sábado, 12 de mayo de 2007

Ella.

Oí el paso de unos tacones en el patio que se perdían por la carretera que bajaba al río.
Escuché a la lechuza avisar que la noche más oscura del año había llegado.
Sentí como el viento feroz azotaba castaños y chopos con la intención de doblar sus espinazos hasta partirlos.
Me sequé las gotas de lluvia que comenzaron a caer fuertemente sobre mí.
Los relámpagos iluminaron los pasos de aquella mujer; regresaba despacio, terrorífica.
Me coloqué frente a ella, bajo la lluvia, el viento, los rayos, y lo negro.
Me miró a los ojos y sin detenerse atravesó mi cuerpo con una sonrisa en el rostro.
Pude saborear sus labios, la humedad de su piel, el pararse de mi sangre, y el quebrase de mi fe.
No me volví, supe que no había nadie detrás; como de espaldas al universo.
Voló la lechuza y cesaron los rayos, la lluvia y el viento.
Muchos otros de por aquí pueden contaros esta misma historia, pero ya quedamos muy pocos, sólo aquellos que hemos abandonado la idea de vernos reflejados hasta en las gotas de agua: Dicen que, si te fijas bien, si aproximas la mirada al convexo líquido, al fondo la ves llamarte.