domingo, 7 de enero de 2007

Mensaje

A un improvisado puerto en el que tres pútridos barcuchos destartalados atracaban a diario, fue a parar una botella que golpeó, arrastrada por el oleaje, el casco del primero de éstos. Su pescador recogió la botella y sacó un limpio papel algo mojado que llevaba escrito el mensaje que ahora os leo: “¡A quien la encuentre! Estoy atrapado en una isla de cualquier lugar. Llegué tras el naufragio de mi vida sentimental y no paro de recordar el amor que hoy me tiene aquí atado, más que nunca, a mi recuerdo. No pido ayuda. No espero que nadie me encuentre, sólo deseaba tu lectura; y si mi caso es el tuyo, no huyas, pues existe peor solución que [...ilegible...] Sé qué sucederá conmigo, poco me importa. (Valerio)” El pescador introdujo delicadamente el papel en la botella, la tapó con el corcho, y la escondió bajo las hojas de la palmera que cubrían su encharcada barquita, después miró a su derecha y le preguntó al segundo pescador: “Antonio, ¿Saldrás hoy a pescar?” Y éste respondió, ocultando la cara tras sus manos “... más tarde... No confío en las aguas... parecen revueltas”. Por encima de Antonio asomaba el tercer pescador, leyendo las olas, taciturno, acunado en su perdedor pecio, a quien también preguntó: “Valerio, ¿Saldrás hoy a pescar?” Pero éste no respondió. Mirando en el horizonte el oscurecido cielo soltó el cabo que lo mantenía amarrado al ínfimo islote y se adentró en el mar.

sábado, 6 de enero de 2007

El bautizo.

Hoy he tocado las sábanas de mi abuela. Ocultas en el armario desde los años treinta estaban húmedas como yo las recordaba cuando dormía en su cama rozando con mis dedos su camisón blanco a espaldas de mi abuelo y protegida la cabeza por la almohada, y el cuerpo por una áspera manta. ¿Cuántas veces me han salvado aquellas sábanas, la espalda de mi abuelo y el camisón blanco de mi abuela, de perecer ahogado en la Mar, o quemado por una tribu en Madagascar? Cuántas veces me duermo con esas historias para abrir los ojos asustado en las habitaciones oscuras del que sueña, y corro en busca de la deslumbrante penumbra a las habitaciones que nos salvan. Pero hoy al tocar las sábanas sólo estaban mojadas, resfriadas por el verdín que pudre las paredes empapadas de lágrimas. Al extenderla, sacudiéndola cariñosamente al aire, la luz de la ventana se volvió a colar por los doce deshilachados agujeros de bala: cuatro para mi abuelo, seis para ella y estos dos que mi Padre bautizó con un “¡Ojalá a ti no te duelan!”.