miércoles, 20 de enero de 2010

Martes, 23 de Junio, del 83.

El río creció hasta cegar los ojos del puente, anegar las huertas de la ribera, y amasar junto con el lodo y las ramas caídas la argamasa que sepultó a la pareja de ancianos. No murieron en el instante. Consiguieron comunicar con una hija a la que apenas pudieron suplicar ayuda mientras la cenagosa corriente comenzaba a llenar el interior del vehículo por los asientos traseros, los conductos de la calefacción y el pedal del freno. El anciano ni siquiera era capaz de hablar con su hija preocupado como estaba por aparentar calma ante su mujer. La mujer se abandonó a su suerte instantáneamente. En unos segundos el barro les cubría la cintura y el vehículo giró bruscamente para detenerse en seco contra el pilar del puente. La hija escuchó el bronco impacto desde la ventana a pesar de que los sonidos se confundían con el continuo romper embravecido de las aguas, pero dice que lo escuchó con la misma nitidez que se escucha al ruiseñor en la madrugada, y que en ocasiones, no sabe si esto último es cierto, le resuena en la cabeza la voz de su padre eufórico pronunciando un lastimero gracias junto al nombre de la madre justo antes de cortarse la señal. Volvió a teclear torpemente en el aparato el número de su padre pero el teléfono le devolvió la robótica voz de un mensaje pregrabado al que no dejó terminar de hablar. Lo intentó dos veces más antes de salir gritando a la calle en busca de ayuda. Aún hoy, y por siempre, cuando recuerda el hecho confiesa que se le confunden en la memoria las voces de su madre y la de aquella mecánica voz del auricular. Y en ocasiones, tiene la certeza, escucha la voz de su padre pronunciando mi nombre, y que por eso me llama, y que la perdone si me parece muy pesada, pero que presa de la confusión no termina de encajar las imágenes y las voces. Dice que muchas mañanas a la que oye pedir ayuda es a la madre y que en realidad de la voz de su padre apenas tiene recuerdo claro, sólo un susurro agónico que no sabe a qué corresponde. A la madre la imagina saliendo del coche porque tenía mucha energía y destreza, y que el malogrado de su padre era miedoso, muy miedoso, desde niño, y que no descarta que fuera la voz de la madre la que le hablaba al teléfono, con tono ronco, evitando mostrarse cerca del fin. Sueña a su padre agarrotado, petrificado en el asiento, y tiene un vago recuerdo en el que escucha decir a su madre algo así como “¡Lo he conseguido José!, ¡dame la mano!, ¡Suelta el volante y dame la mano, José, antes de que nos caigamos!”. Y que allí estoy yo, su gran amiga, de pie, mirandola a los ojos, con carita de niña, quieta junto a mi bici. Dice que aquella voz de su madre siempre le viene a la cabeza unida a un imposible paisaje donde la lluvia el Sol y el torrente de agua enfebrecida forman una caótica geometría cuyo centro lo ocupa la imagen de la inimitable mujer que fue su madre, que no dudó, cuenta ahora con la mirada perdida en el vidrio de la ventana, en volver a entrar en el coche, cerrar la puerta, abrocharse el cinturón y mirar al padre con una resignada sonrisa en los labios. Nunca he sabido si el relato de mi amiga es así de mágico por deseado o revivido. Nunca he tenido la necesidad de preguntar sobre aquel desgraciado día, y nunca he escuchado una versión que sea igual a otra... Siempre la transforma; siempre es siempre otra. A mi madre escuché mil veces contar que los padres de Laura murieron cuando mi amiga era muy joven, tan joven que parece imposible que pueda recordar cómo sucedió lo ocurrido. Recuerda la altura desde la que el coche cayó, en la lejanía, sin estruendo. A mi padre, amigo y vecino de José y Nieves desde niño, le he oído contar que eran una pareja ejemplar, pero que el día que murieron en el pueblo no había nadie para auxiliarlos, ni siquiera teléfonos móviles como existen ahora. Parece una escena de cuento que el coche, que los conducía a la ciudad por aquella carretera sin peligro recorrida durante cincuenta años, hubiera encontrado el único recoveco por el que descolgarse unas decenas de metros hasta quedar oculto boca abajo entre la frondosa maleza durante dos días, sin peligro de que las aguas borrasen la tragedia; en mi pueblo no tenemos río, ni puente que lo cruce... Mi amiga Laura lleva internada en el hospital desde los doce años. Tras despertar del coma producido por el accidente no pudo superar lo ocurrido ni recuerda nítidamente la razón que la mantiene allí. Me llama cada día, dos y tres veces, pregunta por mis padres, le respondo, se queda un rato en silencio, la oigo reír y me relata sobresaltada lo que ve desde su ventana en el hospital. Siempre describe lo bello, los árboles y el cielo, después la melancolía. Escucho absorta y triste todo lo que cuenta, pero nunca podré confesar que, aquella fatídica mañana del martes 23 de Junio del 83, salí a dar una vuelta en bicicleta por las tranquilas carreteras del pueblo. Por primera vez me alejé de casa, sola, con intención de llegar hasta la fuente y volver antes de que mi padre regresara del reparto... De repente sentí miedo. Acababa de iniciar la subida del repecho a los pies de la ermita, cuando aquella cuesta me pareció una montaña tras la cual se ocultaba lo desconocido. Me asustó aún más mi propio jadear y el dolor en las piernas que me impedían continuar.
Me detuve temblorosa cuando estaba a punto de llegar a lo más alto. Bajé de la bicicleta y sofocada giré el manillar para iniciar la bajada tropezando con los pedales y cayendo en medio del asfalto. Apenas me había dado tiempo para levantarme cuando el coche conducido por José salió del cambio de rasante con el tiempo suficiente para evitarme y despeñarse hacia el barranco perdiéndose entre la maleza. ni un ruido, ni un lamento, y en el aire las campanadas de la iglesia que anunciaban las nueve de la mañana. Un fuerte dolor de cabeza me abrasaba de frío hasta los pies. No tengo valor para contarlo, nunca lo tendré, a pesar de que reproduzco el horror desde aquel momento varias veces cada día. Quiero creer que me ha perdonado. En muchos de sus infinitos relatos me sitúa cerca de los padres, en el asiento trasero jugando las dos a contar los árboles, abriéndoles la puerta, cogida en brazos de José elevándome angelicalmente con ella por el aire, venciendo a las aguas, montada en mi bici buscando ayuda, corriendo descalza por la carretera para avisar a mi madre... Y siempre me recuerda lo bien que me quedaba de pequeña aquel traje azul marino, como el color de la bicicleta que su padre me regaló..., Suena el teléfono.
Noche (II)

Al final del paseo entre casas apareció de repente la oscura figura de una mujer. Detenida en mitad de la calle parecía observar a los niños que jugaban al fútbol junto a la puerta de mi casa. Justo antes de enrojecerse el cielo, la mujer avanzó ocupando el centro del paseo en dirección a los niños, batiendo a cada paso, en ondulado y rítmico oleaje al viento, su negro vestido.
El juego se detuvo. El balón botó calle abajo abandonado a su suerte. Los niños observaron la enorme presencia que se aproximaba lentamente ensombreciendo con su vaporosa seda los tejados, las paredes, el empedrado suelo y nuestro miedo. El cielo quemaba en naranjas y un extraño silencio se apoderó de todo. Cuando estuvo tan cerca que podía tocarlos, una hermosa Luna llena emergió del tocado que ceñía su melena, y un suave resplandor inundó los pequeños rostros boquiabiertos de los niños, que nunca olvidaron como se fabrica una noche.
El silencio suspende el tiempo”.

El silencio suspende el tiempo”, decía
con voz temblorosa el anciano para esquivar a la muerte.
G.

Caminaban juntas de forma tan admirable que parecían estar ensayando algún número circense donde ella, tan guapa, era la dama, y la perrita, tan blanca, la diadema.

a Ramón Gómez de la Serna
Mina

Las velas garabatean el dibujo en sombra de la llama en la pared, una y otra vez, como si el amanecer pensara sus colores y rápidamente lo olvidara. Al soplar, el fuego se resiste, duda entre apagarse o resucitar, igual que en la pintura; cada vez que se abandona el cuadro, éste se sueña terminado. Cuando se hace la oscuridad sólo queda el silencio silbando en el oído y el reflejo de la luz en la retina; ninguno de los dos quieren morirse. El suicidio necesita de esa misma luz. Nadie se suicida en una mina; allí se muere de asfixia o inanición; nada se apaga en lo negro.
Si atraviesas.

Si atraviesas la callejuela de las monjas y llegas donde las paredes blancas se visten de humedad, y si cuando oigas la sirena del puerto corres hacia el borne, te darás cuenta del tiempo que ha pasado, del vértigo de los años, de lo cómodo que fue para ti decir adiós desde aquel barco. Si no has llegado a las monjas y están las paredes resecas, si no oyes la sirena del puerto ni corres al borne, será que sopla la tramontana y ahí da igual si soy recuerdo, sueño, atardecer del verano. Pronto cambiará el viento, y los sueños, y los recuerdos, y será otoño, mañana, y yo nunca.