domingo, 18 de febrero de 2007

El Maestro.

Tocaba el cuadro con dedos temblorosos. El perfume del óleo le asqueaba tanto como lo pintado. No lloraba ni parecía querer hacerlo. Miraba fijamente un punto infinito en el color verde, de frente, de cerca, pegando la nariz a un pegotito de pintura que sobresalía en la lisura de la tela. Su tripa hinchada de años removió los colores allí donde la tripa del modelo terminaba de secarse. Sus piernas tan firmes como siempre le empujaban más y más contra el lienzo. Ninguna palabra, ningún sonido, ningún murmullo, nada. De repente un fogonazo sacudió su eco en los cristales, y el brazo derecho se alzó desperezado, como vivo, mientras el resto del cuerpo permanecía allí quieto, de pie, en la misma posición. Su mano izquierda temblorosa volvía a tocar el cuadro, su nariz se manchó de verde, su rostro también, su tripa se aplanó sobre la tripa húmeda recién pintada, sus piernas hacían crepitar a la madera, cuando su mano derecha se abrió violentamente dejando caer una pequeña pistola, en el momento que de su boca encharcada salió un silbido fino ahogado entre gárgaras. Se separó del cuadro como si éste le hubiese empujado hacia atrás y mientras caía -me contó el joven asustado que posaba-, parecía que quien caía era la propia pintura. Tumbado en el suelo permaneció varias horas hasta que el joven pudo reaccionar. En el Maestro, el rojo de la sangre y su cuerpo embadurnado por los colores habían creado su mejor obra hasta la fecha. Sólo durante aquella noche en el velatorio, pudo contemplarse tan extraordinario homenaje a la pintura; pasaron los artistas de la ciudad y muchos curiosos, y nadie dudó, por lo que he podido saber, que aquella fuese su mejor obra, como tampoco nadie preguntó nunca quién era el muerto.