La vela.
La vela apoyada en el alfeizar la tumbó el viento sobre la cortina de la habitación de la anciana. La cortina se hinchó de fuego. Prendida a jirones cayó sobre las sábanas de la inocente, en sus ropas dobladas, y a los pies de la cama. El aire resoplaba enfurecido por la calma de la anciana que entre torbellinos infernales de luz, calor, y carbonilla, buscaba una salida sin miedo; pausada. El fuego creyó perderla y no chamuscarla, pero puerta y ventana se aliaron con las circunstancias, sellando la estancia a la ayuda de su nieta, tan hermosa, que llegaba desde la terraza. Gritos y gritos de la niña que a nadie despiertan en un bosque como éste donde ni el Sol se asoma. La niña calla, y de la abuela, ni palabra. Muerta. Contrariamente a lo que se suponía, la casa, tizón de maderas humeantes, hoy en día rodeada de una fronda insuperable, sigue escondiendo rescoldos y pavesas encendidas, según cuentan, del amor de la niña por su abuela, y del amor de su abuela por la vida. Ayer hizo quince, del día que encendí la vela, de mi octavo cumpleaños, en el alfeizar de la terraza.
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