jueves, 3 de enero de 2019

WITNESSES
A propósito de la obra
Lugar de los hechos de Rafael Lafuente
Julio Hontana Moreno


Nunca he comprendido lo que quieren decir las gentes al pretender que la domesticidad significa mansedumbre; a mí me parece que es la más impetuosa aventura. Pero si se desea ver cuán violenta, áspera y fantástica es la aventura, no hay más que considerar la estructura en sí de las casas actuales. El hombre puede irse a dormir de una manera bastante aburrida; pero, por lo menos, sube a una altura desde la que se puede matar. 
G. K. Chesterton 


Aun años después de haber muerto nuestra madre, el correo nos traía cartas dirigidas a ella. El correo no se había enterado de su muerte. 
Thomas Bernhard


Entrar en el estudio de Rafael Lafuente arrebata misteriosamente tanto como se echa de menos una vez lo abandonas. Con solo abrir la puerta todo se nos muestra: área de trabajo a la vista mientras cuento rápido una mesa, dos, tres, cuatro y el ordenador en una habitación contigua; obra empaquetada por los rincones y sobre la escalera que conduce a un falso altillo; fotografías, papeles y dibujos contorneados en las paredes; libros en la estantería y las maquetas que han servido de matriz a las fotografías de esta exposición en espera de servir al propósito para el que fueron creadas. Aquí los proyectos van adquiriendo la forma como tamaño adquieren los árboles en la naturaleza: girando el fotógrafo alrededor de las maquetas; girando ellas sobre sí mismas, lenta, pausadamente. No hay procesos compulsivos en nuestro fotógrafo. Tampoco febriles. El estudio de Rafael Lafuente tiene la extraña cualidad de que todo lo que entra en él se arremansa, se aquieta. Las personas también. Y sin duda es el estado imprescindible para convertir en única verdad esta enorme falsedad que es lo real.

Rafael Lafuente es fotógrafo. Aunque para obtener sus imágenes primero acometa la difícil y paciente tarea de construir el espacio a fotografiar - maquetas, para ser precisos -, que posteriormente desecha para conservar la fotografía de dicho espacio como única certidumbre de su existencia. Se parece tanto la descripción de su proceso de trabajo al modo en que usamos habitualmente de los “recuerdos fotográficos” que siempre me recorre un escalofrío cuando me reconozco en esta actitud. El breve ensayo que se dispone a leer no tiene mayor pretensión que servir de humilde inspiración en la interpretación del trabajo fotográfico de Rafael Lafuente. Como en todo encuentro artístico, deberemos hacer un esfuerzo por imaginar[1], aunque para cuando llegue a estas páginas, usted ya habrá visitado la exposición que Planta Baja y el autor de las imágenes han tenido el placer de mostrarle. Tómese entonces un tiempo para extractar las consecuencias de lo que acaba de ver. Y eche cuentas de los beneficios que la huella de su contemplación ha supuesto para su vida.

Si la advertencia de Benjamin al entrar en una habitación burguesa de 1880 es que “la impresión más fuerte será, por muy acogedor que parezca, la de que nada tenemos que buscar en él […], porque no hay en él un solo rincón en el que el morador no haya dejado su huella: chucherías en los estantes, velillos sobre los sofás, visillos en las ventanas, rejillas en la chimenea[2]”, la impresión más fuerte que nos llevamos cuando entramos en los interiores construidos por Rafael Lafuente es la de que todas esas huellas han sido eliminadas por el artista con absoluta delectación. Me pregunto si al hacerlo no se habrá convertido en cómplice de algún hecho luctuoso, que tiene a la fotografía como prueba irrefutable, o simplemente ha decidido ser un testigo caprichoso que ha elegido imponernos las máximas dificultades para avanzar en la resolución de un caso complejo, el más complejo posible: la creación de una obra de arte.

En Le Louvre en métamorphose (1994) y posteriormente Le Louvre transfiguré (2002), Jean-Christophe Ballot tuvo oportunidad de fotografiar la inmensa transformación que acometía entonces dicho museo en su paso al siglo XXI. Por la noche, cuando el museo descansaba del ajetreo constructivo, Ballot se perdía por salas y pasillos en busca de aquello para lo que los fotógrafos tienen un ojo especialmente evolucionado: mirar y estar presente en el momento en el que se funda el misterio. Deambular solo y atento por las monumentales salas convertidas en improvisados almacenes llenos de esculturas cubiertas con plásticos, o entre cuadros apoyados en el suelo desencajados de sus nichos marmóreos durante decenios, en espera de su ubicación definitiva, nos convierte, a quienes acompañamos al fotógrafo en ese paseo, en detectives salvajes ansiosos por reconstruir el relato de una devastación. Porque toda intervención en el espacio tiene algo de cataclismo y la transfiguración arquitectónica de esa ruina momentánea, camino de su colosal resurrección, es también el rescate de aquellos que una vez estuvimos en mitad de esas escombreras, durante la incómoda etapa constructiva en la que el avance hacia la luz - hacia la finalización del proyecto - es tan inestable como poderosa la sombra de su absoluto apagamiento. Ballot fotografió un Museo del Louvre fantasmagórico[3]. Después de ver sus imágenes comprobamos cómo la pared de un museo en ausencia del cuadro que la significó solo muestra la cicatriz de la separación, permitiéndonos imaginar que la majestuosa escalinata Daru, sin culminar su cima con la Victoria de Samotracia, solo sería un espectacular patíbulo.

Aunque sabemos que los escenarios fotografiados en el Louvre eran producto de una mudanza, y por tanto efímeros en espera de una nueva función, compartimos con el artista el desasosiego que manifiesta en sus imágenes - así lo percibimos - cuando en ese mudar de rostro se toma conciencia de que jamás se volverán a contemplar las obras de arte que allí se encontraban ni las relaciones que habíamos acuñado en nuestro personal diálogo con ellas. Todos los espacios fotografiados por Ballot aparecen como arquitecturas desnaturalizadas, callejones espectrales, diríamos, que por unos instantes nos hacen una reveladora confesión: la desnuda arquitectura del antiguo Palacio Real evidencia que su majestuosidad imperial había nacido para la representación y la contemplación, nunca para la vida. Por eso quizás Las Meninas de Velázquez nos inquietan tanto al acumular tal cantidad de mundanidad en un espacio de representación hasta entonces tan desconocido, tan inusual para la mayoría de los que allí posan.

El último testigo de un hecho excepcional, enfrentado a la visión y desaparición del acontecimiento (así nosotros gracias a Ballot) es muy consciente del valor que atesora debido al shock, a pesar de la tragedia que supone el que toda la inteligencia puesta al servicio de la descripción y comprensión de dicho acontecimiento no alcance para mucho más que si ese mismo testigo pretendiera, usando sus manos colocadas en pocito una junto a otra, trasvasar un mar de un extremo al otro del planeta. Pero no existe un ser humano sobre la tierra que no haya tenido esa experiencia de ser el último en contemplar un hecho excepcional: tale un árbol sano; desnuque un pajarillo; asesine a sangre fría; tire una fotografía.

Rafael Lafuente, llevado por la curiosidad - ese “querer ver” tan irresistible que aqueja a todos los fotógrafos -, abrió hace años un fichero de imágenes en internet perteneciente al Departamento de Archivos de la ciudad de Nueva York: New York City Department of Records[4]. Las fotografías que allí encontró - a partir del año 1900 aproximadamente - habían sido desclasificadas recientemente y, tras casi un siglo de oscuridad, por fin podían ser consultadas. En aquella marabunta de imágenes, nuestro fotógrafo quedó atrapado en un archivo que tenía por título: “Criminal & prosecution”. Ahí pueden verse fotografías que van desde fichas policiales de miembros de la mafia y sus víctimas, hasta fotografías de los interiores y exteriores donde se cometieron los crímenes. 

Gracias al escritor Luc Santé y su libro Evidence[5] sabemos que las imágenes que llevan fascinando a Rafael Lafuente durante estos años fueron tomadas por los propios agentes del cuerpo de policía de Nueva York, seis en concreto[6]. En ocasiones estos policías llegaban con el tiempo justo para documentar la imagen del fallecido, antes de que fuera retirado por los servicios funerarios, mientras que en otras muchas solo registraban el espacio del óbito sin la presencia del cadáver. En apariencia, los policías-fotógrafos no perdían el tiempo recreándose en los detalles truculentos del lamentable suceso. Frecuentemente disponían la cámara sobre un trípode para tomar una imagen cenital del cuerpo yacente, pero en la mayoría de las ocasiones la cámara asumía una posición de neutralidad que permitía tener un amplio campo visual con el que estudiar, suponemos que desde el punto de vista más objetivo, el espacio y a sus malogrados protagonistas. Con el tiempo fueron decantándose por este modo de proceder frente a la deformante y artificiosa toma cenital para así capturar una imagen fidedigna de eso que tan acertadamente todos llamamos “escena del crimen” y que nuestro artista ha querido llamar de manera más genérica y acertada: Lugar de los hechos. 

Debemos considerar entonces el registro fotográfico como una herramienta imprescindible que posibilita la resolución de las averiguaciones policiales y, por tanto, un recurso objetivo cuya utilidad está en la base de su propio método hipotético-deductivo, que aún hoy es vital en el esclarecimiento de un suceso. Acercarse a la máxima comprensión de un hecho delictivo exige alejarse a la distancia justa desde donde poder recrearlo teniendo a la vista todos los elementos que concurren en él. No dudamos que las imágenes del archivo neoyorquino tendrían por objeto servir de pruebas judiciales contra los sospechosos de haber cometido esos crímenes, o como complemento necesario e inapelable para una investigación en curso. Pero sin temor a equivocarnos, podemos considerar la fotografía de aquel tiempo, en comparación con los avances de la óptica y técnicas digitales de hoy en día, como un “registro fósil” y por tanto un documento pintoresco antes incluso que la prueba definitiva para cualquier enjuiciamiento criminal. 

A pesar del esquivo puente tendido entre dos épocas tan alejadas como son los cien años que nos separan de aquellas fotografías, Rafael Lafuente no buscaba resolver ningún crimen, sino ofrecernos aquellos escenarios para otros cientos de ellos posibles. Por esa razón utiliza el método que mejor conoce: la simulación de un realismo a escala. Y en ese proceso de creación de la “maqueta”, nuestro fotógrafo se parece a Luc Sante, puesto que los dos se ensimisman y pierden cientos de horas haciendo averiguaciones para las que aquellas fotografías solo sirven de impulso, porque ambos son conscientes, como recordaba Susan Sontag reproduciendo un comentario de Diane Arbus, que “una fotografía es un secreto acerca de un secreto. Cuanto más te dice, menos sabes”[7]. 

Confesaré aquí y ahora que las imágenes de Rafael Lafuente jamás me han parecido otra cosa que escenarios de crímenes. Disculpen este arranque de sinceridad tan a destiempo. Me he dejado llevar, sin duda, por esa inquietud que tanto me afecta al contemplar sus obras fotográficas. Es una incertidumbre que quizás alguno de ustedes comparta: tras el amable encuadre, su gusto por las luces serenas y la minuciosidad de los objetos que construye con encomiable exactitud, no encontramos ninguna huella que nos remita a lo humano. Sin embargo, la fotografía que nos muestra ha capturado un lugar tan similar en todo a lo que conocemos - las fotografías de Lafuente contornean los objetos como lo hace la memoria - que, o bien estamos ante el producto de un sueño y quedaremos a salvo en cuanto despertemos, o bien estamos frente a una realidad existente en algún lugar a la que solo tiene acceso el artista y cuya puerta de entrada y salida la tenemos ante nuestros ojos. Si algo tiene que suceder en las fotografías de Rafael Lafuente, lo hará de manera súbit

Pero vayamos más allá. Rafael Lafuente sigue al pie de la letra la rutina secuencial en el proceso de captura de las imágenes que seguían los policías-fotógrafos neoyorquinos; nuestro fotógrafo acude a ese mismo lugar de los hechos a través de la fotografía de hace un siglo para ocupar por unos instantes la posición de los policías en espera de la revelación que todo artista, movido por la intuición, reconoce en su acción creadora. En resumen esas acciones podrían ser las siguientes: 

Visitan el lugar de los hechos / Visita la “fotografía de los hechos”. 
Reconocen la escena del crimen / Reconstruye la escena del crimen. 
Eligen un punto de vista / Elige el de los policías. 
Toman la distancia / Toma la distancia 
Disparan / Dispara. 
Abandonan el lugar / Abandona la maqueta. 

En esa sucesión de acontecimientos, suponemos, el cadáver desaparece y las circunstancias del espacio se transforman. Lo que invita a pensar que si aquellos espacios fotografiados por los policías de Nueva York en 1916 han evolucionado en profundidad hasta nuestros días, es decir, si han sucumbido a la especulación inmobiliaria o han sido devorados por la ampliación de calles y avenidas, si ya nada queda de aquellos edificios de finales del XIX que vemos en las imágenes del archivo policial, entonces se habrá cerrado el círculo. Del mismo modo que Rafael Lafuente hace desaparecer sin remordimiento las maquetas que sirvieron de escenarios para sus obras fotográficas, el tiempo y el progreso han consumido cualquier huella de los espacios y cuerpos neoyorquinos. De esta singular manera, ambas imágenes, las de los improvisados policías-fotógrafos que inventaron un método de trabajo para la captura del máximo de objetividad frente a un hecho de la máxima subjetividad, y las de nuestro fotógrafo, que, arrebatado por la subjetividad de su elección, se ciñó a la máxima objetividad para el desarrollo de lo que estaba obligado a representar, están unidas por la fragilidad del documento fotográfico que ha sobrevivido a todo lo demás. Dos tiempos distintos convergen en las fotografías de esta exposición: el histórico y el artístico, siendo el documento superviviente testigo silente de la fugacidad del todo. 

Lo que fascinó a Rafael Lafuente de aquellas imágenes policiales no fueron los hombres y mujeres asesinados salvajemente en habitaciones, sótanos u oficinas, sino el escenario donde todo eso ocurrió: interiores de viviendas y espacios comunales entre casas que ya de por sí vaticinaban la tragedia. La preocupación temática en Lafuente siempre es el mismo: el espacio arquitectónico y la extraña luz que todo lo envuelve. Una luz, la de los objetos fotografiados, aquejada de una siniestra enfermedad que nos permite reconocer su forma pero nos impide comprender sus cualidades materiales. En los objetos que vemos, da igual dónde miremos, apenas queda nada de aquella exuberante naturaleza con la que vinieron al mundo, ni siquiera conservan la textura con la que fueron ideados: ni el vidrio, ni la cerámica, ni los metales tienen el brillo que les confiere el fuego que consolida su forma. Parece como si sobre ellos se hubiera abatido a toneladas el tiempo en ceniza, cubriéndolos por la pesadumbre del olvido para convertirlos en eternos. 

Rafael Lafuente necesita la oscuridad de su estudio para revelar la taciturna atmósfera que envuelve sus fotografías. En ese lugar sin ventanas que le distraigan ni oxigenen recrea los espacios que le interesan, construyendo maquetas, es decir: reproduciendo con enorme semejanza los detalles constructivos que protagonizan las arquitecturas que tanto le obsesionan. Una vez hechos los cálculos espaciales, aprovisionado de cuchilla, tijera, escuadra, compás, pegamento y pintura, ejecuta sobre el cartón gris su disciplinado plan de trabajo. Un plan que necesita de otros muchos oficios: ebanista, carpintero, vidriero, arquitecto, alicatador, metalista, diseñador de interiores, iluminador, y si la obra llega al punto deseado, fotógrafo. Pero en su caso, todas estas tareas de manualidad extrema quedan resumidas en una sola: dibujar. Lafuente considera que la fotografía no tiene trucos, a no ser que la luz del sol sea el truco entre los trucos; o al menos, en comparación, no más que la pintura. De ese modo se distancia de aquellos que piensan que hacer una fotografía lleva implícito un porcentaje de malicia con el que el fotógrafo pretende embaucar al espectador antes incluso de haber llegado a estar cara a cara con la imagen. Cuando alguien sugiere que entre tanta oscuridad -la de su estudio, se entiende- cualquier pequeña vela encendida es una vela arrebatada a la pintura de George de La Tour, él responde que no conoce truco más antiguo que el de una pincelada de óxido de hierro sobre otra de negro de humo en el techo de piedra, en las profundidades de una cueva. Este hubo de ser un truco exitoso para su creador en el principio de lo que somos. Rafael Lafuente sabe que hay una luz para iluminar un crimen y otra muy distinta para esclarecerlo. Aproximarnos a las condiciones lumínicas con las que actuó el asesino puede que nos ayude a comprender sus movimientos en la escena del crimen, pero nada nos enseña sobre las motivaciones del criminal. Quizás esa sea una de las razones argüidas por el fotógrafo para concentrar sus esfuerzos en poner a prueba la psicología de los lugares, también llamada psicología de los espacios arquitectónicos. Construyendo los espacios desde cero el artista es capaz de significar cada uno de los elementos participantes en esa arquitectura testigo del suceso. 

El esfuerzo no es en vano, hagan la prueba: levanten de la nada un Foro Romano en mitad del desierto de Almería; una calle del bajo Manhattan en una isla desierta; o Calcuta en el centro de Moscú. Pongan mimo en los detalles sin temer el tiempo que cueste acabar. Súmenle los seres humanos necesarios para representar el instante buscado. Y ahora que todo está en su sitio griten: ¡ACCIÓN! Este agotador e ingente trabajo de producción se hace a diario en cine, teatro, televisión y hasta en algunos espectáculos callejeros. La acción real se desarrolla en un escenario de ficción para, concluida la filmación, desintegrar la escenografía y conservar el metraje: lo único real que subsiste es la ficción. Pero es cine, no arquitectura[8], y Rafael Lafuente es fotógrafo, ni arquitecto ni escenógrafo, por eso no esconde su torpeza constructiva. En las fotografías que componen Lugar de los hechos faltan cuerpos, sangre y armas, pero el fotógrafo nos deja una escena de crimen impoluta porque sabe que hay algo que nunca nos falta a los humanos: los motivos; el móvil. 

El asesino que no vemos en las escenas de los policías-fotógrafos neoyorquinos tenía por objetivo una víctima que ya no está, e igualmente, en las fotografías de Lafuente, el asesino que nos escamotea tenía por objetivo la víctima que nos oculta. En las dos imágenes, sospechamos, asesino y asesinado ambientaron una escena de caza teniendo por jaula el espacio registrado en las fotografías (en el caso de Rafael Lafuente, unas cenicientas y hermosas madrigueras de diseño ultramoderno, por muy decimonónicas que fuesen las originales). El asesino, decía, casi siempre urde un plan aunque baste una idea fija en la mente para llegar hasta la víctima. La literatura indaga en los particulares impulsos psicológicos de los personajes para enriquecer nuestra experiencia de la vida y la muerte; la novela policiaca está plagada de estos perfiles. Tener un plan no es un acto gratuito cuando lo que se busca es ahorrar energías y multiplicar los efectos de las que invirtamos. Pero también se puede matar de improviso y hasta por accidente. Nada hay en las imágenes de Rafael Lafuente dejado a la espontaneidad que tanto reclamaba Henri Cartier-Bresson[9] para la fotografía. Cada fotógrafo tiene su personal tiempo de respuesta y sin esa unidad de tiempo elemental su arte carecería de sentido. Es cierto que una máquina preparada para la captura de imágenes a gran velocidad encuentra terreno abonado en el paraíso de los sucesos efímeros que es la vida, pero Rafael Lafuente prefiere precaverse de lo espontáneo para no sucumbir a sus antojadizas circunstancias. 

G. K. Chesterton inaugura la compilación de sus inolvidables “Charlas” con una titulada Sobre novelas policiales[10], en la que desarrolla brevemente la técnica para la creación de narraciones policiacas - sus favoritas -, de modo que cualquier persona entregada a ello pueda escribir el libro que el genial escritor esperaba “día a día” ver en las librerías y para el que ofrece un título nada provisional: Cómo escribir una historia policial. 1) La clave debe ser simple; 2) mantener “la expectación del momento de la sorpresa”; 3) la sorpresa tiene obligación de “durar solo un momento”; 4) la extensión estará más próxima “al cuento corto que a la novela”; 5) “la novela policial es, después de todo, un drama de caretas y no de caras”, por lo que 6) la descripción de los personajes “contará con rasgos pseudodistintivos” antes que con los reales; 7) “hasta el último capítulo” no se contará lo “más interesante de los personajes principales”; 8) la novela policial “es un baile de máscaras, en donde todos se disfrazan de otra persona”; 9) “lo mejor de todo es que el primer capítulo sea también el ultimo”; 10) y para acabar, como recomendación para iniciarse, a la vez que un profundo homenaje, un recordatorio: “nunca han existido mejores novelas policiales que la antigua serie de Sherlock Holmes”. 

Gracias a esas novelas sabemos que afianzar y respetar con pulcritud un ritual para cumplir con el objetivo de dar la muerte, es parte del éxito de una misión tan miserable como elevada, a la vez que rúbrica de las debilidades del asesino. Los policías-fotógrafos que inspiraron con sus fotografías a Rafael Lafuente sabían que nadie asesina igual y que, si ellos ocupaban un lugar determinado desde donde observar la escena del crimen, el asesino acabaría delatándose. Claro que los asesinos tienen imitadores que vulgarizan estos principios. También las obras de arte se rigen por procedimientos miméticos - la historia del arte está llena de sutiles y flagrantes imitaciones -. Ingenuamente pensamos que Rafael Lafuente imita el objeto al que nos referencia con la legítima intención de confundirnos, pero su astucia radica en el aprovechamiento que hace, como todos los artistas, de los defectos del ojo humano. Los fotógrafos han aprendido a relajar esa preocupación del ojo por informar al cerebro de lo visto con la urgencia que lo hacemos el resto de mortales. La cámara es más torpe que el ojo – todavía -, pero obligar a la vida a dejar su rastro bajo las estrictas exigencias técnicas y mecánicas de la óptica fotográfica no significa que reduzcamos su complejidad, muy al contrario: es el principio por el que activamos sus resortes simbólicos. El ojo - nuestro cerebro a fin de cuentas - solo necesita un pequeño empujón para creer que todo lo que ve es “lo real”. Apenas un instante después, cuando nos descubrimos presa del engaño al que hemos sucumbido por hábito o descuido, nuestro cerebro empieza a reconocer. Y ahí, con solo una pizca de atención más, descubrimos que reconocer es un palíndromo, un camino de ida y vuelta: en el caso de Rafael Lafuente reconocer es traernos de regreso a lo ya visto. 

En verdad Sherlock Holmes gustaba de los interiores con cadáveres, además de las drogas. Nunca es una estupidez buscar al culpable de tamaña excentricidad y tener la oportunidad de observar, de nuevo con todo su esplendor, la alfombra persa traída en el viaje de novios que, por el momento, y hasta que se resuelvan las pesquisas, el cuerpo inerte del marido sobre ella impide disfrutar; o recuperar el Chester que preside el salón cuando sea retirada la mujer caída sin vida sobre él, después de brindar y beber en la celebración de su primer aniversario de boda, por supuesto. No me atrevo a preguntarle a nuestro fotógrafo sobre el decálogo de Chesterton porque imagino sin duda que desde la infancia tiene entre sus lecturas escogidas las novelas de Conan Doyle. Pero en cada una de las ocasiones que he tenido para acercarme a los espacios representados en las obras de Lugar de los hechos -aquí se me hiela la sonrisa-, he podido escuchar una postrera respiración, convirtiéndose a veces en una lánguida e indescriptible voz llegada desde el más allá, entiendo, y, por más que rastreo ávidamente cada milímetro cuadrado del espacio de la fotografía, no encuentro a su dueño.

Es obvio que esas voces las escucho con oído literario, el que todos tenemos, y que afinó perversamente en nosotros Edgar Allan Poe en El gato negro[11]. Allí, presa de “la rabia más demoniaca” y tras cometer el asesinato de su propia mujer, el desalmado protagonista del truculento cuento se enfrenta a la tarea de ocultar el cuerpo, llegando a la conclusión de que la mejor manera de hacerlo es “emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas”. Tras un minucioso enlucido y revoco del macabro nicho, “la pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada”, y concluye: “Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: «Aquí por lo menos no he trabajado en vano»”. Afortunadamente, Poe hace justicia evidenciando la torpeza de aquel enterramiento que escondía, junto al cuerpo muerto, un inesperado invitado. Como invitado inesperado me siento cada vez que me encuentro a solas con las imágenes de Rafael Lafuente. Esa calidez del gris[12] que todo lo tiñe, ese cuidado convulso para que todo parezca llegado a la escena sin que nada ni nadie se hubiera interpuesto evitándonos su presencia, esa colocación teatral de los objetos, esa paz de interior que nos aísla de la vorágine mortal de los afueras, junto con esa atmósfera de aire ya respirado, me producen la mayor de las inquietudes, el más profundo malestar en medio del más bello de los escenarios posibles.

Laserna, 9 de diciembre de 2016.



[1] Wagensberg, Jorge. Ideas para la imaginación impura. 53 reflexiones en su propia sustancia. Barcelona. Edit. Tusquets, 1998, p. 90: “El arte es una forma de conocimiento cuyo método se basa en un único principio: el principio de la comunicabilidad de complejidades ininteligibles”. Dice una amiga con mucha ironía que lejos de poder considerarse un privilegio la imaginación - en particular la imaginación artística -, a su entender es “un defecto”; y no paramos de reír jugando a creer sin ninguna evidencia científica, por supuesto, que la inteligencia humana por extensión está fundada sobre un defecto estructural de nuestro cerebro y que gracias a que unos pocos supieron aprovecharlo y fueron sensibles a esta diferencia se ha convertido en germen de todo lo inimaginable y raíz de todo lo humano. 
[2] Benjamin, Walter. Discursos Interrumpidos I. Madrid. Edit. Taurus, 1973, p. 171. 
[3] Ballot, Jean-Christophe. Le Louvre transfiguré. París. Edit. Créaphis y Musée du Louvre, 2002. Aunque todas las imágenes de Ballot tienen relación con la obra de Rafael Lafuente, véanse con especial atención las fotografías de las páginas: 59, 60, 62, 63, 65, 71, 97, 99, 116. 
[4] http://www.nyc.gov/html/records/html/archives/archives.shtml 
[5] Sante, Luc. Evidence. NYPD Crime Scene Photographs: 1914-1918. New York: Barnes & Nobles, 2006.
[6] Quiero recalcar el agradecimiento por el artículo periodístico que nos ha conducido hasta los datos que desconocíamos: González, José Ángel [Ánxel Grove], http://blogs.20minutos.es/trasdos/2012/04/26/el-archivo-de-la-sangre-fotos-policiales-nueva-york/ [consultado el 25-11-2016], quien rescata los nombres de aquellos improvisados fotógrafos y las técnicas usadas para la realización de las fotografías. Los citamos en el mismo orden que González utiliza en su artículo: “John A. Golden, Clement A. Christensen, Arthur W. DeVoe, Frederik F.E. Zwirz, Charles E. Carsbrer y un tal Abrams del que [Sante] solo averiguó el apellido”. 
[7] Sontag, Susan. Sobre la fotografía. Barcelona. Edit. Debolsillo, 2009, p. 114. 
[8] Ramírez, Juan Antonio. La arquitectura en el cine. Hollywood la edad de oro. Madrid. Edit. Alianza, 1993, p. 293: “Ni siquiera la participación ocasional en el cine de estos grandes arquitectos europeos demuestra que ellos consideraran el set como un decisivo terreno de expresión”. 
[9] Cartier-Bresson, Henry, Fotografiar del natural. Barcelona. Edit. Gustavo Gili, 2014. 
[10] Chesterton, G. K. Obras completas I. Barcelona. Edit. Plaza y Janés, 1967, pp. 1095-1097. [Todos los entrecomillados del decálogo -extractado por quien esto escribe- pertenecen a las páginas reseñadas en esta cita].
[11] Allan Poe, Edgar. Cuentos I. Madrid. Edit. Alianza, 1996. [Todos los entrecomillados que a continuación se suceden en este párrafo pueden encontrarse en las pp. 113-114 de la edición reseñada]. 
[12] op. cit., Chesterton, pp. 1009-1010. En “La gloria del gris” perteneciente a esa reunión de ensayos brevísimos llamados Alarmas y digresiones, el escritor cuenta en torno al color gris: “Un día puede ser gris como el acero, y otro gris como el plumaje de una paloma. Uno nos puede parecer como una helada mortal, y otro gris como el humo de una cocina sustanciosa. No hay cosas que puedan parecer más distintas que las vacilaciones del gris y las decisiones del escarlata. Y, sin embargo, el gris y el rojo se pueden entremezclar, como lo hacen en las nubes mañaneras, y también en una especie de piedra cálida y ahumada que utilizan en las pequeñas ciudades del Este para edificar. En esas ciudades hasta las casas, que son completamente grises, tienen en sí algo cálido; como si sus secretas chimeneas fuesen tales hornos de hospitalidad que debidamente transfundieran los muros, como si fuesen muros de nubes. […] El gris es siempre un color que parece estar siempre en la víspera de cambiar a otro color; avivarse hasta convertirse en azul o blanquearse hasta convertirse en blanco o brotar hasta transformarse en verde u oro”.