.

Vasari lo definió de forma abstracta y platónica cuando esgrimía razones para pensar que el disegno es una cierta idea de la cosa
[2]. No le faltaba razón. Desde entonces, las definiciones se acumulan a soga y tizón en la lapidaria frontera que santifica a un número pequeño de objetos que quieren disfrutar de esta diabólica consideración. Muy pocos lo consiguen, y las leyes que parecen identificarlos dependen de asombrosas confluencias de muy compleja sistematización. Lo que no quiere decir que no se puedan enseñar las leyes universales de la imitación y ejercitarse voluntariosamente en la copia. Así trabajaban los aprendices de las bottegas renacentistas en tiempos de Vasari: imitación y copia del maestro. Esta disciplina la perderemos con los siglos, aparentando un nostálgico cinismo, hasta quedar obsoleta y condenada en la actualidad, a no aparecer declarada en el revés del objeto, aunque sí en nuestra memoria visual.

El Disegno -Segno di Dio-, el signo de Dios, como lo definía Zuccaro, no se hacía únicamente para que los maestros se guiaran en la realización de los grandes frescos, en las catedrales, iglesias y palacios del Renacimiento; se usaba, también, para aproximarse a la creación de un niel, un salero, una greca, la escalera de una biblioteca, o el proyecto del edificio que la envolvería. Aquel disegno, se nos decía, no gozaba de la estima que hoy le atribuimos; era tenido por un ensayo previo, útil, permitiendo al maestro aclarar los pliegues de ropajes, la expresión de un rostro, o la composición de una escena, entre otros. Un profundo estudio del disegno de aquel tiempo contradice la ligereza que se supone de mis palabras: así comprobamos cómo el dibujo se bifurcaba, ya entonces, en studio, schizzo, pensiero y el propio disegno, que unían perfectamente las nuevas funciones con la aparición de nuevos materiales más precisos y ligeros como el papel, puntas de plata, etc., con las exigencias de las formas, respondiendo a las inquietudes intelectuales y artísticas de la sociedad renacentista. No existiría, por lo dicho hasta ahora, gran diferencia entre los estudios de un casco para la cabeza que coronaba una armadura de Giuliano da Sangallo, el croquis de un monumento fúnebre de Lorenzo di Credi, el estudio de un cáliz de Ucello, un boceto dramático de Luca Signorelli, las ilustraciones para “la Divina Comedia” de Botticelli, o el apunte de una maquinaria militar de Leonardo: ¡Todo era Disegno! Hermoso y magnífico disegno.

En el Renacimiento, el disegno adquiere la consideración de madre de todas las artes, teniendo rango de disciplina autónoma desgajada de su utilidad; eso, no obstante, no impide que Vasari, en la descripción de obras de los más grandes maestros de su tiempo, apunte dos palabras escalofriantes: “sin valor”, refiriéndose a los extraordinarios dibujos que pasarían de mano en mano de los discípulos en los talleres de todo el que ansiara dedicarse al noble arte de la pintura, la escultura o la arquitectura. Así era el disegno: carecía del valor de una pintura y apenas podía compararse con la talla de un mármol inhumano. Los disegni elegidos para desvelar los secretos de sus autores admitían casi cualquier uso; se dibujaban (diseñaban) por detrás, en los bordes del papel tintado, incluso encima, para aprehender los trazos plateados que ninguna técnica desvelaría de otra manera. Vasari salvó muchos de ellos coleccionándolos para ejemplificar “Las Vidas”. Podemos afirmar, sin que nos quepa duda, que a partir de ese momento, lentamente, los caminos del dibujo y el diseño no se volverán a encontrar (nominalmente) más que en puntuales ocasiones (queda pendiente). Para nuestra desgracia, los disegni sólo pueden estar ocultos a las miradas del pueblo, incumpliendo otra de las acepciones de dibujo que Palomino derivaba “del verbo divulgo [...] hacer notoria, y patente al vulgo alguna cosa, y también porque divulgo es verbo castellano”; ahora bien, nos reconforta pensar que, al igual que las venas bajo la piel, el dibujo alumbra cualquier actividad que depende mínimamente de su existencia.

El diseño, ya en nuestros días, es eso que ustedes pueden identificar como progreso en cada objeto que nos rodea y que no atenta contra la esencia de lo eterno en sí que habita en ese objeto repensado. Eso -disculpen que no quiera ser más preciso- que les procura silentes promesas de felicidad, de gozo, y deseo. Renovando, casi sin darnos cuenta, nuestros horizontes estéticos; cautivados por la belleza que exhala la forma, o la redefinición de su función. El diseño es un campo en constante evolución: todo lo transforma. En su incontenible metamorfosis se inscribe su particular ley de los cambios, que encontró para no detenerse, terreno abonado en una sociedad ávida de novedades; podría ser cierto que dicha actitud lleva intrínseca la superación de algún tipo de comportamiento errático, ya sea individual o social; dicha novedad nos aleja del presente, nos proyecta hacia el futuro. Nadie está a salvo de su implacable expansión.

No es extraño que comenzase hablando del disegno florentino, pues debe de venir de aquella época la manera en la que lo bello y el bien pretenden confraternizan hoy en el diseño.

El dibujo, es eso otro -línea o sombra- que constituye el primer roce con la comprensión, el entendimiento e interpretación de los objetos que nos rodean, sin más utilidad que su simple corporeidad. Y sin fórmulas que nos permitan reproducir -volver a tener- esa misma experiencia cientos de miles de veces al crearlo, como insinuaba Valéry. Ya sé; no debemos fiarnos de un amante del dibujo,“no sé de arte alguno que pueda comprometer más inteligencia que el dibujo” escribió. Pero le nombro porque él fue uno de los primeros en sospechar en los inminentes cambios que se avecinaban: “[...] el pasmoso crecimiento de nuestros medios, la flexibilidad y precisión que estos alcanzan, y las ideas y costumbres que introducen, nos garantizan cambios próximos y muy hondos en la antigua industria de lo Bello [...], llegando quizás a modificar prodigiosamente la misma idea de arte”. Si miramos a nuestro alrededor, el tono de sus palabras nos resulta profético.

[1] Título extraído de un pequeño texto de Paul Valéry “La Conquista de la Ubicuidad” . Piezas sobre Arte. Ed. Visor. Colección La Balsa de la Medusa. Madrid 1999.
[2] “E perché da questa cognizione nasce un certo concetto e guidizio, che si forma nella mente quella tal cosa che poi espresa con le mani si chiama disegno” Giorgio Vasari. Le vite de´piú eccellenti pittori, scultori e architettori. Firenze. Ed. a cura di G. Milanesi, 1885.

sábado, 16 de diciembre de 2006

Ley.

Paseaba por el prado cercano a la villa una mañana soleada y tranquila, sin más pensamiento en mi cabeza que el olor tan penetrante de las lilas, cuando, de repente, un pequeño caracol se plantó delante de mí y los dos nos detuvimos. Un perro que me seguía se detuvo también, como la cabra que pastaba entre la cebada y el caballo atado a la pilastra. Como los dos pajarillos que se posaron en las ramas del árbol cerca de la huerta, y el asombrado conejo que se alzó de entre las jaras. Todos, pensaban, sentí. Detenidos, expectantes, no quitaban ojo a mi pie derecho que había quedado adelantado a sólo unos centímetros del caracol. Tras unos segundos, en absoluta contemplación de aquella fotografía, elevé mi pie para, de una zancada algo más larga de lo normal, evitar pisarlo. El perro que me seguía reinició su caminar, olisqueando hasta llegar al caracol al que de un bocado rompió el cascarón, y tragó. La cabra volvió a pastar, el caballo nos dio la espalda, los pajarillos revolotearon cortejándose hacia el río, y el conejo ya se había escondido. De vuelta a la villa mojé un pañuelo y me cubrí la cabeza protegiéndome del Sol. En esta zona del valle cuenta una leyenda que los hombres no tienen el permiso de Dios para cambiar nada, y que de hacerlo, la Naturaleza se vengaría. Mientras que los animales, primeros habitantes de estas tierras, están en su derecho de acabar con la vida de cualquiera que incumpla dicha prohibición.

Carmen murió la semana pasada, dicen que se la vio desplumando a una perdiz para comérsela. Su cuerpo apareció despellejado y picoteado. El pañuelo en mi cabeza se secó. Cuando lo iba a humedecer una mariposa que aleteaba a mí alrededor se posó en la placa del desagüe de la fuente en el suelo. Alcé la vista y desde una ventana tres gatos me observaban desafiantes, mientras los bueyes del establo, paralizados, no quitaban ojo a mi pulgar a punto de pulsar el surtidor. No había pájaros en el cielo, ni perros por la calle pero en lo alto de la montaña se dibujaban los perfiles de una familia de lobos escultóricos, recortados, mirándome fijamente.


De la Guerra (y 2)

Sopló el viento sacudiendo el llanto, aleteando el abrigo, girando el cuello hasta arrancar de cuajo aquel esqueje bañado de rocío. Ahora la rama se empapa en Sombra de la cebada crecida, y de moho. En el suelo permanece quieta cerca del árbol tronchado, y la casa quemada, como las ropas de aquella familia asustada, mientras miraban al cielo, porque el cielo silbaba.


De la Guerra.

Las explosiones se sucedieron hasta la destrucción total de nuestra ciudad. Perdimos la cuenta del monótono retemblar, mientras el brillo de las bombas nos iluminaba los cuerpos y nuestras sombras parecían árboles acobardados y secos.

miércoles, 13 de diciembre de 2006


ÁLBUM DE RECORTES

Recorte primero
(o de cómo el diseño se apropió de la felicidad)


Marcel Duchamp usó esta placa, indicativa de que los pisos de nueva construcción parisinos tenían “agua y gas en todas las plantas”, para la portada de una monografía de sus obras, “Sur Marcel Duchamp, (1959)”, que tras muchas desavenencias con su editor, consiguió publicar haciendo él mismo la maquetación y el diseño artesanalmente
[1]. Duchamp fue pródigo en la realización de ediciones únicas y seriadas de sus obras: trabajos manuales de precisión valiéndose de su hallazgo, el “Readymade”, y de su asombrosa capacidad para la manipulación del significado que amplió en su propio trabajo a perfumes (Belle Haleine, Eau de Voilette), carteles (L.H.O.O.Q., Wanted/$2,000 Reward) cajas, ropas, fotografías, cine, etc, además de diseñar y maquetar algunas de las mejores ediciones de autor de su época.

“Agua y Gas en todos los pisos” carece de sentido en nuestros días. Hoy, una casa que estuviera coronada en su fachada con uno de esos carteles pensaríamos que es un guiño retro, -valor nostálgico y tierno de otra época- y no un previo informativo de su excelencia. No hace tanto que estos carteles anunciaban circunspectos la modernidad y los últimos avances en confort de las viviendas: ¡Se acabó subir y bajar garrafas de agua de la fuente!, ¡Se acabó la cocina económica, la leña y el olor a humo!, ¡A vivir! - Se puede escuchar todavía entre las paredes de las mismas. Y vaya si es importante: se abandonan los establos para tener viviendas civilizadas. A partir de este momento la llegada de todos los avances posteriores carecerán de importancia hasta la aparición de la domótica.

El tiempo ha pasado y hemos aprendido que todas las placas y carteles que cuelgan de fachadas y ventanas de edificios son potencialmente duchampianos. Lo que quiero reseñar, de aquí en adelante, es la gran cantidad de artistas que a lo largo del siglo XX han usado del campo de la gráfica y del diseño para llevar a cabo sus creaciones, y muy frecuentemente culminarlas como “obras de arte”. No encontrará aquí una enumeración detallada de esos artistas: ofrezco una biografía perversa sobre la cual he pretendido zigzaguear con el fin de recordarles algunas facetas de su trabajo que bien podrían estar inscritas en el campo de la Ilustración, la Gráfica Publicitaria, o el Diseño. De este modo, hoy para nosotros, la placa parisina bien pudiera transmutarse en otras cuya expresión
[2] fuera:

HUMANITÉ & SOUPÇON
Á TOUS LES ÉTAGES

FÉMINITÉ & MIROIR
Á TOUS LES ÉTAGES

EXTINCTION & EXTINCTEUR
Á TOUS LES ÉTAGES

OXIGÉNE & LUMIÉRE
Á TOUS LES ÉTAGES

SOLEIL & OMBRE
Á TOUS LES ÉTAGES

PHILOSOPHIE & PLAISIR
Á TOUS LES ÉTAGES

PRINTEMPS & PHOTOSYNTHÉSE
Á TOUS LES ÉTAGES

INSUCCÉS & MALHEUR
Á TOUS LES ÉTAGES

MEURON & FOSTER
Á TOUS LES ÉTAGES

MANÉGE & DÉSINFECTANT
Á TOUS LES ÉTAGES

EXTRÊME-ONCTION & NICHE †
Á TOUS LES ÉTAGES

DESSIN & FÉLICITÉ
Á TOUS LES ÉTAGES

Puede ser que los ejemplos elegidos sean algo contradictorios, incluso -no lo niego- algo absurdos; pero me atrevo a asegurar que en poco tiempo alguno de ellos compartirá espacio con el número de portal en edificios de todo el mundo –algunos ya lo hacen cuando los nombres de los arquitectos sobrevuelan auráticamente sus creaciones en el momento que los miramos. Después de revisar las tiendas de mi ciudad donde se venden este tipo de señalizaciones, y no encontrar ninguna de las reseñadas anteriormente, quiero animar a quien corresponda para que se incorporen en el frente de todas las viviendas de nueva edificación mi propuesta de “DISEÑO & FELICIDAD EN TODAS LAS PLANTAS”, hasta la invención de algo más importante para el bienestar de los seres que las habiten -sean estos quienes sean en el futuro-, aun a riesgo de que en la mudanza, la segunda dejase huérfana a la primera, y por ende fuese ya impronunciable.


Recorte Segundo
(o del jugador jugando el juego)

Cuando Picasso hacía dibujos para “Els Quatre Gats” –perdón por este breve paréntesis a todos aquellos que piensen que de la chistera del mago también se sacan pintores y pinturas, sin que a ellos les preceda un tiempo de aprendizaje y educación abrumadoramente gráfico y esforzadamente complejo (dificilísimo). Un tiempo donde las primeras obras de los artistas a lo largo de la Historia son una ejercitación constante, íntima y personal, para demostrarse a sí mismos, y al “otro”, que son capaces, con una herramienta tan poco natural como un lapicero, de nombrar el mundo de las cosas visibles con irritante proximidad, por supuesto no rozándose a la primera con la forma ideal, ni siquiera siéndole posible reconocer esa forma ideal si se hubiera dado en parte alguna del trabajo -las primeras veces, durante los primeros años. Decía, que cuando Picasso hacía dibujos para “Els Quatre Gats”, estaba haciendo ilustraciones para una taberna, ilustraciones que se prodigarían en aquellos dibujos de su particular “Fábrica de dibujos de Pablo Ruiz Picasso”, o en las aparecidas en revistas catalanas iluminando poemas de Joan Oliva Bridgman, cuentos de Surinyoch Sentis, retratos de personajes influyentes de la intelectualidad catalana, incluso presentándose a concursos de carteles con poca fortuna. Corría el año 1900, Picasso contaba entonces con 18 años, se iniciaba su época Azul, estaba a punto de dar el salto a su etapa parisina, y ya caminaba seguro hacía las d´Avignon (1907). Pero le venía de antiguo, puesto que desde los nueve años (1890) Picasso asombraba con su irritante facilidad para los recortables de los que nos dejó algunas muestras, y que muchos años más tarde volvería a prodigar entre sus hijos, y a disfrutarlos en Matisse. Quiebros y requiebros para desarrollar su propio juego: jugador jugando el juego.


Recorte tercero
(o del canibalismo)

Picasso continuó dibujando a lo largo de toda su vida como si de un ilustrador se tratara, en ocasiones como un auténtico calígrafo disfrutando de los dibujos de un solo trazo que nacían con formas de animales, o maneras cervantinas. Los surrealistas le pidieron colaborar con ellos, y aunque él se mantuvo con prudencia a cierta distancia apoyó con sus obras el nacimiento de cuantos intentos propusieron los de Bretón. Picasso, es evidente, abarca prácticamente todos los campos de la creación plástica a excepción de los que tienen formato digital, luego no es difícil encontrar en él ejemplos de un Picasso ilustrador, un Picasso escenógrafo, etc., de la misma forma que todos los Picassos posibles se dan en un solo Picasso.


Recorte cuarto
(o de las ilustraciones para cuentos)

Cada una de las cosas grandes o pequeñas que nos rodea ha tenido en algún paso de su cadena de creación un estudio y desarrollo llevado a cabo, en muchas ocasiones, por profesionales del campo de la gráfica. Cómo imaginarnos un Tábano Mecedor, una Libélula Becerra con cuerpo de tarta de ciruelas y alas de acebo, o una mosca de pan con mantequilla, si no fuera porque J. Tenniel acompañó a Lewis Carroll en su viaje al otro lado del espejo haciendo que las ilustraciones, los extraordinarios dibujos, funcionasen como el Hilo de Ariadna «En el Mundo del Espejo». Aquí el dibujo no es complemento inerte del texto, no es un apoyo visual donde la palabra, el conflicto, y los personajes ceden algunas responsabilidades por la complejidad de la trama, sino que es el protagonista. ¡Un dibujo de Alicia es todo el cuento de Alicia! Claro que, en este punto, quién no encontraría relación entre los relatos de Alicia y los dibujos de Miró, incluso los de Max Ernst, salvo que en las obras de éste –“La Femme 100 têtes, Une semaine de bonté”- la salida del laberinto es más esquiva; recordemos que es un insigne surrealista, por lo que es seguro que de existir el Minotauro sin duda lo habría dibujado Picasso y nos esperaría en su interior leyendo entretenido, Littérature.

Recorte quinto
(o del deseo de romper una guitarra)

Entre las alucinaciones del hambre de Miró (Carnaval d´Arlequin 1924-25) hay cientos de personajes que bien pudieron habitar mundos como los de Alicia. El catalán había manifestado con desesperación en su obra, y con furia desatada en entrevistas, su auténtico deseo de «asesinar la pintura» acabando abruptamente con los convencionalismos a cuya extinción contribuyeron tanto los dadaístas. Y acabando también con las reglas impuestas por la pintura dominante de la que él fue partícipe en el París Surrealista que le toco vivir; con las imposturas de los adoctrinadores padres de los movimientos modernos; y su ejercitada facilidad para con la pintura que venía desarrollando junto a sus contemporáneos. “Asco” era la palabra que utilizaba con mayor frecuencia para referirse a su pintura, y a toda la que le rodeaba. El grito tiene algo de premonitorio y a la vez profético.


Recorte sexto
(o de las llamadas artes menores)

Miró iniciaba así la etapa más fructífera de su carrera comportándose como un pintor “impuro”, al colaborar con disciplinas plásticas y procesos reproductivos alejados de los comportamientos pictóricos de su época: “Cerámica, tapices, mosaicos, grabados, vidrieras o murales” ¿Cómo podía curarse de la repugnancia hacia la Pintura sin traicionar al Arte, ni a la Pintura? A poco que observemos su trabajo nos daremos cuenta de cómo estas otras Artes renovaron los intentos de infligir un golpe de gracia a la siempre herida de muerte Pintura. Matisse encontró en los collages y en los recortables la salud que le quitaban sus achaques. En Miró la escultura estaba bajo sus zapatos, la cerámica desbordaba las magnitudes preconcebidas del lienzo, y el tiempo grabado al ácido del aguafuerte consiguieron el propósito benefactor que anhelaba.


Recorte séptimo
(o de lo pequeño como los sellos)

Aidez L´Espagne (1937) levantaba el puño con fuerza desde su nacimiento en un pequeño sello de correos de apenas un franco, a la vez que Picasso trajinaba en un inmenso lienzo buena parte de la ignominia que nos perseguiría muchos años después. Puede sonar paradójico que se intente asesinar a la pintura pocos años antes de que los asesinatos se sistematizaran en los campos de exterminio nazis y la producción de armamento tocara el cielo con la Bomba atómica en una esquizofrénica carrera por acabar instantáneamente con el sufrimiento (sic). “Instantaneísmo” que diría Picabia; una gran sopa de presente. Los artistas, por entonces, representaban una buena parte de la conciencia de la libertad. Plasmaban en sus obras la denuncia de la barbarie y la destrucción, las consecuencias de la irresponsable lucha fraticida entre pueblos, y los sueños de sus gentes ahogados por la desesperación en huida constante de la abortiva resignación. Pero no sólo se llegó a la cima de la infamia en el campo de batalla, la guerra, además, significó un inmenso tiempo de experimentación donde hubo que reinventar casi de todo -incluso el lenguaje. Las cartillas escolares y las de racionamiento fueron el verso y anverso de la realidad cotidiana. Los métodos propagandísticos rejuvenecen cuando tienen que vender Vida, Paz o Verdad, y mantuvieron su presencia durante las contiendas fortaleciendo su actividad hasta nuestros día; el lenguaje en perpetuo movimiento.


Recorte octavo
(o de danza de la tipografía)

De moverse, contornearse, danzar, y desfilar sabían bien las tipografías de El Lissiztsky (1925) desafiantes en su paso marcial hacia la conquista del cambio, usando para ello de las revistas, y de los métodos de reproducción gráfica y propagandísticos al servicio de la Revolución. La gráfica siempre encuentra un resquicio por donde mostrarse, procurándose la visibilidad segura de trasladar directamente su mensaje a pesar de las interferencias a las que se vea sometida en busca de su destino o destinatario. Si uno analiza con calma -aun a riesgo de fracasar con esta intuición- el mensaje gráfico, ya sea tipografía o imagen, estará de acuerdo en que parece trasladar una verdad axiomática en el fondo y la forma, con un ineluctable sistema que aprende del entorno la mejor manera para lograr sus objetivos. A fin de cuentas, el diseño gráfico se propone transmitirnos con pasmosa facilidad la ilusión de ser poseedores del confort al que aspiramos en el ámbito de lo doméstico, y quien más preocupado estuvo por este tema, quien mejor supo trasladar este problema y elevarlo a obra de arte, fue el Pop Art.


Recorte noveno
(o de la palabra y los hechos)

“-¿Pero en América no hay sólo hombres de negocios, tienen sus artistas, sus soñadores?
-Hay muchos, pero ninguno que tenga personalidad; pintan muy bien, son de una habilidad extraordinaria; conozco a uno que imita a Renoir, pero como era muy fácil imitarlo con las manos, ¡pinta con los pies! En América hay cien Baudelaire, cuarenta Verlaine, varios centenares de Rodin, pero lo que falta, ¡es un americano!
-Me diviertes. ¿De dónde proviene eso?
-Este país es demasiado cosmopolita, no puede alimentar a una individualidad, es el primero en enseñarnos que lo que llamamos arte es una cosa acabada; el arte es ante todo la concentración de las necesidades de una época, la representación de la civilización de un pueblo. El día en que todos los pueblos se fusionen no habrá ya arte para nosotros, el conjunto de nuestras obras sólo interesarán a los habitantes del planeta Marte. Como todas las razas se amalgaman cada vez más, llegará un día en que el traje nacional de la Tierra será el Smoking.
-Vas un poco rápido como es costumbre en ti.
-No, basta con mirar, entender. Pero dejando a un lado a los artistas, ¿sabes que en América hay hombres extraordinarios?
[3]


Recorte décimo
(y último)

Picabia es de los que no dudan, ni de los que se detienen, ni de los que se callan. Siempre que su nombre acude a mi mente le imagino veloz en alguno de sus amados coches, o consultando los folletos de algún modelo nuevo, o pasando las páginas de alguna revista pornográfica, y dibujando máquinas o motores, o mujeres, o todo junto, acompañado de bocetos de gitanas españolas. No se equivocaba. Antes de que nos abandonemos a la contemplación de lo que echen en la pantalla del televisor, o del ordenador, o de la consola, o de un microscopio, o desde la ventana de nuestra habitación, que ha provocado que el devenir cotidiano se convierta en el triunfo de un urticante retinismo, merece la pena rescatar el fascinante “Just what is it that makes today’s home so different, so appealing? (1956)” de Richard Hamilton no sólo como icono del Pop Art definido en palabras del mismo Hamilton: “Pasajero/ Desechable/ De Bajo Coste / Producido en masa / Joven / Ingenioso / Sexy / Astuto Publicitariamente/...”, y ya se pueden imaginar cuantas cosas más, sino además, por ser la demostración del impulso que la gráfica tomó aquellos años al constituir el núcleo central de dicho movimiento y el canal idóneo para su manifestación.

Los productos que compramos, sus envases, los billetes con los que pagamos, la elección de un disfraz, las entradas del cine, la tipografía de un periódico, la portada de un libro, la marca de la leche, el trayecto de un viaje, la fecha de caducidad, un cartel, una placa, un sello, una mosca de pan con mantequilla, incluso la hoja parroquial, dependen en última instancia, de una buena y armónica selección de todos sus elementos con el fin de alejar la indiferencia, mostrar valores -a poder ser edificantes- o, sencillamente, ser distintos; únicos. El Diseño Gráfico ha producido formas nuevas por conjunción y mezcla de las ya existentes y ha incorporado colores nuevos por combinación de los métodos de obtención. Incluso el diseño no se ruboriza, ni se preocupa si un fácil equívoco nos lleva a pensar que la forma y el color, (ahí es nada) han sido creados gracias a su influencia. Pero todos lo sabemos: el diseño no inventó los colores; adecuó y racionalizó su uso. El diseño no inventa la forma; elige la mejor forma.
Me quedan en la memoria muchos más artistas que pueden contarnos como en su base creadora usaron con determinación de la Ilustración, la Gráfica, y cualquier disciplina adyacente a esta raíz, algunos de ellos sin abandonarla jamás: E. Hopper fue uno de los más grandes ilustradores de América, si es que en algún momento dejó de serlo, y Francis Bacon tuvo unos inicios de gran éxito como creador de muebles de diseño hasta su plena dedicación a la pintura, y Polke, y Trockel, y todos aquellos que se les aparecen a ustedes.

[1] Tomkins, Calvin. Duchamp. Editorial Anagrama. Barcelona 1999, pág. 448.
[2] Colli, Giorgio. Filosofía de la Expresión. Editorial Siruela. Madrid. 1996. pág. 58. “En general expresar quiere decir exactamente esto: manifestar qué era la inmediatez a través de series de representaciones que se desgranan por un imparable capricho, un arbitrio que se impone, un juego que violenta”.
[3] Picabia, Francis. Caravanserail. “Las Cortinas de Muselina” Editorial Laertes, Barcelona 1977, pág. 86.

sábado, 2 de diciembre de 2006


CARICIA, 1932.

GIACOMETTI, MOORE.
O de cómo las manos ven cuando la vista se ciega.


A propósito de las más hermosas obras cerámicas de Gloria.


Caricia, 1932, es una obra de Giacometti, en la que sobre la piedra en forma de vientre materno (o seno) hay grabada una mano –y a espaldas del vientre se escalonan dos pequeños volúmenes regulares. La interpretación de la obra no es importante conocerla en profundidad para nuestro trabajo, pues ya sabemos que las profundidades del Surrealismo son insondables. Nosotros no vemos la pieza, la hemos tocado. Está realizada cuando aún el surrealismo es el arte del futuro y Giacometti uno de sus más importantes exponentes.

La pieza no constituye en sí misma una de las obras más importantes del autor, pero la textura de la piedra, el dibujo de la mano y el alisamiento al que ha forzado al material, está directamente relacionado con el acariciar. Caricia tras caricia, sin que ese gesto pretenda disimular una intención ornamental. El propio Giacometti no abandonaría el influjo surrealista que alumbró sus primeras obras, pero a cada escultura sus intereses se alejaban cada vez más de la academia en la que el surrealismo de Bretón se había convertido.

Giacometti es tan dibujante como escultor, y sus obras no pueden entenderse sin ese afán con la que utiliza el lápiz, o el pincel. Dibuja compulsivamente sin dar por válida ninguna línea. Cada línea nada más se define a sí misma, y la unión de todas ellas conforman un dibujo.

Cuando el artista dibuja, el trayecto no tiene límites. La línea dibujada acuchilla el papel cortando en su envestida a otras líneas, solapando anteriores trayectorias, definiendo el carácter del dibujo con violencia, sin piedad y sin dejarse engañar por la sedosidad del grafito. Cuando esculpe, el trabajo es muy similar: los embates contra la piedra no traducen literalmente el gesto del escultor, sino que modelan sucesivamente el perfil de un rostro de mujer, o la cara de Diego (su hermano), o cualquier paseante, cualquiera de nosotros. Es decir, la violencia con la que se doblega a la materia en un punto, en nada se parece a lo percibido en conjunto cuando se observa la suma de todos las acometidas sobre la obra.

El dibujo es tiempo que deviene dibujo.

Los dibujos de Giacometti formaban marañas anudando el espacio con la forma de las infinitas direcciones que la mano del artista trazaba. El dibujo para Giacometti era el resultado de las sucesivas acumulaciones y arrepentimientos que se depositaban como hebras de tiempo sobre el papel, el lienzo, la piedra o la escayola.

Pero imaginemos que ese lapicero se transforma en una cuchilla, y que su impulso creador se traslada a la escayola. En la escultura, Giacometti pervierte su fundamento principal “añadir” para caminar en la dirección contraria, “quitar”, a pesar de que al quitar, la obra vaya irremediablemente ahondando en su invisibilidad. Quitar, no sólo en el sentido de aligerar la obra de peso y materia, sino también despojándola de inútiles efectos, del incómodo ornato de las que adolece el hermoso gesto de apretar el barro, o del picado de la piedra al golpearla. Borrando, es su intención, toda huella de ensimismamiento que denuncie la distracción del artista con su propia mismidad.

Ahora, al artista, ya no le basta con esculpir una forma. Pero la forma sigue ahí, cuando el volumen es explícito. Ahora se aferra a la idea desnuda en contra de las convenciones de la escultura que actúan como freno, y no como conductor de la energía.

En el instante en el que la obra comienza a perder tamaño debido a la cuchilla del artista, a la falta de material para esculpir, al microscópico tamaño del objeto en relación a la mano, la obra queda constituida en su mínima expresión, en busca de su máxima esencialidad. No hay artificios, no existe un repertorio de técnicas ni maneras de escultor, parece no salida de la mano del artista y, por tanto, la obra nos sugiere que ha nacido sola, que ya estaba allí, entre los escombros de su taller.
Su aparente invisibilidad nos obliga a mirar con atención, pero el ojo no es suficiente… nos paso desapercibida, el ojo no la vio. La vista no es un buen aliado, por lo que la confianza en los sentidos, queda abolida. Sin ojos para recorrer una pieza escultórica que carece casi de recorrido, es la memoria de lo vivido, de nuestra propia experiencia, la que nos debe de auxiliar y guiar en el reconocimiento de aquel objeto. El tacto es el mejor aliado cuando la materia no chilla, ni huele, ni encubre gusto alguno.

La fotografía en la que Giacometti está trabajando en el taller, con los ojos casi cerrados, con la mirada tras los hinchados párpados de insomne, quizás de buscar bajo la mesa las cabezas de cerillas en las que se han convertido sus esculturas, o hinchados de tanto forzar la vista y comprender lo inútil de su esfuerzo, nos da una pista de donde se encontraban sus convicciones artísticas en aquellas fechas. Sus manos agarran un palito, un minúsculo palito, y con las yemas de sus dedos acaricia el frágil cuerpo de sus personajes. Poco a poco, casi desmaterializadas, de las piernas nace un tronco al que le crece una cabeza. Giacometti parece ciego, pero ve con las manos, en el roce al tocarlas percibe el temblor de una voz o una nota musical en la brevedad enhiesta de sus caminantes.

A la altura de la cintura, en la fotografía, el estudio parece acogedor, apropiado para el trabajo artístico tanto como para el recogimiento, incluso para una siesta. Pero la apariencia de nuevo nos engaña, y en la fotografía del suelo vemos como se apila la basura… perdón, la escayola, la piedra, el óleo y la masticadura de metales y papeles… ¿Quién sabe cuantas esculturas se ocultan tras los escombros en el Taller de Giacometti?... y ellos mismos, los escombros, ampliación de la piel de sus esculturas en miniatura.

No sé si cabría la posibilidad de llamarlas miniaturas, cuando al aproximarnos con el objetivo distinguimos en estos cuerpos la rugosidad de la piel como si se tratara de la piel anciana de la humanidad toda. Humanidad a fin de cuentas, que Giacometti retrata en cada uno de sus andantes o figuras estáticas.

Inauguramos así un hermoso periodo, donde la vista no es el sentido tiránico que tanto nos ha dado que hablar a lo largo de los siglos, y para el que teníamos antídoto conceptual y crítico, entrando de lleno en el descubrimiento del tacto principalmente. La mano da tanta información como el ojo, y la complementariedad de los dos es indiscutible. Casi todas las obras de arte que el hombre ha creado han sido posibles gracias a la alianza de vista y tacto. Giacometti refuerza esta posición, y sus esculturas nos hablan con la rotundidad de un gigante pero con la sensibilidad y dulzura de un recién nacido.

Las manos, esas mismas que escondemos cuando estamos delante de un pequeño al que tememos hacerle una marca al agarrarlo, al cogerlo en brazos, pensando que se nos despedazará tanta ternura, tan nueva. Las mismas manos que notan la huella en la piel de la criatura que enrojece al rozarla y nos cuenta eso que las palabras harían olvidar de llegar a pronunciarse. Como si fuera una señal el que los recién nacidos no pudieran hablar a propósito, y no porque no sepan, sino porque el habla es un obstáculo para las primeras impresiones, las primeras respiraciones… eso no evita que sean los hablantes, los adultos, los que miran, los temen tocar, esos otros, ellos, los que usen las palabras para incorporar cuanto antes al nacido en el continuo temporal al que ellos pertenecen.

Las manos tan vivas, tan listas, tan abiertas y despiertas como las del escultor Henry Moore, quien no dudó en retratarlas en diversas posturas. Son manos avejentadas, de dedos romos y piel descolgada. No son manos de niño, sino expertas manos de escultor acostumbradas a palpar la realidad que les circunda. Las manos de Moore parecen esconder algo. Se acarician suavemente, una contra otra, evidenciando sus cualidades táctiles, tal y como se comportan las manos de los magos al hacer algún juego de magia. Pero Moore, esconde un secreto a voces: una pequeña piedrecilla. ¿Qué esperábamos de un escultor: un elefante, una locomotora, un palacio, una montaña? Pues no, sorprendentemente y oculta de los rayos del Sol -el gran ojo luminoso-, esconde una simple piedra, pero una piedra “en forma de ojo”, otro tipo de ojo; si no el ojo mismo.

Escondiendo una piedra entre las manos insinúa aquello que tanta fortuna les dio a algunos artistas y que perteneció al catálogo de recomendaciones artísticas para despertar la mente y la visión espacial: métete una piedra en el bolsillo y tócala; después, dibuja lo que tus dedos ven. Moore escondiendo entre sus manos esa piedrecilla en forma de ojo, esconde toda la escultura en un breve gesto, la protege de perecer en su magnánima fisicidad, la arropa para que no desaparezca al estar expuesta a la mirada, porque la mirada, como todo, mata -debía de pensar el artista.

Ocultar ese pedazo de piedra entre los dedos es un intento de transformar la piedra en carne y las manos en su piel, constituyendo un cuerpo único indisociable, a riesgo de perecer al intentar separarlos. Los personajes de Giacometti no son sólo pellejo o sólo esqueleto, son esculturas en el transcurrir de algo tan impalpable e indefinible como es el tiempo; de la misma forma que la piedra de Moore es un pedazo rescatado del abismo del olvido.

Mírate entre las manos (con las manos) parece decirnos Moore en su dibujo. Mírate entre los dedos (con los dedos) lo que nos dice Giacometti en su foto, y de esos dos poderosos consejos han nacido mis obras.
Papá

¡Papá! ¡Despierta! Ha salido el Sol y debemos de quitar las luces.
¡Papá! ¡Papá! no hay nubes, podremos mover la tierra y recoger tomates.
¡Papá despierta!... ¡Papá! ¡Papá, despierta! Los perros, no dejan de aullar.
¡Despierta Papá! Está atardeciendo; ¿No ves que te enfriarás?
¡Papá! ¡Papá! ¡Despierta! La noche es oscura, negra, y las hojas muertas salen a pasear.
Despierta, despierta, ¡Despierta Papá! Hace tres días que duermes.
¡Papá! Encendí las luces, recogí la hierba, pero los perros,
Los perros no paran de aullar.
La moneda.

Esta moneda en el suelo, junto al cigarrillo cerca del papel arrugado próximo a la pared de esta carnicería entre el niño y el kiosko aledaño a la farmacia, lindante con el portal vecino del taller contiguo a la panadería medianera con el edificio del bordillo y muro blanco pegado a la puerta roja de la acera de enfrente inmediato al hueco de la ventana limítrofe con la casa donde tiene tendida la ropa María, puede que sea suya.



Siga los pasos:


1) Comience a caminar.
2) Deténgase al finalizar la acera.
3) Pulse el botón del semáforo para cambiarlo a verde.
4) Puede continuar, con cuidado, sin tropezar en el bordillo que está muy mal.
5) Gire a la derecha, junto a la valla que bordea el parque.
6) Baje la cuesta procurando no resbalar.
7) Contemple la imagen del rio; es de postal.
8) Se vifurcan los caminos ¡Atención! Escoja el más estrecho, el que sube hasta la Catedral.
9) La verá al cruzar de acera y pasar por debajo del puente de piedra.
10) No dude en preguntar como se llega a ella.
11) Es muy importante que siempre camine por la derecha; hasta las tres siempre en sombra.
12) Cuando el campanario vea aparecer de entre los tejados de las casas gire a la izquierda.
13) La calle se empina, está empedrada, y las paredes de las casas sucias, sin puertas ni ventanas.
14) En el número catorce, hace esquina, gire a la derecha y luego otra vez a la derecha.
15) Esta calle que tiene usted delante es muy larga y deja a su espalda la Catedral.
16) Llegue hasta la plaza que corona su final.
17) Mire hacia el frente, verá tres calles que se abren en abanico. Descienda por la de la izquierda.
18) Salimos de la ciudad: recuerde caminar siempre por su izquierda.
19) Pasará por tres huertas: dos grandes, valladas con piedra; la tercera con verja de metal.
20) Gire cuando aparezca la señal de prohibido adelantar, por el sendero que verá: no hay pérdida.
21) Todo el campo estará segado; a finales de Julio la vereda está descubierta. Perdices poniendo.
22) Sígala sin temor hasta cruzar la via del tren. Siempre en línea recta. No vuelva hacia la carretera.
23) Al otro lado de la vía del tren verá una indicación de “coto privado” y a sus pies piedra desnuda.
24) Pase por encima de la piedra y observe que abajo está el rio. Baje por el centro entre las rocas.
25) Al llegar al rio, en el meandro, verá piedras grandes que sirven de improvisado puente.
26) Pase con precaución. Hacia la mitad se mueven dos, luego, todo es normal.
27) En la otra orilla pasará entre dos gigantescos sauces que se inclinan a beber. Adelante.
28) Suba la cuesta hasta el camino de tierra. Paciencia, sólo es posible ascender por donde vé.
29) El paisaje de viñas se abre a sus ojos. Ya está a punto de llegar. Suba hasta el pueblo.
30) La primera casa que se encuentre, la mía será.
31) Entre sin hacer ruido -gorriones, golondrinas y el halcón- acérquese hasta el almendro.
32) Respire profúndamente el aire puro mirando hacia las montañas. Siempre huele a lluvia.
33) A la izquierda, junto al almendro, hay dos cipreses.
34) Entre los cipreses, ya habrá visto, una lápida sencilla, sin obstentaciones, oscura de musgo y gris.
35) Lea mi nombre, vea el camino, piense en su vida, respire tranquilo; esta ya está ocupada. Observe a mi alrededor: si no existe ninguna otra lápida es porque mi hijo sigue vivo ¡Gracias a Dios!, y mi mujer, otra vez, se ha arrepentido.