domingo, 18 de febrero de 2007

De niño.
Cuando cayó del tejado observó la patada marcada en la cabeza sucia de la muñeca. La sostuvo en brazos, acurrucada en su pecho, se fijó en los agujeros faltos de mechones de cabello, en el párpado que se abría hueco, y en un sólo ojo azul dentro del cual descubrió la luz del Sol atardeciendo. Sujetó la muñeca muerta en posición de ofrenda preparando la patada final. Un bracito se descolgó del cuerpo justo antes del salvaje derechazo. Cuando de nuevo cayó del tejado contempló la patada marcada en la tripa de la muñeca. La sostuvo en brazos acurrucada en su pecho fijándose en el ombligo dibujado, en su sexo huérfano de extremidades, en la sonrisa de su boca y en su párpado cerrado. Sujetó la muñeca muerta en posición de ofrenda preparando la gran patada final, otra vez. Una voz le gritó -¡A cenar!-, justo antes del torpe zurdazo. Girando en el aire le golpeó en el pecho y se le enganchó en los botones de la camisa, se asustó, las manos no acertaron, exhaló una muda vocal, tropezó, y arrancó con su pulgar el canesú deshilachado que cubrió la cabeza de la muñeca al caer al suelo, junto al pozo. Se sacudió aquel invisible roce como si una gigantesca mancha de barro seco cubriese su camisa, corrió a la casa y jadeó hasta el anochecer. Cuando se despedía de sus abuelos, desde la ventanilla del coche, quiso mirar hacia el pozo pero no se atrevió. Su Madre le sostuvo en brazos acurrucado en su pecho besándole el sucio pelo, cuando un bracito se descolgó del cuerpo mientras sus ojos entreabiertos ascendían por el sueño.