sábado, 7 de enero de 2012

NICOLÁS ORTIGOSA
FUNDACIÓN ARRANZ BRAVO
BARCELONA


DIBUJAR… EXPIRAR; DIBUJAR… EXPIRAR…

“Es lo que llevo de desconocido en mí lo que me hace ser yo.
Es lo que tengo de inhábil, de incierto, lo que es yo mismo.”

Paul Valéry

Antes de entrar en una exposición, aquellos que vienen a verla, ustedes, suelen estar expectantes. Aceptan, acaso con cierto pudor, saberse elegidos para confrontar sus propias vivencias con la biografía de instantes sublimes atesorada por el artista en cuestión, una biografía que acaba vertiéndose en los sucesos visuales que llamamos obras y que colonizan el aire de la sala, el interior de esa pulcra caverna, para mostrarse a ustedes sin intermediarios, porque precisamente son ustedes los más válidos de los interlocutores.

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Si ustedes son de esos cuya mirada recorre el espectro de intenciones del artista sin juzgar a priori su pasaporte artístico, o su valoración crítica, entonces tienen todo el derecho a que sus miradas deambulen libres por cuanto sucede en estas salas. Y tendrían razón si, pasados unos minutos, o solo unos segundos, lo que quiera que el artista les muestre –desde formas y colores hasta sonidos o la mudez más absoluta- les espanta, incomoda, incluso les deja indiferentes. Suele ser habitual en el arte reciente cruzar el umbral de la sala de exposiciones con la esperanza, permítanme la expresión, de reconocer las obras que se ofrecen con la ufana intención de completar un jeroglífico que parece burlar, desde antiguo, nuestra inteligencia y para cuya resolución se nos brinda otra nueva oportunidad, una nueva exposición que nos obliga a compartir espacio con las obras y permanecer atentos a cualquier indicio que nos sugiera una u otra interpretación, una u otra sensación, no sea que abandonemos la sala sin entender nada… como en otras ocasiones. Singular pretensión la de entender al primer contacto un producto conceptual tan extraño como la obra de un artista. Por osmosis deben de intentarlo algunos, sin éxito, claro, pero las obras no se dejan impresionar: salieron de la nada y regresarán a las sombras.

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Me atrevo a decirles crudamente que nada de esto pretenden los artistas y que ustedes, como nos recuerda Perejaume, están al final del proceso creativo, como receptores nunca como parte del proceso, y esto, créanme, es un alivio para todos. Las obras nacen sin estar ustedes presentes; las obras merecen su ausencia. Antes de verlas por primera vez, ustedes no han podido ejercer derecho alguno sobre la trasmutación de sus volúmenes o colores, está vetada su opinión durante la creación. Jamás podrán inmiscuirse ya en los recovecos emocionales que apremiaron al artista a elegir una imagen o un sonido. Por su parte, el artista, permanece estoico ante el desaliento: a él le toca combatir con sus concepciones éticas y estéticas, sin importarle en ningún momento su receptor final. La obra, arrogante, por humilde que se pretenda, se sueña única heredera de alguna substancia que tiene su principio en remotos, atávicos confines. Pero, tienen ustedes razón, llegado el momento de hacerla visible, escindida de la presencia y proyección pública del artista, la obra recorre el camino a la inversa. Es entonces cuando el espectador, el que va a ver, y la obra se quedan a solas, frente a frente. Y es ahí cuando la obra se deja interpretar, escrutar sin rubor, y acepta ser principio de un nuevo camino, ahora que el artista llegó al final del suyo. En este intercambio de papeles, el espectador va construyendo, ahora sí, el sentido de “su obra”. Ustedes llegan con bríos renovados a ponerla a prueba y a no aceptarla por su majestuosidad, o por su tramposa espectacularidad. El otro, el artista, se retira de nuevo a su estudio para continuar en intimidad su lucha. El gesto chamánico del artista se dona a la visión (si es el caso) y ustedes son ahora -preparados o no para ello- quienes difunden el mensaje. Pero tengan en cuenta lo siguiente: independientemente de las múltiples interpretaciones que se hagan de las obras, estas mantendrán una misteriosa estabilidad al embate del tiempo y de las generaciones futuras, aparecerá y desaparecerá, quizás para siempre, quizás nunca.

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Todas las obras de arte nacen contra las obras de arte.

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Pero cada obra exige su particular ADN, pretende una consanguinidad que la ampare y la arrope cuando el frío de los siglos llegue a la intemperie de la contemplación.

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Ninguna obra se acaba, ninguna se termina, todas se abandonan.

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He revisado junto a Nicolás Ortigosa su trabajo decenas de veces y la experiencia de la primera visita a la obra, la revelación que supone la contemplación de la obra de la mano de su creador, es inolvidable. Pero nada aporta el pintor a lo pintado salvo su titánica presencia, Argos protegiendo la integridad física de la obra, pero nunca interpretándola. Nada aporta el pintor que no esté en el cuadro y ninguna explicación que pueda darnos Nicolás Ortigosa en esos instantes vale para hacer más grande una obra en relación a otra… Eso, si Nicolás se atreviera a pronunciar una sola palabra, cosa que nunca sucede en presencia de la obra, un reverencial respeto por su trabajo que de ningún modo traicionaría con tan ingenua deferencia.

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Esa sensación es la única que nos une al pintor cuando crea: el silencio, apenas roto por el ir y venir de sus pasos frente al lienzo o el batirse de los grafitos en el papel, sonidos armonizados de manera especial por el golpeo metálico y el arrastre hipnótico de las líneas que sisean con el ir y venir de la muñeca. Cuando trabaja, hace leves muecas, aunque él no lo sabe. Otras veces, en íntima conexión con la obra, se comunica con lo creado a base de gestos indescriptibles. A veces baila y cuando siente que ha llegado a huidizas pero acertadas conclusiones, se sacude el esfuerzo como un histrión y descansa. Parafraseando a Paul Celan “[…] de la quebradura de / sus líneas / de vida / sale silente la respuesta: / esa eterna / gota / de oro”.

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A los pies de una pequeña terraza de tierra fértil, arbolada con centenarios frutales y anudados rosales, junto a un hermoso y pequeño río donde la fresca melodía de su cauce arrulla el paisaje encañonado, está el estudio de Nicolás Ortigosa. El agua, tras su vertiginosa caída desde lo alto de un puerto de montaña cuyas cumbres, a modo de cuenco con las manos, encrespadas en origen y amables y romas en la desembocadura, se allana delante de su puerta y saluda a las inmensas rocas a su espalda –escaladas en su desafiante juventud- que, como gigantescos cantos rodados de textura arcillosa, en elegante composición observan con nosotros el cielo y la danza de sombras que los buitres inventan antes de que el atardecer llegue para adormecer el valle. Este paisaje no es distinto en apariencia a aquel de Borgonovo, Stampa, donde Giacometti, sobre el que volveremos una y otra vez, saludaba a la nieve y a las montañas desde la vivienda estudio de su infancia. Pero quiera el destino que compartan una singular fortuna, esta sí idéntica: la de una naturaleza agreste y un incómodo acceso que ha protegido al paisaje del crecimiento desaforado del urbanismo idiota.

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En un rincón del terruño se erige señorial entre otros árboles el hermoso almendro cansado, plagado de almendras inalcanzables debido a su soberbia altura. Para comerlas hay que dejar que caigan agostadas con paciencia y luego recogerlas; como las obras de los artistas que se sacrifican desde el estudio a la mirada, lentamente. Pero el almendro, el árbol, no es solo una pieza del paisaje, no lo era para Giacometti y no lo es tampoco para Nicolás Ortigosa. La peculiar morfología del almendro ha obrado el milagro de transubstanciar las alicaídas ramas de la naturaleza en la revelación de su eterna fuerza a través de los grafitos y óleos que lo tomaron por testigo del tiempo. Ninguna distancia se observa entre el paisaje descrito por Giacometti y este que abriga a Ortigosa. Las dificultades de los pintores son tan parecidas que bien podían solaparse sus voces. Escuchen: “Paso todas mis jornadas en el mismo jardín, los mismos árboles y el mismo fondo. […] Cada día veo más claramente que no veo nada, y ya no sé cómo, por qué medios, podría trasladar a la tela lo poco que veo. […] este paisaje no debía ser más que un comienzo. Es el que tengo todo el tiempo delante de mis narices, ante la puerta de mi taller. […] Pero ya no pienso en ello. El que tengo ante la puerta bastaría para mantenerme ocupado durante meses. Posiblemente incluso me vería obligado a ceñirme a una única parte de este paisaje, luego a un único árbol y, por último, a una única rama ”. Y quién pondría en duda las dificultades inconmensurables de la pintura cuando de compararse con la naturaleza se trata. Mariá Manent refugiado en el Montseny también lo sentía así cuando rescató este bello comentario de Edward Fitzgerald: “Puedo llegar a poseer una naturaleza mejor que la de cualquier pintura con solo mirar por la ventana. Pero respeto al hombre que intenta pintar acercándose al frescor de la tierra y del cielo. Constable no consiguió del todo lo que intentaba hacer; y quizá los viejos maestros optaron por una escala de valores más austera, más ceñida a las posibilidades de la pintura hecha con plomo. ¡Pintar con plomo el rocío! ”. Esa austeridad es quizá la que permite al artista dibujar la luz y la sombra con el mismo carbón. Allí donde la naturaleza necesita eras geológicas y condiciones favorables para existir, el pintor se basta apenas con un lápiz, un papel y un puñado de segundos, para rescatarlas de su mortal fugacidad.

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El interior de su estudio reproduce el camino descrito por el río en la naturaleza. Una habitación, antiguo salón con chimenea, conduce a un pasillo oscuro donde baraja los cuadros que se hacinan, dejando cada vez menos cauce y obligándole a rozar con los brazos el envés de las telas al pasar entre ellos… cuando no lo hace deliberadamente, cosquilleándolos, para quizá reconocer el tensado de los lienzos o para proveerlos de un poder especial que solo él conoce, aunque yo pienso que los navega, los reconoce por la piel, como cuando busca el equilibrio en el mar metiendo los dedos en el agua, midiendo su temperatura, timoneando la tabla mientras dibuja una estela en el cielo de la boca de la ola. Hay toda una suerte de ritos que Nicolás Ortigosa desarrolla sin ser percibidos, incluso frases dantescas a modo de conjuros inaudibles para otros pero que yo creo leer en sus labios : “¡Oh esplendor del señor, por quien he visto / el alto triunfo del reino veraz, / ayúdame a decir cómo lo he visto! ”, elocuentes preludios, antesala a la muestra de su trabajo, con los que mide también el tiempo que le hace falta al que mira para desembarazarse de la torpe ansiedad de ver. Él se expone, se muestra primero, ralentiza sus nerviosos movimientos hasta casi detenerse y procede a mostrar las obras. Siempre los dibujos primero, los cuadros después y si queda tiempo, la escultura.

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“¡Nadie sabe dibujar! [¡Nadie sabrá jamás! Toda mi vida me he esforzado en aprender a dibujar bien -¡nunca lo he conseguido!]” Y tras un silencio vuelto hacia mí: “[Y métase esto en la cabeza:] Usted tampoco me sabrá dibujar nunca ”. Parecen poco amables las palabras que Matisse le espeta a Giacometti pero no ocultan la verdad. Nicolás Ortigosa lo sabe y aunque siempre hay un motivo para dudar del trabajo y a pesar de que a menudo la obra desaparece dejando un despojo mutilado delante de los ojos del artista, este debe soportar el embate, el agotador desafío, olvidar y seguir perseverando en el vacío. Como Giacometti, como Matisse, como todos. Con frecuencia son tan absurdos los pasos para iniciar el camino de regreso al trabajo que si pidiéramos al artista que nos describiera lo que siente en esos instantes todo cobraría un aire irreal, bufo, trágico.

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Si le pedimos a Nicolás Ortigosa que defina su trabajo encontraremos sus palabras aquejadas de una dolorosa y furiosa individualidad -él no lo negaría-, como arrancadas a un discurso del que no conocemos, su origen, por olvidado, pero que bien podríamos fechar en la Grecia primigenia de la que ha nacido su particular teogonía expresada en miles de dibujos . Con más claridad e igual energía deja entrever en sus conversaciones el nombre de Apolo –en contraposición a Dionisos-, pues siempre supuso que el objetivo del artista a través del arte era la búsqueda de una cierta sabiduría … y no se equivocaba.

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El dibujo, en su caso obsesivamente, es un enigma insondable, aunque suene contradictorio, pero no se deja turbar ni se aflige ante la dificultad de su resolución . Cada nuevo dibujo es un intento de vencer la consternación por la falta de respuestas. Sufre, suponemos, pero desdeñoso vuelve incansablemente a dibujar creando el mapa genético que en algún momento se podrá recomponer a través de su obra, zambulléndose en el papel en busca de las imágenes, atravesando los estados de consciencia que le apartan del mundo y le introducen en sus pensamientos, en el dibujo mismo, de los que rescata a la belleza de perecer ahogada por la desidia , o por la complacencia .

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El artista es el otro en el límite… Nos lo hemos repetido tantas veces que hemos llegado a creerlo. Ahora, ustedes y yo mismo, los que veníamos a ver, ya vemos, el pintor se ha ido, dejó las obras, no tengan prisa, lo visto es más intenso y durable que la acción de ver. Y fíense de lo visto que en nada se parece a los cuadros.


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[1] Advertencia: El texto que sigue a continuación está formado por una sucesión de ideas acuñadas en breves párrafos que tienen por objeto dibujar fracciones del artista, del mismo modo que el artista ha dibujado fracciones de nosotros mismos. Ténganlo presente aquellos que busquen aquí un texto crítico, o una tesis que pugne con el enigma de la obra, para lo cual ustedes, hoy, se bastan solos.
[1] Irazoki, Francisco Javier. Los hombres intermitentes. Hiperión, Madrid, 2006, pág. 32: “Todos preferíamos la sombra común. Los niños, las alimañas y los paseantes liberábamos en ella el pánico, la piedad y el rencor que la luz no debía descifrarnos”.
[1] A pesar de que existan obras procesuales donde el espectador se incorpora a la obra y deja su huella en el resultado final.
[1] Krauss, Rosalind. “Sentido y sensibilidad. Reflexiones sobre la escultura posterior a los años 60”. (ARTFORUM. Vol. 12, n.º 3 Noviembre 1973, págs. 43-53) en catálogo de la exposición Entre la geometría y el gesto. Escultura norteamericana, 1965 – 1975. Palacio de Velázquez. Ministerio de Cultura. Madrid, 1986, pág. 154: “la obra de arte es pues el índice de un acto de creación en cuyas raíces está la intención de hacer la obra. La intención es aquí entendida como una especie de acontecimiento mental previo que no podemos ver pero del que la obra sirve ahora como testimonio de que ha tenido lugar”.
[1] Celan, Paul. Obras completas. “Compulsión de luz 1970”. Trotta. Madrid, 2000, pág. 388: “¡Paisaje! paisaje, cielo matinal, cielo de la tarde, siempre dorado allá lejos, al fondo ah cómo decirlo, no se puede decir, ¡hay que pintar los amplios cielos líquidos y tenerlos y los árboles! / los árboles, los árboles […]”
[1] Rodríguez, Claudio: Casi una leyenda. Tusquets, Barcelona, 1993, pág. 67: “¡Se oye cómo el agua / se está hablando a sí misma para siempre!”.
[1] Giacometti, Alberto. Escritos. “Hace 15 días (hacia 1952)”. Síntesis, Madrid, 2009, pág. 385.
[1] Manent, Mariá. Diario disperso (1918-1984). Trieste, Madrid, 1985, pág. 194: “He leído, en The Albatross book of Living Prose, una carta deliciosa de Edward Fitzgerald (1809-1883), dirigida a Tennyson. Hablando de la biografía de Constable, escrita por Leslie, dice: «Me gustan las pinturas que no se parecen a la naturaleza.»”.
[1] Alighieri, Dante: Divina comedia. Planeta. Barcelona, 1983, pág. 615.
[1] Giacometti, Alberto. Op. cit.: “Entrevista con Gotthard Jedlicka. 1957”, pág. 214.
[1] Ibid., pág. 157: “Sobre la cama treinta litografías que rehacer para el libro interrumpido desde hace dos años. He intentado volver a empezar, vistas de calles, interiores, pero no funciona. ¿Por dónde, cómo volver a empezar? Para mí París ahora se reduce a intentar comprender un poco la raíz de una nariz en escultura”.
[1] Valéry, Paul. Monsieur Teste. Montesinos. Barcelona, 1980, págs. 78-79. En Paul Valéry podemos leer un punto de partida nada circunstancial que bien podría ser la voz misma de nuestro artista en su entrega diaria al proceso creativo: “soy rápido o nada. –Inquieto, explorador desenfrenado. A veces me reconozco en una idea particularmente personal y capaz de generalización. / Estas ideas matan a las otras ideas que no pueden ser llevadas a lo general, ya sea por falta de fuerza en el que las formula, o por alguna otra causa. / De ello resulta un individuo ordenado según las potencias de sus pensamientos”. Pág. 81: “Sométete por entero a tu mejor momento, a tu más grande recuerdo. / Es él a quien hay que reconocer como rey del tiempo”.
[1] Tato, Álvaro “Estatua trunca” pág. 298: “En el país de mi alma se adivina/ la necrópolis sin antigüedad/ que mira silenciosa a la ciudad/ desde la eternidad de su colina./ Y en el sagrado centro se adivina/ la estatua trunca de mi soledad/ como un soneto que dejé a mitad”. En AA.VV. La voz y la escritura. Edit. Dirección General de Juventud. Madrid, 2001.
[1] Colli, Giorgio. La sabiduría griega. Trotta. Madrid, 1995, pág. 52: “Pero la aparición de la flecha, como símbolo sapiencial, va acompañada de una herida sangrante: así es al cruel actuación de Apolo. Restringida a la esfera de la palabra, la sabiduría aparece como desafío del dios: lo que sugiere Apolo no es un conocimiento lúcido, sino un tenebroso enredo de palabras. Allí anida la sabiduría; pero el que se aventura a alargar la mano debe deshacer el ovillo, a costa de la vida. Así es como Apolo ejerce su poder: enredando a los mejor dotados para el arte del conocimiento. Es más, ese poder de Apolo se ejerce estimulando a la lucha. Aquel enredo de palabras es ahora objeto de competición. El ansia de sobresalir y de sobrepujar a todos en el conocimiento desencadena en el ser humano una competencia despiadada, en la que no hay perdón para el perdedor”.
[1] Holan, Vladimír. Dolor. Hiperión, Madrid, 1986, pág. 125: Entre la idea y la palabra / hay más de lo que somos capaces de entender. / hay ideas para las que no hay palabras. / El pensamiento perdido en los ojos del unicornio / reaparece de nuevo en la risa del perro…”.
[1] Lewis-Williams, David. La mente en la caverna. Akal. Madrid, 2005, pág. 214: “Los pasajes y cámaras subterráneas eran las «entrañas» del inframundo, la entrada en ellas era la entrada, tanto física como psíquica, al mundo inferior. De este modo, se daba una materialidad topográfica a las experiencias «espirituales». Para la gente del paleolítico superior, la entrada a una cueva era la entrada a parte del mundo de los espíritus. Las imágenes embellecedoras iluminaban (posiblemente en un sentido bastante literal) una senda a lo desconocido”.
[1] Puede que para no enfrentarse nunca a estas palabras de desconsuelo: “… Mi arte, mi trabajo, ha quedado para siempre en el plano de la sabiduría, perdido el impulso de la creación, donde se halla el goce…” Onetti, Juan Carlos. Tierra de nadie. Seix Barral, Barcelona, 1980, pág. 160.
[1] Holan, Vladimír. Op.cit., pág.57: “Hay cosas ocultas a sí mismas. / Así que casi humanas / tal vez pudieran revelarse en nosotros / y sonriendo dejarnos desnudos ante todo. / Pero nuestra ignorancia es tanto más excepcional. / Se está más caliente junto a los animales…”.