lunes, 11 de junio de 2007

Jinetas.

Parecía que los días le dolían por la profundidad de sus ojos y a cada momento ella le preguntaba: -¿Te encuentras bien?-, a lo que él siempre respondía: -¡Claro, mi amor!- Cuando al atardecer hundía su cabeza entre las manos ocultando su rostro y exhalando un suspirado lamento, ella siempre le preguntaba: -¿Te encuentras bien?, a lo que él siempre respondía: -¡Por supuesto, mi amor!- Los años no les distrajeron, a una y a otro, de sus preguntas y respuestas, y así continuaron hasta aquella mañana en la que ella le golpeó con fuerza la cabeza, él la empujó contra el fuego, ella le atravesó el estómago con el hierro, él le clavó la botella en la cara, ella le acuchilló el cuello, él le partió el brazo, ella le sacó un ojo, él patinaba en sangre, ella se murió antes, él llegó a abrir la puerta de casa... y poco más; los dos acabaron en el pasillo amontonados. Que muerte la de estos dos jóvenes desconocidos en el barrio, sin profesión ni amigos, sin hijos y sin familia, que todo el mundo ha olvidado porque nadie los identificó nunca con personas. Aún hoy en la comunidad de vecinos la historia se recuerda como un mal sueño que nunca dejó huella. –“Ahora que lo dice, sí que recuerdo algo que me contó mi Madre”-, me responde el vecino del segundo -“contaba que aquello había sido como una pelea de nutrias, como si se hubieran terminado dos jinetas a mordiscos”... “Dos jinetas a mordiscos”, resonaba en mi cabeza, “dos jinetas a mordiscos”.