lunes, 26 de enero de 2015

FANZINE MUNICIÓN -tercer número 2015-


MUNICIÓN -tercer número, 2015-
JOSÉ CARLOS RODRIGUEZ.
(obra fotográfica)



Escena familiar. 2013 



La obra fotográfica de José Carlos Rodríguez (Madrid 1966) jamás ha colgado de las paredes en galería alguna, ni tampoco se ha despistado ilustrando una galerada en ningún periódico, gacetilla, revista o pasquín, ni su obra ha sobrepasado el largo camino que media entre el archivo de imagen digital, que habita en el disco duro de su ordenador y tiene su sede en el salón de su propio estudio-vivienda, y su difusión en busca de juicio.
Munición acomete el desvelamiento de su obra con la ilusión de hacerles partícipes a ustedes del hallazgo, a la vez que cinco colaboradores se enfrentan al trabajo fotográfico de José Carlos Rodríguez con la mirada pura de quien lo ve por primera vez (literalmente). Mientras él permanece ajeno a esta cuestión me surge una pregunta: ¿Merece el trabajo de este artista una mirada crítica? Munición es la respuesta. Todo artista antes de hacerse merecedor de un mínimo esfuerzo silábico habría de procurarse una “primera mirada”, antes de que el tiempo nos sepulte a todos congestionados por las pretensiones de tantas y tantas imágenes que solo mudan de piel con la mezquina intención de perturbar nuestra conciencia, como si “ver” y “quien ve” estuvieran condenados a sufrir el impacto de una suma infinita de parpadeos, obviando una terrible verdad: cada uno de nosotros somos registro humano latente formado por muy pocos instantes sublimes y una inmensidad de naderías.
La prosaica capacidad de la fotografía para atrapar un instante en fuga permanente, a la vez que se sueña eterna presencia, choca de frente con la obra de nuestro artista. José Carlos Rodríguez no tiene afán documentalista aunque en ocasiones lo parezca, y carece por completo de un ánimo clasificador de la belleza. Un artista, en definitiva, que no persigue instantes singulares (como el momento preciso en que el faldón de un cura revolotea junto a las faldas de unas colegialas por culpa del viento), ni tampoco uno de esos fotógrafos que confían en la velocidad de obturación y su empatía para atrapar un rostro consumido por el dolor de la tragedia, o la mueca de una contrariedad. Quizás no sea siquiera un fotógrafo; en vuestra mano queda dicho análisis.
Observador compulsivo, silente ante las imágenes propias y ajenas, no existen textos escritos sobre su trabajo, ni reflexiones de autor, que vayan más allá de comentarios sobre el uso de la imagen fotográfica y citas sobre el acto de fotografiar, propias de una particular gimnasia mental, que no de una pretensión ensayística: “Pienso que mis imágenes se alejan conscientemente de cierta estética artística para permitir un desplazamiento sobre la problemática interna de los planteamientos estéticos convencionales […]. En mi obra no hay un tema central, independientemente del paisaje y los objetos que aparecen en ella […], si me aproximo a algo es a través de lo filosófico, incluso lo sociológico, otras lecturas alejadas de la construcción de la imagen que usan como soporte la estructura conceptual y visual de la historia del arte[1]”.
En sus imágenes observamos lugares residuales, desasosegantes debido a la calma que todo lo inunda, un paisaje que nos es familiar. Geografía de arrabal capturada en encuadres comunes sin efectos, ni trucos. Imágenes despojadas de caireles, esquivas en la certeza sobre lo que el autor pretendía tratar. Los paisajes, los objetos, sus imágenes, ceden el protagonismo a los elementos espaciales como si fuese un retrato de familia: árboles, señales, edificios, vehículos, caminos, el cielo y la tierra. Espacios que mudan imperceptiblemente durante nuestra observación, desde lo agónico de su azarosa conjunción, hasta lo ridículo de su presencia. Una naturaleza en revisión, pienso, que se mezcla proporcionalmente con la acción humana, manifestando su desnuda y necesaria inteligencia, y donde el objetivo del fotógrafo se posiciona como espía, notario, descarnado observador, incisivo mirón, distraído paseante, etcétera.
El mirar indagatorio de José Carlos Rodríguez nada tiene que ver con la obra de Montserrat Soto y su deambular[2] por el mismo Madrid que pasean sin conocerse. En las fotografías de nuestro artista no se percibe ese atisbo de objetividad documental propio de la mirada de archivero; sí quizás la mirada subjetiva de una vivencia que ha permanecido unida al lugar.
Un escenario que hace las veces de umbral –característica primordial de la obra de arte- tal y como nos recuerda Didi-Huberman: “Mirar sería tomar nota de que la imagen está estructurada como un delante-adentro: inaccesible y que impone su distancia, por más próxima que esté […] Esto quiere decir, justamente –y de una manera que no es solo alegórica-, que la imagen está estructurada como un umbral[3]”. Un umbral que, en las imágenes de José Carlos Rodríguez, nos distancian de aquel paisaje andado una y mil veces por el artista, en el que juegan al escondite sus recuerdos y con los que irá a reencontrarse en cuanto acabe de contar hasta diez.
El propio artista refiere de muchas de las imágenes que captura su particular proceso de trabajo: “Son espacios, lugares, que por diferentes motivos a lo largo de mi vida he visitado una y otra vez, y en los que debido a una extraña conjunción de factores reconozco haber comprendido algo de mi relación con dicho espacio y los elementos que lo componen; eso me lleva a fotografiarlo. Encuadro entonces el lugar en cuestión, pulso el disparador y confío en haber apresado esa incómoda presencia[4]». Descubrir la evidencia de dichas razones es un trabajo inútil. Solo podemos esperar que la fotografía se instituya en revelador mecanismo de la visión por el que se abra paso el enigma en ausencia de un mito clarificador y protagonista que ocupe el primer plano en nuestro auxilio interpretativo.
Teniendo en cuenta las palabras del propio autor, las imágenes de José Carlos Rodríguez son producto de un arrebatador impulso tras haber constatado que ese lugar a fotografiar concita un intenso entramado de pensamientos y reflexiones inconexas, que fluyen sin orden suficiente como para ser redactadas pero cuyo sentido, el que desencadena la acción de fotografiar, encuentra en la visión de esos lugares-estados mentales la suficiente fuerza como para creer que la imagen se haya cargado de una presencia reveladora.
Cada uno de nosotros hemos construido quienes somos en lugares a los que, por diversas circunstancias -la desmemoria, principalmente-, descargamos de su iniciática energía para cosificarlo en la mente, como si confiáramos en la bondad de la naturaleza, las paredes y las rocas, para restituir una vibración genuina que nos devuelva a las vivencias de otro tiempo; las originales, pensamos; la belleza aurática.
Pero ese principio es siempre un ahora, y ya nunca ayer. Quizás por ello la mecánica con la que José Carlos Rodríguez se expone a “sus presencias” le obligue no solo a ir cargado con la cámara sino a estar en alerta continua para reconocer una particular vibración en su sensibilidad, con independencia del entorno que tenga frente a sí: un desportillado edificio abandonado durante los meses de invierno o un olmo joven compitiendo en altura para sobreponerse a la sombra y la sed infinita del enorme platanero serán solo supervivientes de otro tiempo, como el cielo, como la humedad de la tierra. Presencias reales que dan cuerpo a una impresión certera en lo emocional, pero imposible de localizar con sencillez en el entramado convencional de la justificación artística.
Observen una fotografía de su álbum particular, el de ustedes: sustraigan la intrahistoria de dicho lugar; desmemórienlo de vivencias; aparten del primer plano, o de donde se encuentren, el cuerpo u objeto que obstaculice la visión general del entorno, del paisaje; ubíquense en el punto de vista del fotógrafo. Observen. Mirar, deambulando por la imagen, es un trabajo agotador, un sinsentido, una especie de Alzheimer visual. Ahí nadie ve nada…, o casi nadie.




Julio Hontana

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[1] Conversación con el artista.
[2] Soto, Montserrat. Tracking Madrid. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid 2005.
[3] Didi-Huberman, George. Lo que vemos, lo que nos mira. Editorial Manantial, Buenos Aires, 1997. p. 169
[4] Conversación con el artista.