domingo, 4 de febrero de 2007

Un día de playa

Con sus gafillas de buceo permaneció en el agua todas las horas del día que van de la mañana a la tarde. Cuando el Sol se ocultaba detrás de los agostados chaparrales la madre le invitó a salir para secarse y emprender el regreso a casa. El pequeño no oponía ninguna resistencia para salir del agua, pero en ningún instante pareció hacer ademán de acercarse a la orilla. Como quiera que la madre había recogido casi todos los bártulos y se disponía a cambiar el bañador por otra prenda más cómoda, el Sol había perdido toda su fuerza, y en la playa sólo a lo lejos quedaban unos jóvenes con intención de acampar toda la noche, la madre volvió a insistir en que el chiquillo saliera del mar para volver a casa. El niño se había quitado las gafitas de buceo que cambiaban de posición con cada ola que llegaba a la orilla. La madre se agachó a recogerlas y volvió a recordar al niño que saliera, esta vez, -“¡Inmediatamente del agua!”-. Su tono se endureció de repente como se endurece el tono de los adultos cuando desesperan ante la obscena exhibición de libertad de los niños. Aunque elevó la voz, el niño permanecía dentro del mar con el cuerpo hundido hasta la nariz, dejando fuera del agua únicamente los ojos y el resto su cabecita con el pelo brillante y húmedo. La madre hizo gestos que denotaban el nerviosismo al que había llegando por la tardanza en obedecer del pequeño, pero éste permanecía en el mismo lugar y en la misma posición que hacía muchos minutos. La madre no pudo reprimir su enfado y tiró al suelo las gafas y el bolso que colgaba de su hombro derecho. Vestida se arrancó los zapatos con furia y metió los pies en el mar amagando ir a la caza del pequeño, pero nada perturbaba la mirada por encima de las aguas del niño. Ya le llegaba a la madre el agua por las rodillas cuando al remangarse el vestido para no mojarlo pudo observar más de cerca aquellos ojos que la miraban fijamente -cayó en la cuenta-, muchos minutos atrás. Su mirada se clavó en los ojos del niño y por un momento el agua la notó congelada antes incluso de que un escalofrió la recorriera todo el cuerpo y la dejara espantada y sin aliento. Los ojos del niño apenas se movían, pero estaban abiertos de manera sobrenatural. Grandes y mirando fijamente a la madre, hacían que el niño tuviera un gesto aterrador, las aguas se habían detenido, la marea cesado, y el oleaje reducido a un lento ir y venir sin fuerza, ni espuma, transformando el mar en una perezosa manta verdosa. Temblorosa y muda, la madre alargó su mano petrificada y blanquecina en dirección a donde se encontraban aquellos enormes ojos, pues, ahora ya, eran los ojos lo único que ella veía, a pesar de que su hijo se encontraba todavía alejado lo suficiente para no poder tocarlo. De repente, aquella cabeza sumergida de la que sólo se veían unos ojos de carbón hirviendo, se movió a una endiablada velocidad zigzagueando hacía la madre. Un grito terrible salió de la garganta de la mujer que echándose hacía atrás tropezó, cayó, y empapó todo el vestido, mientras intentaba infructuosamente levantarse para seguir retrocediendo entre grotescos chapoteos. Los jóvenes, cuando vieron y escucharon como la mujer se arrastraba torpemente entre gritos hacia la orilla acudieron corriendo en su ayuda. Al llegar, los sollozos de la mujer no la permitían pronunciar ni una palabra hasta que uno de los jóvenes al mirar al mar observó la cabecita de lo que parecía un niño sumergido hasta la nariz y unos ojos grandes como sin párpados que le miraban fijamente. Todos permanecían absortos ante lo que no comprendían mientras aquellos ojos les inquietaban más de lo debido. Uno de ellos intentó entrar en el mar pero cuando ponía los pies cerca de la orilla, se le hundían como en si fueran arenas movedizas. Otro, lanzó con intención de dar y asustar a aquella criatura, una piedra que encontró en la playa, pero en el momento que la piedra iba a impactar en la cabecita del niño las aguas se elevaron para atraparla y volver a calmarse ante la atónita mirada de todos ellos, y el estupor de la madre que no podía separar las manos de su boca con gesto de perplejidad. Un nuevo zig-zag alejó a aquellos ojos de la orilla, y otro zig-zag más, le llevó donde sólo se percibía un bulto que en pocos segundos, desapareció bajo las aguas, para siempre. La madre no pudo gritar y el dolor la sumió en un largo desmayo. A día de hoy el cuerpo del niño no ha sido encontrado, ni tampoco se ha registrado ningún episodio de estas características en la costa norte ni en ninguna otra de la isla y dicen, los que han investigado este fenómeno, que en ninguna del mundo entero. Nadie en la población pesquera próxima a la playa donde sucedieron los hechos recuerda nada igual, pero se cuenta que desde ese día la pesca ha descendido bruscamente, y que sus redes aparecen frecuentemente agujereadas; y también, comentan las mujeres del pueblo, el Sol siempre que se esconde por el pequeño chaparral de la playa torna de irisaciones desconocidas la superficie del mar que parece dividirse en dos grandes cuevas oscuras y profundas... algunos ya han bautizado a ese fenómeno como el atardecer del Diablo.