sábado, 30 de diciembre de 2006

La bolsa.

-“¡Abre la bolsa!, ¡Corre!, ¡Que no lo vean!”, – un primaveral vientecillo levantó los papeles del suelo. La pandilla, desde la otra acera, se reunía en torno a su jefa. Inmóviles. Las voces del anciano se ahogaban en sangre. De la más joven de las niñas se escapó un grito delicado. Pronto las mayores la callaron; un empujón detuvo la escena. El anciano se agarró el pecho con las uñas. El chico abrió su mano y dejó caer la bolsa. Un coche de policía atravesó el patio. El anciano alargó su mano hacia la bolsa negra de cuero sin alcanzarla; el policía llamó por radio a una ambulancia; de la boca del anciano caía sangre oscura como el pasado más lejano, y se confundía con la sombra de la bolsa. Las niñas se asustaron, y se pusieron todas al unísono las manos en los ojos cuando el anciano se arqueó boca arriba, desgarrando con su último suspiro el eco metálico y vítreo de aquel desangelado patio de colegio. Las más fuertes de entre todas las alumnas se quedaron mudas mirando sin pestañear, y así siguieron semanas después. El joven de la bolsa cambió de colegio, el padre, militar, llegó al instante como si siempre hubiera estado allí. El anciano era el director, su mujer no asistió al entierro, ni tampoco ningún padre. La sangre dibujó tétricamente las venas del cuarteado cemento. Era bonito. El colegio no cerró sus puertas. El tiempo transcurrió, yo crecí.

Hoy cumplo veinte años; sucedió cuando tenía diez. En la bolsa escondimos las fotografías que encontramos en el baño después de otra de sus clases de recuperación. No me reconocí entre ellas; éramos cientos. Los disparos que atravesaron el patio, cabeza, cuello, y corazón, aunque no se oyeron, descarnaron nuestra ultrajada infancia.