viernes, 13 de abril de 2007

Luis

Aquella mañana el Padre de Luis decidió que el cumpleaños fuese distinto a todos los demás. Entre los regalos no faltaron la nueva cadena de oro, las sábanas bordadas con hilo de plata por una costurera inglesa, una opípara merienda en el templete del jardín, junto al laberinto y el caballo español, incluyendo el avioncito de metal –regalo de la hermana de diez años- y los primeros cuadernos de números que Luis no debería de tardar en rellenar, gracias a las enseñanzas de su tío Franz; su precocidad no tenía con quien compararse en toda la región. Su Padre reservó una enorme pared de la casa sólo para Luis. En ella, bajo las hermosas letras del nombre de su hijo en deslumbrantes letras de oro, escribió tres palabras, una por cada uno de los años que había cumplido hasta la fecha. Pero antes de pronunciarlas recordó que las palabras debían de resumir la existencia de Luis en ese año, así, poco a poco, la lista de palabras iría componiendo un “significativo retrato –dijo levantando la copa- elaborado por todas aquellas personas que lo amaban”.
Dado que el Padre de Luis había estado ausente por negocios en El Salvador, cedió el honor de inaugurar tan determinante lista a su mujer, no sin maldecirse por su involuntario alejamiento con extravagante humor. La madre de Luis, describiendo con la vista un dibujo ciego entre las molduras del techo, dictó con una media sonrisa la primera palabra: “Vida”. El hijo mayor, artista de profesión, caligrafió con suma delicadeza en la pared la palabra que el Padre escuchó con los ojos cerrados, paladeando histriónicamente cada letra como si de un vino se tratara. Los aplausos de los invitados avergonzaron a la madre que agachando la cabeza ocultó la risueña boca con su pálida y enjoyada mano. Una lágrima saltó a su mejilla para algarabía de los más de cien asistentes. Manos en alto, el padre de Luis pidió silencio subido en una silla. Todos callaron. Se anunciaba la segunda palabra.
Para sorpresa de unos pocos el padre de Luis dijo: “Puesto que el segundo año en la vida de mi hijo lo pasé en El Salvador, ultimando los negocios que me habían conducido allí, quien deberá de pronunciar la siguiente palabra es, sin duda, la persona que más tiempo pasó con mi retoño y que, por supuesto, dio buena muestra de su cariño, y amor, por mi hijo”... expectantes, todos los presentes desgranaban incrédulos la frase que acababan de escuchar sin comprenderla en su totalidad y sin encontrar la fisonomía que se ajustaba a dicha definición, aunque, no sólo yo pensábamos lo mismo sin atrevernos a imaginar que pudiera referirse a aquella persona que a cada segundo se iba haciendo más y más real. Sin duda, quien mejor había conocido a Luis aquel año tuvo que ser la mujer que le cuidaba, la enfermera de la clínica en la que estuvo ingresado seis semanas en coma, y diez meses recuperándose, posteriormente. Nunca supimos lo sucedido, o nunca lo supimos de su propia boca. Se especuló con una caída por las escaleras, se habló de una extraña enfermedad, un virus desconocido llegaron a decir, pero la verdad es que jamás supimos la razón de su gravísima enfermedad.
Aquella mujer a la que se refería el padre de Luis se encontraba en el salón, muy próxima a los ventanales, tras los cuales, la lluviosa tarde, amorataba el paisaje. Tapada por las cabezas de otros invitados apenas se la veía. Delatada por la directa y profunda mirada del padre, la enfermera, asustada y temblorosa como si hubiera escuchado una inesperada condena, frunciéndose una amplia chaqueta alrededor de su prominente barriga de siete meses, vestida con un -impropio para la fecha, pensé-, traje verde claro a juego con un rancio pañuelo que parecía anudar su cabello a su desaparecida cintura, no podía siquiera levantar su cabeza del suelo, y mucho menos soportar la mirada de toda la concurrencia. Los invitados la miraban asombrados, y todos, sin excepción, intentaban ver en ella una enfermera, una doctora, una virgen compasiva que salvó a Luis de una muerte segura, un ángel salvador que les inspirase la misma ternura que debió de aspirar de sus dedos el enfermo infante, pero ninguno de los que allí se encontraba podía apartar sus ojos del abultamiento y la lividez de su piel, manchando así cualquier intento de consagración de aquella joven. Sólo los chisporroteantes pedazos de leña ardiendo en la chimenea se oían de un extremo a otro del salón; fuego decorativo aquella tarde de mayo, pero útil, al fin y al cabo, puesto que el frío en la mirada de aquella desencajada mujer se contagió a todos los presentes.
El padre de Luis respiró tan profundamente que pareció hacerlo por cada uno de nosotros. La madre de Luis ahogó su llanto tras los apretados labios, cruzando la mirada con la enfermera, suplicando oxígeno una, condescendencia la otra. Cuando la quietud y el silencio nos habían convertido en estatuas de sal a la espera de una simple palabra que desentrañara el enigma para resucitarnos, una docena de jovenzuelos, amigos de mi hermana que jugaban en el porche al pilla-pilla, irrumpieron a la carrera en el salón sin advertir nuestra pose. Cada uno de ellos correteaba y chillaba entre los invitados evitando chaquetas, bolsos, mesas de copas llenas, sillas, alfombras, cortinas y, por supuesto, no ser tocados por el primo de Luis. Por alguna razón los niños se fueron calmando y bajando su voz, a la vez que miraban a la embarazada mujer temblar estrangulando su vestido con las dos manos debajo de su pecho. Aire, quería aire, suplicaba su perdón o su inmediata muerte, y se hubiera arrancado la piel de haberla encontrado. Cuando ya nada ni nadie se movía en el fantástico salón, la mujer descerrajó entre dientes como un quejido la palabra “cruel”, e inmediatamente echó a correr por el pasillo. Al verla, los niños se espantaron como gorriones y reanudaron su frenéticos correcalles, riendo y gritando todos a la vez: “Cruel, cruel”, -y otros-“crujir”, “croar”, “cruda” atravesando en su vuelo un bosque de piernas y brazos de invitados que se agitaban como peleles atacados por una ensoñación al borde del abismo. Mientras salían al porche, los alborotados niños se confundían con copas rotas, el portazo de la mujer en su huida, y los lloros de Luis en la cunita junto a su madre. El padre de Luis balbuceó su venganza con ojos de insomne extendiendo lentamente la mano hacía su hijo pintor. Tardó unos segundos en entender el mandato del padre, pero en unos segundos con un gris parduzco, y ciertos titubeos, acabaría de escribir la palabra “Cruel”, en la lista de la pared. Los invitados procuraron, unos con otros, acompañar con conversaciones intrascendentes y animosas la caligráfica escena, sin aludir, claro está, a lo vivido, para arrinconar el silencio, conociendo instantáneamente su papel en este inusitado y tragicómico vodevil.
El padre de Luis sujetó del brazo a su desorientada mujer, instándola a sentarse en un sillón y, ahora sí, seguro de sus gestos y confiando el infortunio a su excelente educación, repartió sonrisas entre los asistentes antes de susurrarle a su hijo algo breve al oído, alejándose de la pared, pensativo, abriendo su pitillera camino de ningún lugar, solo.
Cuarenta años después “La casona de lo alto” como se la conocía en la comarca, se había convertido en un enorme cobertizo. La hermosa verja de forja arrodillada a los pies de su muro cuarteado, ventanas desgajadas, ningún cristal, malas hierbas y zarzas. Las puertas de madera del Brasil que el abuelo de Luis mando fabricar como regalo de boda para su hijo, se apilaban carbonizadas en el centro del salón; las paredes de las habitaciones despojadas de sus exquisitas telas, recuerdo de un boyante pasado textil de la abuela de Luis, parecían haberse convertido en gigantescas colinas de piedras recorridas por heridas de hierro y humo con techos a cielo abierto; a cada paso el terror del olvido en los jirones de moqueta, molduras tronchadas, y polvo en costra. Toda la casa era irreconocible y sin embargo era la misma. Desde los hornos de pan de la cocina la perspectiva era única: El prado descendiendo entre pinos y eucaliptos y de fondo el mar siempre en calma, como todos hemos imaginado alguna vez una idílica entrada al paraíso. En el pueblo nadie recuerda que sucedió, exactamente. Una de las ancianas pretendió indicarme una humilde casa de pueblo donde podía buscar a la viuda del hermano de Luis, el pintor. No quise saberlo; no quería estar tan cerca, me repugnaba la historia que contó sobre la desgracia de aquella familia, pero la anciana no parecía mentir. No lo hizo. En el salón de la Casona acompañado rítmicamente por el eco de mis pisadas topé de frente con la pared que acabó con los sueños en letras doradas aquella tarde. Luis cumplió diecisiete años y en la pared, el pretendido “significativo retrato” confiado a las palabras, se había truncado nada más nacer.