sábado, 12 de mayo de 2007

El violín.

Me dijo “Te amo” con aquellas siete notas de violín. Las oí tan claras, tan perfectas que de haber utilizado palabras no la hubiese entendido mejor. Sonaron a que todos los demás amores son incompletos; sonaron a que eran para mí. Estas notas sonaron como las gotas de lluvia al juntarse en un cristal, sonaron tan próximas que noté su calor en el oído a la vez que se me enfriaba el cuello. Aquellas notas eran éstas y todas las notas que quieren sonar a “Te amo”. Pero si las silbo me recuerdan una carga de infantería, si las canturreo suenan tiernas, bobas, idiotas, alegres, ñoñas. Mis notas, las que yo puedo crear, no son las mismas, suenan parecidas a las que recuerdo en mi cabeza pero no las oigo igual fuera de mí. Suenan, si esto es sonido, a otra cosa que parece que quiero musicar, pero no suenan a nada que se pueda completar. Aquellas notas son un fragmento sublime, único, invertebrado, solitario y, cuando yo muera, se habrán perdido y olvidado. He oído, en ocasiones, alguna de esas notas en lugares inverosímiles: en el frenazo de un autobus, en el trinar de algunos gorriones, casi siempre los de la mañana, en el despertar de un sueño, o en el pasar de las hojas de un libro. Pero ¿por qué aquel violín me dijo “Te amo”? ¿Por qué no sonaba sólo a música? Así las cosas ¿cómo, la música, haría sonar “Un ladrillo rojo de arcilla blanca, roto”? Yo estoy seguro de que ella me dijo “Te amo” con aquellas siete notas de violín, y hoy, ahora, las vuelvo a escuchar limpias, vivas, sonando a unos centímetros de mí. Falleció hace veinte años. A nadie escuché, desde entonces, tocar el violín, y bien sé que con otros instrumentos es de necios esperar a escuchar algo que decir.