sábado, 21 de abril de 2007

Color: dorado memoria.

¿Por qué no? He decidido contestar todas las cartas de aquella joven novia que tuve cuando tenía catorce años. Petra no era una chica corriente. Su pelo, su infinita melena, sus ojos grandes, claros y verdes, su cuerpo de mujer con apenas quince años, y su facilidad para comunicar lo que los demás sólo podíamos sentir; y no siempre. Al menos yo nunca llegué a sentir como ella, ni siquiera sabía que existieran las chicas como Petra. En el equipo de fútbol nunca había chicas y las que había eran muy parecidas a nosotros. Chucherías, fútbol, escondite, risas, y el banco del parque hasta las dos de la mañana en verano o el portal de la casa de Juan hasta las diez en invierno. Petra nunca se quedaba con nosotros, jamás se la veía con ningún chico del barrio. Sus padres la llevaban al colegio en el coche todas las mañanas y por las tardes un autocar la traía hasta la puerta del supermercado. Allí empecé a esperarla una tarde lluviosa de marzo y no dejé de hacerlo hasta dos años después.
La conocí en una batalla. Una batalla entre los del barrio de arriba y los del descampado. En esa batalla me hirieron, o algo parecido, un cristal golpeó mi cara en el pómulo cerca del ojo izquierdo, cerca de la nariz, cerca de la oreja y cerca de la boca, vamos, en el centro de la cara; y sin posibilidad de disimularlo. Mucha sangre, muchos gritos, un pañuelo, y su rostro tranquilizador que me acompañó hasta casa donde mi padre despertó sobresaltado de la siesta para trasladarme al hospital.
Ninguna niña era como ella, ninguna se le parecía: se hacía su ropa, tocaba el piano, dibujaba y leía libros de sus padres que ninguno de nosotros sabíamos siquiera cómo se abrían. Yo, desde la terrible batalla, tampoco fui como los demás. La herida dejó su huella aunque no hoyó mi autoestima, más bien la estimuló, y afianzó un carácter hasta la fecha muy infantil y dependiente de los amigos y mi madre.
Petra me escribió una carta, la primera que ninguna mujer me escribía, la primera carta que yo recibía, la primera carta que decía algo dirigido sólo a mí, a mi persona; la primera carta que había recibido algún miembro de mi familia, y que no era un crisma o un recordatorio; la primera que no era del color de las cartas; la primera que exigía de mi decisión para existir fuera de aquel sobre; la primera que tenía mi nombre y apellidos completos, y mi dirección, y una cosa que se llamaba código postal; La primera carta con palabras secretas para que yo las leyera; la primera carta, carta; la primera. La única. Nunca contesté ninguna de sus cartas, nunca. Tampoco ella me recriminó que no lo hiciese, ni se le ocurrió preguntar por ellas. Nuestras conversaciones eran sencillas, nuestros paseos los mismos: de lunes a viernes por el parque; el sábado por la lonja y la avenida; Los domingos casi nunca nos veíamos. Tardé en darme cuenta de sus intenciones. Lo hice cuando me beso rápido en los labios un día nada más bajar del autobús.
El día siguiente fue idéntico pero sin beso, para dos días después volver a besarnos. No pensaba en otra cosa. Los besos envenenan; ni me acordaba del fútbol, ni de los amigos, ni de los sábados en casa de “Tote”, ni de mis padres, ni de cenar. Sólo existía Petra y los besos de Petra, puesto que Petra sin los besos se transformaba de golpe en uno de esos enemigos del descampado con los que me lanzaba tablas de parquet. Fue entonces, recuerdo, cuando en el colegio las mujeres se me aparecieron de la noche a la mañana, llegue a pensar que las mujeres no estudiaban en el mismo colegio que yo, y es que para los chicos como yo, las mujeres eran invisibles dentro del cole.
El beso de Petra las había alumbrado a todas y convertido en el mejor descubrimiento desde la bicicleta. Ya no era necesario correr en el patio en persecuciones sin sentido envueltas en carcajadas y zancadillas, ahora nacían las carreras de exhibición con las que las chicas recordaban tu nombre aunque no fueras a su clase. Yo no era un atleta –no lo he sido jamás-, pero mi amigo Coro dominaba el medio fondo y había sido campeón en muchas carreras. El mejor compañero de Coro en el patio era yo. Él me enseñó como debía de respirar para no perder las energías y me entrara flato, “-Respirar es media carrera, saber hacerlo la otra media-” Y no había ninguna duda de sus palabras. Una semana después de la aparición de las chicas en mi vida, ya aguantaba veinte vueltas al patio y podía subir las escaleras hasta la clase sin cansarme, aunque sudara por los dos.
Se acercaba la fecha de la media maratón del barrio, una de las citas anuales obligadas en el barrio y evento de categoría junto con los Carnavales y la Cabalgata de Reyes, y Coro me animó para que me apuntara; lo hice, la corrí, y llegué de los últimos. Fue inolvidable. Todos los vecinos del barrio apostados entre los coches aparcados en las aceras, en terrazas y ventanas, veían pasar a los corredores. Al pasar por delante de mi casa Petra gritó nerviosa como nunca: “-¡Adelante Claudio!-”, “-¡Vamos amor!-”. Pude ver con absoluta claridad como los vecinos buscaban entre el público el origen de aquella joven vocecilla, entre ellos mis padres que, desde nuestro pequeño balconcillo, que ellos llamaban terraza, perdieron cualquier interés en mí soberbia carrera para, sonriendo, localizar a Petra como “la chica guapa y delgada” delante del portal. Mis amigos, debido a un extraño resorte juvenil que vale tanto para vencer la vergüenza como para conquistar por la fuerza un banco en el parque, gritaron al unísono, y con ligero toque afeminado: “-¡Amor!-, -¡Corre, corre!-” “-¡Claudio tío bueno!-” “-¡Te quiero!-, -¡Guapo!-”. Detenido el tiempo, que no mi cabeza, pude escuchar también, en mi frenética carrera, las carcajadas de los vecinos ante las continuas bromas de mis amigos, pero de la mente no se me borraba la voz de Petra y su amorosa entrega. El amor era eso, y nada más que eso. Ya no cabía mas felicidad. Era el mejor corredor, iba rapidísimo, me había olvidado de respirar porque mis pies se deslizaban como por una cinta transportadora. Hasta que mi pie derecho tropezó con mi pie izquierdo y caí al suelo. Caí en el momento que giraba la calle que daba nombre al descampado. No me dolió la caída, ni el raspón en las rodillas, ni las risotadas de “los del descampado” que veían a un enemigo vencido, arrodillado junto a la valla donde ellos estaban: “-¡Torpe!-, -¡idiota!-, -¡bobo!-, -¡Pies planos!-, -¡Payo, pollo!-”. Pero nada de lo que pudieran decirme me dolía, ni cosas más fuertes que, calientes y en su territorio, los tanos del descampado sentían que me tenían que decir. Me puse en pie y andando llegué a la meta escuchando solamente en mi cabeza -!Vamos amor!-, que me repetía en los tonos más inimaginables.
Coro, ganó otra vez. Paseamos la copa en el colegio delante de las niñas de octavo, delante del profesor de gimnasia, delante de todos, mientras, él y yo, dábamos vueltas al patio en nuestra particular preparación postmaratón. Fue entonces cuando le conté a Coro lo de Petra, y lo que me sucedió cuando pasé delante de casa, y que estaba seguro de que ella era mi amor eterno. Coro se detuvo en seco, bajó la copa a la altura de la cintura y mirándome con ojos rabiosos, muy profundamente, se alejó. No volvió a entrenarse conmigo, ni tampoco a hablarme. Petra se me acercó angelical y Coro pasó a la historia. En verdad que lo hizo: gano dos campeonatos de Europa de 1500 metros, luego tres maratones muy importantes, Londres, París, y Madrid, aunque Nueva York se le resistió siempre, a cambio allí conoció a la que ahora es su mujer.
Todo esto lo he sabido por Antonio, el broker, que de vez en cuando me manda un correo de novedades con la vida de todos los compañeros del colegio. No conozco a nadie como él. Se las arregló para recopilar todas nuestras direcciones y puntualmente nos hace partícipes de su esquiza memoria. Nunca abandonó a ninguno de sus compañeros de colegio.
Era muy delgado, demasiado para su edad, los compañeros le llamaban desnutrido pero él no se enfadaba; cuanta ternura. Los malos gestos aparecieron cuando la clase de quinto B inició una campaña de acoso al tirillas de Antonio. Fue entonces cuando toda la clase, todos nosotros, nos unimos para defender a Antonio de cualquier agresión; primero fueron insultos que contestábamos con indiferencia, luego pasaron a los empujones al ir al baño o se quedaba solo en el patio, y antes de que todo acabara mal asumimos el riesgo: directamente los puños. No fallan. Expulsaron tres días al Lechero, Juan, Javier, el Míguel, Carlos, Raúl, Alfonso y Petra. En la lista no estaba yo, gajes del destino, mi abuela se había puesto enferma ese mismo día, y tuve que faltar. Petra me confesó que había ocupado mi lugar; su madurez me apabulló y arrinconó la mojigatería que mi abuelo se había obstinado en borrar. Comprendí en un segundo lo que llevaba explicándome durante años...
Al día siguiente estábamos, Antonio y yo, andando como reyes por el medio del patio para sorpresa de todos los que en ese momento estaban en el patio, hasta el mismísimo Coro dejó de entrenar ese día, esto último no lo recuerdo, pero tengo claro en mi mente el ancho pasillo y lo grande del patio cuando el tirillas y yo andábamos de una esquina a otra, sin prisas, bajo la atenta mirada de todos, incluidos los profesores. Claro, que esto hubiese sido distinto de no encontrarse al otro lado de la valla, en la calle, el Lechero, Juan, Pedro Luis, Javier, el Míguel, Carlos –siempre fumando-, Raúl, Alfonso, y la bellísima Petra. Debido a la protección y seguridad que Antonio disfrutó hasta el último día, al acabar el Colegio juró que jamás nos olvidaría, “estuviéramos donde estuviéramos” –decía-, “fuésemos quienes fuésemos”.
Nunca se casó, su homosexualidad nos la confesó en un correo memorable, y todo su tiempo libre lo dedica a crear unos mapas vitales, “biogramas”, de todos los compañeros de curso. Éramos veintidós de los que sólo quedamos diecinueve: Navarro tuvo un accidente de moto dos años después de acabado el colegio y Salvador se enredó en una cuerda cuando intentaba saltar por la ventana de la cocina desde la casa de su vecino hasta la suya, tenía veinte años; Carmen no superó una leucemia el año pasado. No todos fuimos a su entierro, pero cuando una desgracia de estas ha sucedido la sentimos como si hubiéramos perdido a un hermano.
Apenas recordaba a mis compañeros cuando acabé el colegio, han sido las nostálgicas y detalladas cartas de Antonio las que me han refrescado el recuerdo de todos ellos. En ocasiones he intentado no abrir las cartas que manda en papel verjurado y ocre, pero me es imposible. Con los años he necesitado conocer datos o sucesos de mis antiguos compañeros para recomponer las historias de alguno de ellos, como el día que llamé al Registro Civil haciéndome pasar por otra persona para averiguar la identidad del marido de una compañera. La fortuna, pero también la desgracia, quiso que mi llamada la atendiese Laura, una de mis mejores amigas en octavo curso, que trabajaba de funcionaria en aquellas oficinas. Laura me informó secretamente del nombre y apellidos del marido de Raquel. También me insinuó el nombre de nuestro compañero, Andrés, casado con una chica del grupo C, jefa en una comisaría.
Le comenté a Antonio mis averiguaciones y sin su aprobación continué con el divertimento. Quería conocer el alcance de la red que habíamos creado, esa que el propio Antonio había alimentado. Por razones que desconocía Antonio no quería que usara de sus conocimientos para “jugar” como él lo llamaba y, ciertamente, yo deseaba “jugar”. Aproveché las vacaciones de verano para trazar una subred entre algunos de nosotros; un inocente juego, pensaba. El juego fue cuajando entre los compañeros, por supuesto sin contar con Antonio, ni con Estanis, que nos adoctrinaba todos los días con su filosofía para que desistiéramos de nuestra búsqueda. Multiplicamos el esfuerzo y en pocos días lo sabíamos todo de nuestro hombre. Enlazamos el collage biográfico y sentimos la fuerza de nuestra unión, a la vez que su tiranía.
Aquel hombre no era especial, su vida carecía de acontecimientos reseñables, salvo multas impagadas y una baja por enfermedad hacía tres años. Una vida entre vidas. Aunque nada volvió a ser igual desde ese instante. Garbiñe discutió con Estanis, y éste se lo contó a Raquel. Raquel enfurecida me escribió pidiéndome toda la información sobre su marido y un -“no te atrevas a querer saber nada de mí, ni de mi familia, ni de nadie más; Imbecil”-. El juego había terminado de forma abrupta. Tenía razón.
Siempre habíamos conocido de nuestros compañeros una sucinta biografía que Antonio elaboraba escrupulosamente sin datos escabrosos ni cuestiones que ahondaran cruelmente en las dificultades propias de nuestras circunstancias: enfermedades, cambios de trabajo, mejoras profesionales, bodas, nacimientos, comuniones, tristemente entierros, o algún encuentro de confraternización, eran la norma de sus pesquisas sobre nosotros, pero en ninguna caso los datos proporcionaban morbo o generaban angustia. Era una amable historia que tendría su final el día que, alguno de nosotros, o el mismo Antonio muriese, pues siempre reiteraba su compromiso de continuar con su particular agradecimiento “hasta el final”.
Estoy seguro que detrás de esa búsqueda febril por nuestro presente se escondían datos invisibles para los receptores, que Antonio atesoraba y protegía sin inmiscuirse en nuestras vidas. Yo había traicionado la noble herramienta de memoria que él se afanaba en mantener siempre reluciente. Estuvimos cinco meses en crisis. Nada de cartas ni correos electrónicos. La confianza se había perdido, yo la había mancillado, y todos habíamos sentido lo poderosos que éramos con el pasado de nuestros compañeros. Me aterrorizaba.
Eduardo ocultó la perdida de su empleo, casado y con cinco hijos, los meses que siguieron a su despido fueron fatales. Llegamos tarde; una depresión le ahorcó en el garaje de su finca. Su funeral motivó nuestro reencuentro. Nadie me culpó abiertamente. Era como si los ángeles de la guarda nos hubieran abandonado. Estanis habló por el resto y nos convenció con su idea de inutilizar la memoria de Antonio para todo aquello que fuese hostigador, policial, o gratuito, y nos convenció para que blindáramos nuestro futuro de cualquier hecho que no fuese libremente elegido, es decir: “todo lo que Antonio nos envía es Pasado” -dijo con su radiofónica voz. No en vano, él era la voz de los informativos de la cadena estatal. Antonio prosiguió su trabajo. La normalidad regresó al grupo.Coincidimos en la boda de Julia y en la presentación del libro del hijo de Luis. La próxima cita la tendremos en septiembre en la galería de Eugenio, la exposición será extraordinaria. Antonio ha inventado un programa que produce un dibujo de nuestra vida. Él introduce todos nuestros datos, sus datos, y el programa genera una imagen en tres dimensiones parecida a un paisaje rocoso lleno de colores. He visto el mío y es bellísimo mucho más bello que lo que ha sido mi vida. Los paisajes de Antonio ocupan tres metros y eso que sólo tenemos treinta y cuatro años. No se venden. Los regala. Es su forma de decirnos lo que somos y también, por qué no, si pudiera decodificar cada color o pequeño brote con los hechos que lo han propiciado, sabría leer la historia oculta de todos los demás, y también la mía. Pero el Arte hace que el retratado sea ya por siempre quien nos dice el pintor que es: la autonomía de la obra de Arte es de una arrogancia insoportable y eso de que su presencia someta a los hombres y les muestre lo que de ellos quedará, nunca he podido superarlo. Puede que no vaya esta vez, para no verme tentado ni comparado con los demás. Tengo suficiente con las cartas, pero en realidad, siento una enorme curiosidad en observar el conjunto. Me dijo Antonio que el programa era muy preciso, que los “retratos” de las mujeres eran más caóticos que los de los hombres, y que tenían campos de color continuado en mayor proporción que los varones. Me aseguró que es un fallo de ajuste, pero viendo las pruebas, creo que no es descabellado el resultado. Petra estará en la sala, merece tener la obra más hermosa. Imagino un papel inmenso de tres por cinco metros de color dorado y suaves líneas verdes junto a círculos plateados... y cartas, cientos de cartas, toda una vida por decir, que oculta acabará en el fondo de un cajón o en la hoguera una mañana.