jueves, 3 de enero de 2019

CARLOS ROSALES
Julio Hontana

“Y si la vida fuera bastante larga, toda cosa habría sido finalmente deseada y odiada; toda opinión sentida como verdadera y como falsa”. 

Paul Valéry 


 Cuenta el escritor Robert Macfarlane que en unos de sus paseos al pico escocés de Ben Lawers se encontró con un “cajón de roca sedimentaria […] formado por cientos de capas delgadas de roca gris, no más gruesas que una sábana”. Tras una breve inspección el autor dedujo que “cada capa era una paráfrasis de diez mil años: cien siglos abreviados en un espesor de roca de tres milímetros”[1]. Sigan leyéndole: “Entre dos capas grises descubrí un fino estrato plateado. Introduje la azuela del piolet de paseo en la roca con intención de separar los estratos haciendo palanca. El bloque se partió y abrió, y conseguí meter la mano debajo de la pesada tapadera. La empujé hacia arriba y se abrió. Y allí, entre dos estratos de roca gris, apareció casi un metro cuadrado de mica plateada brillando de pronto al sol…, el primer sol que la tocaba en millones de años, seguramente. Fue como abrir un arcón de plata a rebosar, como abrir un libro y encontrar una hoja convertida en espejo en el interior, o como abrir una trampilla y descubrir una cámara del tiempo tan vertiginosamente profunda que podía haberme caído en ella de cabeza”. Créanme que cada vez que leo este episodio no veo al escritor contándome el milagro de su luminoso descubrimiento, sino una perfecta descripción de la obra artística de Carlos Rosales, que en este caso el escritor ha vivido en primera persona con el mismo entusiasmo que hubiera sentido de encontrarse con una escultura desconocida de Donatello. Pero no extraña que el relato y la similitud con las obras de Carlos Rosales sea tan evidente: los dos estudiaron bellas artes y los dos comparten una manera de mirar el mundo y el asombro por la revelación que se esconde en los detalles. Ese “arcón de plata” lo comprende Rosales sin esfuerzo porque él también se detiene en lo insignificante para liberar la belleza oculta de las cosas, en busca de su sentido y su luz. Puede que las obras solo necesiten ese pequeño esfuerzo de hacer palanca, de clavar en su justo lugar la mirada, la sensibilidad y el entendimiento para que, por un instante siquiera, la luz ilumine por primera vez la obra que una vez vista, e independientemente de su naturaleza o cualidades mecánicas –hablo como si de un mineral se tratara-, se abre a infinitos significados. Atrapado en el reflejo de sus miles de capas queda el rostro de quien contempla por primera vez, solapado por millares de instantes ahora que, a la intemperie, ha comenzado también su desintegración: no hay vuelta atrás. Por esta razón -que Macfarlane pasee con mirada de artista y Rosales trabaje con sabiduría de orfebre, con la dulce paciencia de quien paso a paso se adentra en la sombría espesura de la creación- era inevitable que coincidiesen aquí. Pero ambos operan en sus respectivas disciplinas como Robert Walser nos lega en Los cuadernos de Fritz Kocher: “somos constructores y tomamos el bosque como modelo para construcciones venideras. Esto tiene que quedar tan sólido y magnífico como un bosque de montaña; y se desmorona. Porque hay algo pequeño, muy pequeño, sobre lo que lo gigantesco ha debido tropezar. Está y, en su estar, es hermoso. Entonces se muere”[2]. Carlos Rosales tienen una capacidad innata para desenterrar agudamente el significado de eso tan pequeño “sobre lo que lo gigantesco” tropieza: a veces es el tiempo; siempre el arte. Y saber hacerlo antes de morir, tanto el cuerpo como la idea.

Así como una palabra tiene la capacidad de señalar sus acepciones a poco que estemos preparados para modelar la frase en la que está inserta, el material plástico con el que trabaja Rosales parece haber nacido de una sola pieza, con una única acepción, con su raíz sólidamente arraigada bebiendo el agua de un profundo manantial. En sus obras se atisba ese brillo de la mica bajo centenares de capas de lecturas. Quizás por ello en ocasiones haya tenido la inteligencia de aislar sus obras en placas de petri[3] obligando al espectador a poner el ojo sobre la obra como quien pone una lupa al sol para concentrar todos los rayos del astro en un punto, y no en todos, a sabiendas de que en aquella ocasión los microorganismos no se multiplicaban en el experimento pero sí en nuestra imaginación. Pero que nadie le crea un ingenuo, es un artista y sabe mejor que nadie, como Walser dice, que “las ideas vuelan en torno a lo bello como mariposas ebrias sin llegar a ninguna meta ni punto fijo”[4], y que es presuntuoso obligar al otro a mirar en una sola dirección: la herramienta inventada para cumplir con este objetivo es el horror y el dolor inmisericorde, y Carlos Rosales hace mucho que abandonó esa leyenda del artista atormentado por la angustia y la desazón del fracaso continuo curándose a base de buenas dosis de ironía y no poco sentido del humor. Pero si miramos con atención su obra, Rosales nos impone restricciones que, a pesar de que no las veamos, existen como obligaciones. Y no son pocos los cebos que nos ensimisman frente a su obra mientras, sin darnos cuenta, el cerebro memoriza y organiza pensamientos en torno al objeto de contemplación que inmediatamente asimilamos como conceptos figurados. Un descuidado y rápido vistazo podría hacernos creer que todas sus obras se alejan de lo abstracto. Buscamos argumentos en esa obstinación suya desde hace años por borrar la huella de la mano; una mano llena de efectista y cultural presencia, que en mi opinión no responde a una elección fortuita en el manejo de los materiales plásticos, sino a la decisión consciente de camuflar sus obras entre la poderosa producción de objetos industriales en espera de que la sensibilidad las rescate y las devuelva al lugar que les corresponde. Mientras ese momento llega y Carlos Rosales continúa puliendo sus obras con destreza de artesano en la pulcra atmósfera de laboratorio, sus obras se presentan ante nuestros ojos con la tramposa apariencia de inocentes ejercicios escolares, aunque en el fondo son virtuosas creaciones que han evitado conscientemente que los amaneramientos del creador perturben el recogimiento en el que se sume el espectador al contemplarlas. La obra de Rosales es un señuelo magnífico –pausado y tierno, en ocasiones-, que busca iniciar el camino sin dependencias de la corriente artística dominante ni sus tramoyas teóricas, haciendo que la relación artista-espectador, mediada por la obra, sea de una insólita simplicidad, alejándose incluso de las maneras de los artistas de su tiempo, de las referencias visuales del arte encadenado a la carrera de su improbable evolución y dejando al descubierto, si quien mira está atento, las generosas fisuras por las que deslizar nuestra dilucidación. Porque la obra en sí no es más que un contenedor con la forma que le dan sus variadas interpretaciones: la práctica totalidad de ellas aún por desentrañar; volveremos sobre este asunto. Para Jorge Wagensberg estaba claro: “El arte es una forma de conocimiento cuyo método se basa en un único principio: el principio de la comunicabilidad de complejidades ininteligibles. […] El acto artístico es esencialmente un acto binario, y su consumación, para un científico, es un extraño milagro, porque una punta claramente insuficiente es capaz de arrastrar una infinitud”[5]. Para Rosales, experto en concretar principios, atrapar nuestra atención, reclamar complicidad y exigir nuestra compañía con solo un “pensamiento”, también el arte es comunicación y conocimiento, pero sobre todo es un acto de amor. Han leído bien, no se sonrojen. Se lo he oído decir tantas veces que he acabado por no juzgarlo porque al fin he creído comprender que se refiere a esa manera en que el amor es descrito por Paul Valéry, extrapolable en el caso de Carlos Rosales tanto al ser amado como al objeto artístico: “El amor consiste en sentir que le hemos cedido al otro, a pesar de uno mismo, lo que no era sino para uno mismo”[6], y que no está lejos de aquella afirmación de Gombrich cuando se preguntaba “acerca de una obra de arte que nos emociona, por qué es tan hermosa, tan excitante, tan desgarradora”, contestándose él mismo de esta manera tan sincera: “no estoy tan seguro de que haya nunca una respuesta excepto la antigua: que el artista ha encontrado el camino a nuestro corazón”[7]. Es ahí, frente a ese objeto, donde se encuentran ustedes ahora: un objeto cedido con la esperanza de que en su interior se desaten los significados aún por desvelar. El artista no ha podido conocerlos todos, ni siquiera se ha permitido la licencia de que la obra sea mutante -muchas otras- debido a su encantadora imprecisión. Carlos Rosales les cede una forma, una sola, sabiendo que ustedes están cargados de un apetito interpretativo irrefrenable.

Podríamos concluir que en una obra de arte nunca se ve nada; solo se intuye. Disculpen, volvamos a empezar, porque quizás por culpa de mi impaciencia les haya parecido pretenciosamente ingeniosa esta frase. Quiero decir que, aparentemente, la obra de arte solo muestra una escena donde se nos invita a ver todo aquello que el artista ha considerado suficiente para iniciarse en una verdad que está más allá de la obra y cuyo único camino para alcanzarla consiste en acceder a través de la obra misma. Un juego ese de traspasar la obra de arte y su motivo tan antiguo como el propio acto de pintar. Cierto es que la obra de arte no se oculta, permanece frente a nosotros sin disimulos: el lienzo es lienzo; el acrílico es acrílico; el color gris Payne es el color gris Payne; y el tornado que devasta el horizonte, enhiesto y embravecido como una bailarina girando en pirouette en el escenario, es el asunto elegido por el artista, en lucha por evitar su desaparición, para fijar una evocación inspirada deliberadamente en el objeto representado. La contemplación de una obra de arte tiene consecuencias transformadoras, pero carece de fórmulas universales para la obtención de su efecto por repetición una y otra vez. El pensamiento artístico se desencadena en el sutil desplazamiento del significado. Desastre en gris Payne (las seis obras que lo conforman) es un monumento a la destrucción cuya belleza inocula el pánico: es una obra sublime; inmensa. La naturaleza se ha vuelto imprevisible y nos concede la posibilidad de observar desde una inusitada proximidad, a salvo en nuestro papel de espectadores, ese pavoroso juego que se traen atmósfera y suelo. Es nuestra dimensión humana y nuestra incapacidad para detener el fenómeno –no para predecirlo- lo que convierte un tornado, un huracán o un terremoto, en un hecho colosal; traumático. Pero no somos tan cándidos como para olvidar que en términos geológicos estos acontecimientos apenas se consideran una caricia. En cambio, es un productor inagotable de sentido para la imaginación creadora. Los tornados de Carlos Rosales son, en primer lugar, una demostración incontestable de su maestría pictórica que revelan su habilidad innata para abordar cualquier proceso técnico con éxito: aire turbio pintando aire turbio. Un derroche de sabiduría pictórica inmaculada que nos hace creer que el nacimiento del cuadro se produjo en ausencia del artista. Cuando estamos delante de una tormenta de Leonardo da Vinci somos conscientes de estar frente a un dibujo que representa la suma de desastres que transforman la quietud de la tierra en una ecuación con resultado de muerte, a cuenta del movimiento perpetuo y violento de todo cuanto nos rodea: un sumidero; la garganta del caos. En Desastre gris Payne apenas podemos certificar que aquello que vemos sea una pintura; para cuando estamos en disposición de saberlo el siniestro y bello tornado ha tenido lugar, dejándonos indemnes entre el edificio torturado y la memoria de nuestra parálisis. El arte ha consumado el engaño, no solo por el nítido trampantojo sino porque todas las preguntas acerca del cuadro quedaron suspendidas en espera de que resolviésemos su hipnótica belleza en nuestra mente. A quienes no hayan conocido el trabajo pictórico de Carlos Rosales les costará reconocer en estas obras aquellos paisajes primeros que el pintor –solamente me refiero al pintor- ya acometía en su juventud. Son esos mismos paisajes que pintaba Rosales de manera monumental los que aquí son arrasados, batidos sin piedad por un aire enfurecido que descoyunta los áridos viñedos domesticados, las desperdigadas arboledas y, por qué no, el territorio de su infancia. Es un nuevo testamento pictórico que su autor cita con disimulo. He querido medirlo: 1/14 parte del lienzo está ocupado por la tierra y las restantes 13 partes por un inconmensurable cielo en rebelión del que no escaparemos; tampoco el pintor. Una devastación dirigida hacia sí mismo, principalmente, conocedor de que el rabioso viento desintegrará el dibujo superficial del territorio, las construcciones y los cultivos: hasta nosotros pereceremos, claro está, pero a salvo queda la estructura de la naturaleza porque es propio de ella esta suerte de transformación, de regeneración. Es, me atrevo a añadir, una prueba fehaciente de su confianza en la arte y el continuo naufragio en el que los artistas se ven inmersos sin remedio, sin que nadie les preste atención. De ahí que los artistas ejecuten en ocasiones con su obra acciones contra sí mismos, contra su propia obra, contra la obra de terceros, contracorriente y contra natura, sin importarles eso que al resto de los mortales nos obliga a estar alerta de continuo: la maldita coherencia.

Las obras de Carlos Rosales requieren una “reacción interpretativa”, no solo un deleite por las partes que la constituyen, técnica y compositivamente, sino de la significación que se esconde tras la amalgama de materiales que el artista ha seleccionado específicamente para dar forma a sus obras. Rosales tiene aprendida la lección que desgrana Victor I. Stoichita al referirse al emblema y no le pesa, puesto que de alguna manera ha concebido emblemas contemporáneos, silenciosamente, mientras el resto estaba puliendo su estilo en el marasmo de las modas y el mercado. Me detengo aquí porque en muchos casos la obra de Rosales funciona en el modo que lo hacían los emblemas en el siglo XVII, por seguir la argumentación de Stoichita, para “encontrar, bajo el velo de lo real, una significación”[8]. A fin de cuentas el emblema, -sigue citando a Claude François Menestrier en su L´Art des emblemes[9]- “hace inteligible […], hace pensar y razonar a aquellos que contemplan las imágenes”[10], y añade Stoichita de su mano que lo “importante es la búsqueda en sí”, no tanto la “obligación” de hacer “descubrimiento” alguno. En el Laocoonte de G. E. Lessing la disyuntiva a cuenta del emblema enfrenta, como es obvio en esta obra, a poetas y artistas. Muchas veces la obra de Rosales ha sido definida como poética, lo que siempre procura la sensación de que existe una equivalencia entre imagen poética e imagen artística, sin que sepamos nunca sus límites, ni quede aclarado tampoco cuándo ambas se convierten por exceso o por defecto en ilustrativas o pintorescas. Quizás por ello era necesario que Lessing y su tratado, romántico -eso sí-, apareciesen en este texto en nuestro auxilio: “cuando el artista adorna de emblemas una imagen, no hace sino elevar esta simple imagen a la dignidad de un ser superior. Pero si el poeta emplea esos adornos pintorescos, hace de un ser superior un muñeco”[11]. Rosales usa para sus obras de unos minúsculos muñecos en miniatura que deambulan por los objetos y escenarios que pueblan sus obras. Lo hace sin esconder la burla que supone ser tan explícito en el uso de esta analogía, esencial en algunas de sus obras. No juega a que interpretemos literalmente el mundo de los humanos a escala entomológica, ni mucho menos, pero sí desea que el espectador adquiera una dimensión desproporcionada con respecto a los objetos para poner a prueba la fortaleza de los conceptos y sus propias convicciones. Esos falsos seres que en el arte ocupan nuestro lugar están cargados de un simbolismo del que es muy difícil abstraerse sin caer en el chiste y lo burdo. Sin embargo Rosales sigue manteniéndolos como puntos de conexión en un territorio que hace tiempo que está en crisis: la realidad. Quizás por ello no sería de extrañar que sus obras fueran menguando cada vez más, hasta hacerse casi invisibles, observables solo con microscopio, ajenas a este mundo y solo existentes en una dimensión cuyas leyes y juicio nos sean ajenas. Importa poco entonces si las obras que tienen ante ustedes hablan de destrucción, pérdida, anhelos o la más inverosímil de las circunstancias, porque las obras de arte hablan de todas a la vez con el propósito de nombrar lo nuevo. Todos hemos caminado las salas de los museos (de esta misma Fundación, incluso) en busca de una interpretación jamás revelada y que, susurrada solo a nuestros oídos por el propio artista a través de su obra, nos hable un lenguaje que desconocíamos poseer Ese extrañamiento conduce a la ambigüedad[12] sobre la que se erigen las obras de arte, y esta a su vez permite unificar el lenguaje sin diezmar su sentido: libros como puntas de icebergs culturales que asoman instructivamente o se funden irremediablemente; figuras de construcción que nada construyen, o que inauguran avanzadas formas arquitectónicas para las que aún falta por idearse su argamasa (que siempre es la misma: la voluntad); balines que destruyen porcelana, o la monumental fragilidad sobre la que se asientan nuestras ideologías, mientras el artista desaprende y propone un orden nuevo: quizás la ruina, para la que no carecemos de razones que ayudan a acrecentarla, escombreras inútiles rebosantes de limo cultural en descomposición, y deseos de que todo desaparezca transformado en turba o tragado por el imparable viento en torbellino de un tiempo nuevo. Poco hay que ustedes puedan hacer ante una muestra de obras de Carlos Rosales: dejarse interpelar por la reflexiva sensibilidad de su trabajo; o salir corriendo a sus estudios, a sus lugares de paz, para entregarse a la tarea de nombrar el mundo que aún está por explorar. Eso sí, esperen a verla completa, aquí nada sobra, todo lo existente es imprescindible; y el impulso que el arte genera en la mente de un espectador prevenido no se agota jamás.

Llegamos al final y no dejo de pensar en Carlos Rosales paseando con su genuina mirada de artista ensimismado queriendo entender los ciclos de la naturaleza en los alrededores de Briñas, donde vive, sabiendo tropezarse con lo intrascendente, oculto a nuestros ojos en el paisaje, mientras persevera para sacarlo a la luz y mostrárnoslo transmutado en obra de arte. Ojos y mirada la del artista que me han recordado aquel pasaje de los diarios de Katherine Mansfield: “Estábamos sentados en la cumbre del acantilado que domina el mar. Dábamos la espalda a la ciudad. Cada una de nosotras llevaba un cesto de fresas. Acabábamos de comprarlas a una mujer morena de ojos vivos, ojos que saben encontrar fresas”[13].


[1] Macfarlane, Robert. Las montañas de la mente. Barcelona. Alba editorial, 2005, pp. 85-86.
[2] Walser, Robert. Los cuadernos de Fritz kocher. Valencia. Editorial Pre-textos, 1998, p. 146.
[3] Rosales, Carlos.[Agorafobia]. Logroño. Edita Cultural Rioja, 2012. Exposición realizada en la Sala Amós Salvador de Logroño entre septiembre y octubre de 2012. La obra a la que nos referimos lleva por título “caldo de cultivo”.
[4] Ibíd., [Agorafobia]…, p. 146.
[5] Wagensberg, Jorge. Ideas para la imaginación impura. Barcelona. Editorial Tusquets, 1998 p. 90: “el arte es una forma de conocimiento cuyo método se basa en un único principio: el principio de la comunicabilidad de complejidades ininteligibles. Esta creencia, pues, sería la hipótesis fundamental del arte”.
[6] Valéry, Paul. Cuadernos (1894-1945). Barcelona. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2007, p. 264.
[7] Gombrich, E. H. Gombrich esencial. Madrid. Editorial Debate, 1997, p. 178.
[8] Stoichita, Victor I.. La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea. Barcelona. Ediciones del Serbal, 2000, p. 160.
[9] Menestrier, Claude Françoise. L´Art des emblemes. Lyon, 1662. https://books.google.es/books?id=ylVZ0Ng9hjkC&printsec=frontcover&hl=es&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false [última consulta: 25/03/2018]
[10] ibid., Menestier, p. 160.
[11] Lessing, G. E. Laocoonte. México. Universidad Nacional Autónoma de México, 1960, p. 75-76: “Esta regla ha sido siempre tan observada y respetada por los antiguos como violada es hoy por los poetas modernos”.
[12] Berger, John, Siempre bienvenidos. Madrid: Edit. Huerga y Fierro, 2004, p. 270: “cada evento, como cada objeto, precisa ser alojado en el espacio de su propia ambigüedad, así como uno necesita reconocer la ambigüedad que va superando. […] El problema de la narrativa, no es, en contra de lo que tantas veces se ha dicho, encontrar las palabras. Es el de ensamblar las situaciones, los eventos, sin que las palabras puedan tergiversarlos”.
[13] Mansfield, Katherine. Diario 1910-1922. Barcelona. Parsifal Ediciones, 1994, p.20.