sábado, 7 de febrero de 2009

“Una Propuesta..."

«El porvenir» es el estado desordenado de lo posible, mezclado con todos los grados de lo probable. (1924-1925. Z, X, 461.)
Paul Valéry.

Intentaba escribir con la distancia acostumbrada, ya saben, con menos pasión que una conversación acodada de café, la presentación que pusiera epílogo a esta sencilla actividad que ha sido “Una Propuesta...”, y que todos vosotros –los que habéis impartido una clase magistral y escuchado con atención y ensimismamiento la de los demás-, habéis convertido en una amable cita en el calendario de actividades de esta Escuela -que dicho sea de paso con el material humano que aquí se emplaza cada año, no es difícil. Desconozco la razón de esta fecundidad pero no hay semilla que caiga distraídamente entre estas paredes que no fructifique a pesar de los inconvenientes que encuentre en su camino.

“Una Propuesta...” ha sido una semilla compartida por todos y por tanto un merecido premio al esfuerzo de cuantos quisisteis jugar a contar cosas, a decirlas en voz alta, a creer en lo que pensabais, a soñaros distintos, y a descubrirnos al resto, a los asombrados, lo que sólo guardabais para vuestros alumnos y allegados... Gracias por vuestra generosidad, muchas gracias.

De Finales
y acabamientos.

Me proponía escribir un texto final y puede que sólo sea capaz de conjurar un final sin texto, en cualquier caso, allá voy.

Escribo estas frases un día de mucho viento. Viento que hace rodar la regadera, algún tiesto vacío y ese libro olvidado en la silla que ahora en el suelo la corriente abofetea de izquierda a derecha como las plumas de un pájaro abatido o los peces muertos entre olas. La única diferencia es que al pájaro o al pez nunca llegaremos a verles desaparecer del todo, los mantendremos latentes en ese estado intermedio en el que ingenuamente su cuerpo, pensamos, aún les promete una oportunidad cuando quitemos nuestros ojos de encima, mientras que al libro, este aire a carrillos llenos le va arrancando las hojas a mechones hasta no quedar ninguna, haciéndolo desaparecer por completo. Una manera de llegar al final poco común pero, a fin de cuentas, un final.

Ningún libro acaba cuando se termina de leer. Los finales no existen; cuando acabas de leer un libro, cuando éste llega a la última palabra, lo cerramos en acto reflejo ayudando al escritor a poner fin a la historia que a partir de ese momento se anudará a nuestra vida indefinidamente. Si no hacemos por acabar el libro, y por cerrarlo también, los personajes y sus conflictos saltarán a nuestra vida cotidiana y ya no distinguiremos las respuestas de las preguntas, lo que nos duele de a quienes herimos.


De finales sabemos todos pues desde esa perspectiva podemos visualizar el principio y tantear el camino, con su multitud de errores e insospechados aciertos. No en vano el final no se produce siempre al final, sino que capitula, ondula y frecuenta cada gesto que hacemos para testar la validez de nuestros actos y, por qué no, la posibilidad de seguir existiendo. Todo principio busca un final -menos en Beckett. Y en cierta forma, todo texto que se inicia va en busca de su propio final. No tiene que conservar una estructura determinada y puede incluso finalizar en el mismo punto que se inició, pero el texto avanza irremediablemente hacia un final –hacia esas últimas palabras que acompañan el desenlace de la historia y que muchas veces por precipitación parece más un ringorrango que un verdadero final, con el permiso de Amos Oz.

Me había propuesto escribir un final alegre y tintineante, lleno de destellos de humor y banderines de agradecimientos, en el cual, valiéndome de los recuerdos que se agolpan en mi cabeza pusiera orden a los años trascurridos desde mi llegada a esta Escuela; una suerte de horquilla del tiempo con cambio de siglo incluido, que me permitiría reconstruir parcialmente un pedacito de la historia profesional más hermosa que haya podido vivir. Pero rápidamente he desistido, considerando que el sesgo de mi mirada estaba más próxima al delirio melancólico que a la celebración de un adiós entre amigos, por lo que de ningún modo debía de convertir este texto en un látigo que azotase su paciencia (la de ustedes).


De repente me siento atenazado, no encuentro el tono para comenzar, por más que busco entre los principios que merecían una historia con un final a su mismo nivel. Todo lo que tengo no merece el tiempo ocupado en leer esta página. Y les aseguro que estas palabras que leen no se han escrito una vez, fueron las finales antes de repasar el texto que, como en un ejercicio de contorsionismo moviendo palabras y tachando frases he agrupado bisbiseándolas. A la vista del inminente final que a cada paso se me atragantaba, había optado por copiar una despedida brillante de un escritor de verdad, incluso de un académico, un poco al estilo del personaje escritor-espía-voyeur de Vila-Matas... Pero tampoco he querido hacerlo. Ni tengo la serenidad para ir en busca del párrafo perfecto en algún novelón de amor romántico, ese que extractado quedaría mono, incluso me daría un perfil de escritor de fugaces adioses inteligente. Un perfil tan lejos del mío propio que arrancaría carcajadas en el momento en que pretendiera acongojar los corazones... pero ahora que me doy cuenta, estas frases se parecen mucho al estilo del personaje citado de Vila-Matas.

Me proponía que este final –el que alcance como rotundo colofón de estas páginas- abriese un abismo acolchado tras su lectura que dejase al lector suspendido en algo parecido a un mullido cielo azul, una sensación de ingravidez como la que he sentido tantas veces al mirar al cielo de Menorca, tumbado en sus playas, o el de cualquier cielo azul, azul, donde uno se aleja flotando de todos los problemas arrebatado por el vértigo de la inmensa nada de color, dejándonos tragar, y mareándonos hasta el punto que si deseamos regresar, volver a sentir el cuerpo, deberemos de rebozarnos en arena para reconquistar primero nuestra propia piel. Pero de nuevo se ha frustrado. No conseguía el efecto deseado con palabras. Lo he intentado –en el suelo de la habitación están los papeles de los cientos de ensayos que no negarán mi esfuerzo, esos que no han llegado a satisfacerme aunque fui capaz de conjurar las palabras a base de acuarelas, simulando el tono, y pensando que mi cerebro traduciría el color por un jardín de conceptos y bellas adjetivaciones así como le funciona, pensaba yo, la cabeza a los pintores. Todo ha sido en vano. No consigo despegar de estas pocas frases, y empiezo a sentir como si el abismo me tragara verdaderamente, y el mullido colchón que yo creía ver, sólo lo soñara, tan azul como el cielo, eso sí, con la excusa de no ver el pozo en el que me encuentro, o simplemente es que estoy con la nariz pegada a la tierra y de ahí ese olor a mohosa humedad que llevo respirando tanto tiempo... un tufo lapidario que me espanta.

Me proponía no defraudar a quien leyese estas apuradas líneas, pero alejándome un poco de la arrogancia del que se sabe leído, he caído en la cuenta tarde, cómo no, de que el lector no siempre quiere acompañarte en el viaje emprendido. Lo que sí hace el lector es donar tiempo, cedértelo para saber si tú, el que propone un conflicto, eres capaz de llenarlo con mayor destreza y sabiduría que lo haría él mismo con sólo mirar por la ventana. La perspectiva para satisfacer esa generosa cesión se me aparece imposible, y desisto de proponer una aventura histórica por los entramados de un cuadro; muchos otros, que tan bien conozco y con los que he trabajado en esta Escuela, tienen el poder de montar fabulosos bastidores conceptuales en la urdimbre de las obras de arte y exponerlo tan sencillamente como se abren las lamas de una persiana, procurándonos una mirada nueva, hasta el punto de que soy yo quien prefiere donar mi tiempo, porque tan pobre y deshilachado capital temporal me es devuelto siempre con generosa desmesura en forma de un elegante traje que, harto de comprobarlo, no hubo vez que no me viniese grande.

Me proponía que el final fuera deslumbrante inyectándole la carga necesaria de anécdotas para darle empaque (la mayoría agrandadas por la distancia –ya se sabe que la memoria funciona al contrario que la vista), y tampoco he sabido vencer mi timidez. Lo que de verdad estoy buscando es establecer un principio, uno sólido, o al menos válido desde el que proyectar mis anhelos con distancia suficiente, y así dar con un final distinto a los finales de los libros que he leído, casi todos finales que acaban con una mirada en rededor, una elevación mística, una brisa seca que se abandona como un perfume antes de girar la última página, etc.


En este perseguido final pretendía atajar cualquier propósito aciago que forzadamente me asaltase durante su redacción. Y súbitamente lo tenía. El final perfecto con el que sueña cualquier escritor para dar inicio a su relato ¡Lo tenía! El final que hace olvidar una historia, el final de finales que irradia el brillo del éxito, lo tenía y lo estaba viendo, tan grande y luminoso como el “Toro Farnese”, incluso tenía que reprimirme para no desarrollar la cantidad de posibilidades que se abrían delante de los ojos, no fuera que un extraordinario final se trasformara en un apoteósico comienzo... Lloraba de excitación, jamás he estado tan cerca de la belleza, y era tan hermoso, tan real, bastaba encontrar esa imagen que graba la escena a fuego en la memoria cuando, por culpa de aquella maldita mariposa de vidrio amarillo de Murano que empujada por un libro mal colocado, resbaló del mueble, y cayó dentro del Vase Savoy de Aalto, en inesperada y sonora explosión de color, se me borró el fantástico final que me sobrecogía y con el que ingenuamente narciseé antes de atraparlo... Ahora tenía humo de nadas y un puzzle de vidrio de 3000 euros... Con furia decidí que para esta presentación no deseaba tampoco un final confitado de diseño. Pisé alguna esquirla invisible, sangré un poco y sentí que expiaba la incapacidad para dar comienzo a este final que se me resistía a cada coma. Me hice un improvisado vendaje para detener la hemorragia y algo me dijo que esta presentación se me escapaba como la sangre de mi herida y que ningún vendaje valdría para detenerla ni para ocultar a los ojos de sus futuros lectores las enormes deficiencias que se levantaban ante mí como ochomiles heroicos.


He escuchado en ocasiones a presentadores (de libros o escritores), decir que “los finales no se conocen”. Y puede que tengan razón, que los finales sean ignotos, y muy pocos se atrevan a vaticinarlos, aunque es cierto, como me comentaba un conocido novelista, que los finales “son un castigo”. Carezco de la sabiduría para elegir entre construir la historia del revés o precipitarme lentamente hacía un final por exclusión. Lo que no pienso discutir con nadie es cómo se llega al final, y ni una palabra con los agoreros que identifican final y muerte, pues muchos sofocos me cuesta a diario olvidarme de dicha idea como para traerla a colación socorridamente a estas páginas finales.


Pudiera ser que los finales se acorralasen, da igual si aparecen antes de ponerse a escribir o si se trasmutan en otra cosa camino de la desembocadura de la historia... Los finales se encañonan, y enfilan el último tramo hacía su destino sin consultar su conveniencia al escritor, a pesar de que éste ponga diques salvando un momento único o sacralice una imagen simbólica que lo catapulte al limbo de los finales de autor para el resto de la eternidad; el final expulsa lentamente lo que le sobra restando tallos a la historia, conduciendo a los personajes a un estrecho canal en cuya abertura última distinguimos una luz sin color que atravesaremos solos, por la que no cabe ni un acento de la historia que acabamos de dejar finalizar, burlando a la muerte y cogiendo fuerzas para dar un salto a otro libro, o pasear en silencio.


Me proponía que este final fuera escrito, y a la vez notaba la feroz resistencia de no sustituir el maldito texto por un dibujo ¡Cuánto mejor si pudiera cambiarlo por un dibujo! Y no porque dibujando piense que puedo traducir mejor mis emociones, sino porque el dibujo, ¡me ahorraría tanto trabajo! Pues, como todos saben: un dibujo no es final de nada. ¡Ya está!, solucionado. Decido hacer un dibujo y doy por terminado este ridículo y a cada paso, malogrado texto. No cabía fallar, estaba todo preparado hasta que, de repente, recordé como un navajazo las palabras de Gustave Flaubert sobre las ilustraciones en los libros: “Mientras yo viva nunca ilustrarán mis libros, porque: hasta la más bella descripción literaria es devorada por el dibujo más pobre”. Me desinflo... Que poco duran las estratagemas con las que intento auxiliarme. Definitivamente no habrá dibujo, me digo, y agujereado como un cráter por la rabia parto en busca de otro final ahora que el iracundo de la Bovary me cierra otra puerta.

Me proponía no dejarme arrastrar por el nihilismo alimentado de la desesperanza posmoderna que he comprobado produce tanto placer como rascar un picor eterno, y he abierto los ojos para ver si era posible un final a la medida de los hechos, fundamentado en la energía trasmitida con esta acción educativa que ha sido a los largo de seis años “Una Propuesta...”. Pero cierro los ojos con fuerza porque no soporto la idea de poner punto y final a esta aventura, y sigo buscando, lentamente, puesto que, cuánto más se prolongue mi búsqueda más tiempo tengo para que se me pasen las bocanadas de coraje que me asemejan a un besugo en las redes de un pesquero.

Me proponía, ahora sí, llegar a un final... el que fuese. Y para ello comenzaría por despojarme de prejuicios esperando que al final de este párrafo se descubriese por eliminación dicho final, el superviviente supongo, que yo desconocía por completo. Dicho esto me dejé caer por el tobogán con la única exigencia de no detenerme a modo de una suerte de eutanasia literaria: No quería un memorándum, y por supuesto tampoco una seca despedida; se acabó ir en busca de un adiós epatante como las nubes de los catecismos; quería alejarme de cualquier clase de final arborescente, ese tipo de final que ramificado al extremo nos anuncia que vendrán secuelas hasta acabar confundiendo la trama con el garabatear de la pluma y su entretenido cosquilleo entre los dedos; aparté mi vista de los finales floridos y de los demasiado minimalistas; me he negado a caer en la desdicha de un final lacrimoso, incluso del vengativo, tan de moda en la literatura articulista y para el que me faltan razones o un dedo para señalar como si fuera una recortada; me sacudí, como un perro se sacude el agua, finales que contaban cómo los perros se sacuden el agua, por parecerme que pueden acaban salpicando las páginas de una biblioteca entera; Por supuesto no admití finales que oliesen a final como carne podrida, esos que desde la página dos ya sabes cómo acabarán; di por sabido que habría finales innecesarios de los que no tendría que preocuparme por no tener que ver con lo que contaba..., aunque no he sido capaz de saber que es lo que quería contar, o es que se me acabó al principio pues desde el principio sólo me preocupaba el final; escabullí los finales paroxísticos a los que soy tan propenso; retiré los finales que acababa de puntillas y también los embellecidos artificialmente; no di una oportunidad a los que tenían intención de sobresalir del texto que le precedía; Acabé de inmediato con los finales que tenían un solo protagonista y un solo escenario; Invalidé aquellos finales –y no eran pocos-, que perseguían una intención moralizante y por si no eran bastantes, también sacudí los que jugando a fabularse en la cabeza de un alfiler pretendían de epitafio una moraleja; se fueron perdiendo los finales felices –ya lo siento-, y no porque no me gusten, sino porque me ponía triste pensar que abandonaba sin cuidado una llama de esperanza rodeada de tanto papel y tinta en estas páginas, y no me fié de que en un descuido el libro se prendiera con fuego borgiano; no contemplé la posibilidad de finales concretos que tuviesen su raíz en el pasado; ni los obsesivos que dejan un rastro geométrico; tampoco los festivos ni en los que se huye a otro lugar, a otro paisaje; arrugué los finales en los que el protagonista –de haberlo-, se aleja dando la espalda a no se sabe qué; guardé en el fondo de un cajón, junto a la frustración y la pereza, los finales que otros escribirían, los sugeridos, los que había escuchado, y los que todos darían por bueno; taché los finales que pudieran recordar a finales épicos para no confundir al lector –ni a mí mismo; no quería muertos, ya he dicho, ni cadáveres, ni orquestas desafinadas e inquietantes; no supe abandonar hasta los estertores de esta cadena de negaciones los finales en technicolor llenos de adjetivaciones gratuitas como la paga de los domingos; até piedras y tiré al río los finales cargados de violencia verbal y los que como una caja fuerte custodian un secreto; me deshice de los finales que sugieren que todo ha sido un sueño y de aquellos que dejan un resquicio a la reconciliación –los primeros por ñoños, los segundos por crueles; huí de los demasiado cortos, es obvio, los telegramáticos y de los finales para iniciados; no perseguí a los finales de urgencia; ni siquiera miré los finales apuntados en mi cuaderno de finales, pues estos me suenan a voces búlgaras y he dejado de entender; nada de caóticos ni manchados de nostalgia que son la peor compañía para navegar, y que a poco que te confías, encallan sin aviso. Aligerando, aligerando, me libré de los finales improvisados o los extremadamente sesudos que siempre me recordaron a la palabra Casaca,Mmnnnn mmnnn..., Mnnn..., Mnnnnmmm... y no quería vestir de ese modo final alguno; no tuve en cuenta los finales a bayoneta y cuchillo como los que durante años me habían defendido, para eso no merecía la pena haber comenzado; no me costó despedirme de los finales que mi cabeza dictaba incansablemente, una y otra vez, una y otra vez, y para ello adormecí mi pensamiento tarareando una melodía...

Y este no me pareció un mal final... Una melodía. Una música cualquiera, como esas que nos acompañan, ora silbando, ora cantando, pero tan inocuas que del mismo modo que llegaron se van, y para nuestro asombro, no vuelven a nosotros nunca más, se borran por entero. Hasta que un día, donada por azar, de nuevo la recuperamos aunque sólo nos sirva para olvidarnos de la amargura, sonreír un rato, o mojarnos los labios con la lengua para seguir silbando, para que otros nos escuchen, para salir de nuestro cuerpo, convertirnos en silbo, ser libres... sólo aire.