sábado, 30 de diciembre de 2006

La vela.

La vela apoyada en el alfeizar la tumbó el viento sobre la cortina de la habitación de la anciana. La cortina se hinchó de fuego. Prendida a jirones cayó sobre las sábanas de la inocente, en sus ropas dobladas, y a los pies de la cama. El aire resoplaba enfurecido por la calma de la anciana que entre torbellinos infernales de luz, calor, y carbonilla, buscaba una salida sin miedo; pausada. El fuego creyó perderla y no chamuscarla, pero puerta y ventana se aliaron con las circunstancias, sellando la estancia a la ayuda de su nieta, tan hermosa, que llegaba desde la terraza. Gritos y gritos de la niña que a nadie despiertan en un bosque como éste donde ni el Sol se asoma. La niña calla, y de la abuela, ni palabra. Muerta. Contrariamente a lo que se suponía, la casa, tizón de maderas humeantes, hoy en día rodeada de una fronda insuperable, sigue escondiendo rescoldos y pavesas encendidas, según cuentan, del amor de la niña por su abuela, y del amor de su abuela por la vida. Ayer hizo quince, del día que encendí la vela, de mi octavo cumpleaños, en el alfeizar de la terraza.