jueves, 3 de enero de 2019


Andrés Tena
«SALIDA DE EMERGENCIA»
Julio Hontana

Se rompió el hilo.
Cada vez más lejanos
cometa y niño.

Emilio Gavilanes[1]

El cuento La Niña de la Caja de Cristal que Andrés Tena ha rebautizado como “La Niña de Cristal” tiene origen incierto y enigmático. El breve escrito vería la luz en Suiza y la tradición popular lo habría despojado de autoría para convertirlo en un relato que cruza la tradición oral de padres a hijos desde no se sabe cuándo, eliminando el poso de leyenda que seguramente lo alumbró y abriendo su interpretación hacia el territorio de la filosofía y la psicología, antes incluso que al campo de la literatura. De forma muy parecida, si se me permite el atrevimiento, al estilo de los relatos moralizantes, escritos con énfasis místico-revelador que la reciente explosión editorial denomina “cuentos para pensar” (sic), hazaña sobre la que ya nos previno G. K. Chesterton recordándonos que lo que llamamos “pensar” es una actividad intensa pero fugaz, que apenas compromete nuestra capacidad cerebral una decena de segundos en los casos más brillantes. Pero nada hay en esto que nos avergüence, todo lo contrario: primero, porque la atmósfera poética que Andrés Tena ha imprimido al cuento a través de sus extraordinarias imágenes nos libra de rozarnos siquiera con la más abyecta moralina; y segundo, porque La Niña de Cristal bien puede ser uno de esos cuentos primigenios desde el que contemplar la huella de lo que cada nueva generación de seres humanos nos contamos, intentando desentrañar el misterio de nuestro crecimiento como individuos y las etapas críticas de la personalidad.

La Niña de Cristal relata la paroxística obsesión de una madre por proteger la integridad de su jovencísima hija ante cualquier peligro que pudiera acecharla en el contacto con todo lo existente. La conservación de esa pureza se produce a costa de perder su libertad, encerrándola en una caja de cristal impenetrable –dice ella misma-, desde cuyo interior la joven pueda contemplar con seguridad el mundo sin estar expuesta a él. Aunque la hija, en su natural inclinación hacía el descubrimiento junto al despertar de la consciencia, la curiosidad, la belleza y el deseo, desafiará el esclavizador artefacto, y la consiguiente protección de la madre, enfrentándose sola al desconocido riesgo de vivir. Para aproximarnos hondamente a los sentimientos que bien pudieran corresponderse con los de nuestra protagonista leamos a Emily Dickinson[2]:

Me encerraron en la prosa-
como en la infancia
me encerraron en el baño-
porque me querían “quieta”-

asimismo podían atisbarme-
ver mi mente- revolotear-
podrían de igual modo encerrar un pájaro
por traición- en la prisión-

a él le basta querer
y desenvuelto como una estrella
abolir su cautividad-
y reír- más no puedo yo.

613 (c. 1862)

Muchos de ustedes se reconocerán en esa madre [padre] y la simbólica caja de cristal, construida con ingeniosos planes y singulares artilugios alrededor de los hijos, creyendo, ilusos, que una exigente y metódica cautela nos prevendrá con éxito de un accidente, una simple torpeza de primerizo, o un desafortunado descuido al que, por lo general, imaginamos siempre un fatal desenlace. Como resultado de nuestro esquizoide celo exageramos las medidas de prevención para limitar los daños y ahuyentar, al menos un minuto más, el dolor, conscientes de que ambos –daño y dolor-, nos resultarían insoportables; o en su defecto, y lo que es peor, espantar nuestros miedos, pensando quizás que “Crono” sigiloso espera impaciente a la vuelta de la esquina su oportunidad para cobrarse una víctima.

Puedo apostar que ninguno de ustedes hace un gasto de energías tan insensato ni se desentendería del cuidado de un hijo, aunque los asustemos contándoles historias con personajes sin escrúpulos escalofriantes, o corrijamos con la salvaje inteligencia de los animales el comportamiento de los humanos, aunque sea literariamente, como ya hizo Rudyard Kipling con no poco asombro.

Habría que aclarar en esta presentación que la versión que ustedes tienen entre manos está revisada y actualizada por el propio autor, que consideró imprescindible respetar –cómo no- a las protagonistas de la historia y, lógicamente, la idea cardinal del cuento aproximándolo, además, a su propia experiencia, sumándose así a una longeva cadena de transformaciones que desde tiempos inmemoriales no han conseguido desvirtuar el sentido último del cuento; con justicia se preguntaba Andrés Tena cuál era la fabulosa alquimia que mantenía el relato imperecederamente vivo. Será, sin duda, que la Literatura construye, como cualquier arte, “una realidad «aparte»[3]”, donde anida la substancia que le permite resistir al tiempo sin apenas desgaste, a pesar del violento oleaje al que se ven sometidas algunas delicadas zonas de su geografía, y donde parte de la filosofía contemporánea se ha ejercitado con la máxima audacia. Es posible que La Niña de Cristal, como algunas obras escogidas, represente con precisión pasajes de nuestra vida que, junto con las variaciones introducidas en cada época en las estructuras de la lengua, sobreviven a las transformaciones que los individuos sufrimos a lo largo de la existencia, legándole una eternidad debida a la universalidad de lo contado. En cualquier caso, no somos nosotros las personas adecuadas para penetrar en el sentido del relato con un pormenorizado análisis semiológico. Hasta que llegue ese momento afinen bien el oído porque pudiera ser que escuchasen por encima de las estructuras lingüísticas el eco de un canto que repite hasta su desaparición las palabras, de nuevo, de Emily Dickinson[4]: “Ni montañas me detienen/ ni el mar-/ ¿Quién es Báltico-/ quién es Cordillera?”; sin arrogancia pero enfebrecida, con la poderosa energía invocada desde la imaginación para dar coherencia al mundo real.

El resultado del trabajo realizado por Andrés Tena en este cuento ilustrado se compone de una mezcolanza de dibujo a tinta y el uso despreocupado, en apariencia, de la imagen fotográfica retocada con herramientas digitales en los paisajes que sirven de fondo a las ilustraciones. Paisajes capturados con la óptica rudimentaria de su cámara fotográfica que se mostraban al autor frecuentemente a través de la “Salida de Emergencia” desde el asiento de un autobús de línea, con la suciedad propia de los kilómetros de lluvia y polvo acumulados en el vidrio del vehículo. Puede que nos resulte impostado el uso de este recurso pero sugiere, más allá del ruido que incorpora, una lectura por capas en la que el artista construye la mirada desde dentro del cuento, desde el interior de la caja de cristal, atravesando vidrios y vidrios con simultanea actitud en tiempo y forma a la joven protagonista de su historia, aislada de la temperatura de las estaciones y los sonidos de la naturaleza sin elección: mirar a través de la lente del visor (del objetivo de la cámara), a la vez que lo hacemos a través del vidrio de la ventanilla del autobús; cuando por el camino no se nos suman algunas lentes deformantes más. La acumulación de “transparencias” manchan la mirada prístina del paisaje y Andrés Tena lo ha sabido aprovechar con extraordinaria inteligencia.

Pero “La Caja de Cristal” no es un asunto alegórico que competa exclusivamente a nuestro desarrollo como seres humanos, como ya hemos dicho, de hecho creamos vitrinas de exhibición para la protección de objetos preciosos y contener con garantías la voraz excitación del deseo y su impulso criminal; no se olviden de esto último, aunque si nos concentramos en hacer una lista de objetos similares al que mantiene atrapada a nuestra protagonista en esa cristalina burbuja a prueba del más mínimo contacto con el mundo, prepárense, porque sorprende la cantidad de ellas y lo diferentes que son dependiendo de su uso y necesidad, desde las cápsulas espaciales, pasando por arquitecturas efímeras para esquilmar suelo agrícola, o exhibir el ingenio del progreso en alguna Exposición Universal, hasta asépticas y medicalizadas burbujas que repelan el ataque de un insignificante germen que pudiera acabar con nuestra vida.

Ni siquiera las obras de arte en los museos, tan quietas ellas, tan indefensas, tan protegidas en las cámaras hiperbáricas de la Historia, pueden evitar quedar expuestas a los peligros del azar por culpa de una acción humana negligente, o a una operación programada y destructiva[5], también humana, comúnmente. Incluso a la del ataque por la retaguardia del moho, o cara a cara con la obra de arte con el arma más mortífera que existe a largo plazo: la respiración; evalúen de cerca, más cerca, mucho más cerca, un cuadro, un dibujo, un bronce, y expiren, expiren, expiren con fuerza, expiren sin descanso hasta sentir cómo cambian de temperatura los aceites de la pintura, el papel o el metal. El vidrio es una buena medida, recomendada incluso, para evitar la cuchillada del aliento cuando nos posicionamos azarosamente frente a las obras y castrar de paso el impulso de tocarlas. Vidrio de idéntica naturaleza con el que pretende contener el imparable azar la madre de nuestra Niña de Cristal –su particular obra de arte, su inmaculada joya-. Lo que parece haber olvidado esta legítima guardiana es que el azar no es un agente externo que pueda domarse, sino que actúa a voluntad desde el interior de las cosas con una fuerza incontenible.

En la historia del arte existe una obra en particular que, debido a su reverenciada iconicidad, se sirvió del azar, del más afortunado azar que ustedes puedan imaginar, para completarse a pesar de las cautelas de su creador que, finalmente, aceptó dicha transformación comprendiendo que el azar, por mucho que se intente evitar, como la madre de La Niña de Cristal, siempre exige su cuota de participación en cualquier creación que sueñe perdurar en el tiempo o dependa de él. Y esto sucederá aunque despreciemos su intervención desde el parto de la idea.

Qué hermosa me resultó siempre la fotografía de Julian Wasser donde se ve al artista al que nos referimos jugando despreocupado al ajedrez junto a una mujer desnuda (Eve Babitz) en el Museo de Pasadena, teniendo de convidado de piedra, de callado observador, a la obra que el azar liberó de la tiranía del artista. Qué hermoso me parece esperar jugando -al ajedrez, o a lo que sea- a que el tiempo haga su trabajo, complete la obra, o termine con ella; con suerte, ante nuestros ojos: como de costumbre Marcel Duchamp[6] juega con blancas y gana.

«PIERRE CABANNE: 1926 es el año en que se raja el Gran Vidrio.
MARCEL DUCHAMP: Lo expusieron, mientras yo no estaba, en una muestra internacional en el museo de Brooklyn. Las personas que lo volvieron a enviar a casa de Katherine Dreier, a quien pertenecía, no eran profesionales; no tuvieron cuidado. Pusieron los dos cristales, uno encima de otro, en un camión, de plano dentro de un cajón, pero preparado de cualquier manera, sin saber si era cristal o mermelada. Y, efectivamente, al cabo de 60 kilómetros ya era una mermelada. Lo único curioso es que, como los dos cristales estaban uno encima de otro, se rajaron por los mismos sitios.
[…] CABANNE: Cuando vemos el Gran Vidrio es imposible imaginárselo intacto.
DUCHAMP: No. Está mucho mejor roto, cien veces mejor. Es el destino de las cosas.
CABANNE: esa intervención del azar con la que cuenta usted tan a menudo.
DUCHAMP: Es algo que respeto; ha acabado por gustarme.» 

Duchamp se encontró de golpe y porrazo, con un accidente que evidenciaba el soporte que pretendía invisible abriendo a interpretaciones, para el artista en primer lugar, la obra que hasta entonces había permanecido congelada entre dos vidrios que se pensaban inalterables: dos cristales portaobjetos de microscopio desproporcionados con los que inmovilizar la muestra ante la lente en el laboratorio. Aunque dudo que el artista no tuviera en mente un desafío de estas características: ¿Alguien puede creerse, siquiera por un instante, que un experimentado jugador de ajedrez no hubiera considerado la rotura de un vidrio tan grande como el de un escaparate neoyorkino, entre los posibles contratiempos a sufrir por dicha obra? En este caso, sinceramente, todo me parece una simpática broma, a pesar de que la manifestación del azar me resulte espectacular y casi justifique por sí solo aquel fragmento del Manifiesto Dadaísta en el que Tristan Tzara[7] escribía: “[…] Dadá es una cantidad de vida en transformación transparente sin esfuerzo y giratoria”. Recuerda a una frágil pompa de jabón suspendida en el aire y agitada azarosamente por el viento de aquí para allá, pero describe a la perfección el estado de flotación de la burbuja estanca en la que vive condenada La Niña de Cristal.

Nada evita que una minúscula falta de atención haga que se desvanezcan todos los esfuerzos invertidos en la conservación de un objeto, un paisaje o la salud. Pero está comprobado que, tras la participación del azar en el Gran Vidrio, ese gigantesco ventanal se constituyó en la lente a través de la cual habría de mirarse para alcanzar a entender lo que los siglos venideros le tenía preparado al arte y a los artistas. Un vidrio que, como la ventanilla de socorro de un autobús por la que mira abstraído Andrés Tena, nos indica la “Salida de Emergencia” por la que escapar de las convenciones en busca de la libertad. Y es que, como el azar le demostró a Marcel Duchamp, todo vidrio salta por los aires en cuanto detecta la tensión producida ante el cruel ascenso del deseo. Los vidrios son delicados y tienden a la rotura, ahí radica su belleza, en la fragilidad que delatan cuanto unas manos se posan sobre el mismo: Pensar en un vidrio es imaginarlo siempre roto.

Hagan una última prueba: Pronuncien con delectación la palabra “vidrio” y observen cómo insinúa quebrarse entre el paladar y la lengua. El éxito de Andrés Tena ha sido, como diría Wagensberg, “perseverar en la incertidumbre” para llegar con éxito al final del camino sin evitarles sentirse dueños de romper el cristal que les separa del mundo, ese en el que procrean sin descanso sus propios prejuicios, y este otro de fantasía hecha imágenes que ha demostrado el autor manejar con tanta maestría, respetando las aguas que los diferentes niveles de lectura -los diferentes vidrios- hacen a los ojos de quienes tengan la fortuna de compartir este maravilloso cuento ilustrado.

El cuento ha terminado. El azar rezuma en cada batir de páginas hasta alcanzar, en esa ensalada hecha de memoria y olvido, el grado que el destino le tenga reservado a la obra y a su autor.

Miren con deseo, atrévanse…, mañana puede ser tarde.



[1] Emilio Gavilanes. El Gran Silencio. Granada. Edit. La Veleta, 2013, p 34.
[2] Emily Dickinson. Poemas. Barcelona. Edit. Tusquets, 1997, p. 178.
[3] Clément Rosset. Fantasmagorías, seguido de lo real, lo imaginario y lo ilusorio. Madrid. Edit. Abada, 2008, p. 62.
[4] Ibid., p. 269.
[5] El cine y la literatura han sido tan fecundos en el tratamiento de estos casos que podríamos hablar de un género en sí mismo, donde “el control del azar” es el verdadero protagonista. Películas y novelas donde las tramas penden de hilos casi invisibles que, por motivos incomprensibles –por culpa de las circunstancias que se nos han escamoteado en el relato, pensamos-, aparecen de repente como sólidas maromas llenas de verosímiles razones por las que ascender de una cueva-mortaja, descender de un torreón, o escapar de donde solo cabía esperar a la muerte. Y cuántas veces el azar en la resolución de un caso sin salida, surge del estudio de la rotura de un vidrio chivato que confirma la dirección de una bala y la posición del asesino. Y es que los vidrios han sido concebidos como arcos triunfales por los que acceder al mundo de los mortales, sin garantía alguna de sobrevivir, como le sucedió a la replicante Zhora en Blade Runner, quien haciendo añicos al atravesarlos con su cuerpo-bala aquellos enormes vidrios antes de fallecer, cerró el ciclo de la vida y comenzó el de su inmortalidad.
[6] Pierre Cabanne. Conversaciones con Marcel Duchamp. Cáceres. Edit. Centro de Artes Visuales, Fundación Helga de Alvear,, 2013. pp. 98-99.
[7] Tristan Tzara. Siete manifiestos dadá.. Barcelona. Edit. Tusquets, 1972. p. 54.