jueves, 3 de enero de 2019

«TACET»
A propósito de la obra
Hands, de Rubén Martínez Orio
Julio Hontana.
“La lluvia sobre el mar es asonante”
Rafael Pérez Estrada




Primer Movimiento.

Imaginen a un joven recién llegado a su ciudad de nacimiento tras muchos años en el extranjero que en un descuido, empujado por su curiosidad, se ensimisma en la lectura de un folleto que informa sobre un premio de arte joven. Sin pensárselo lo toma, lo pliega con precauciones euclidianas guardándolo en el bolsillo de su cazadora, mientras retorna al camino del que este insignificante papel ha sido parada inesperada; Guy Debord le hubiera sugerido marcar este punto como vórtice de sus derivas psicogeográficas, pero nuestro joven no tiene en mente ruta alguna, pasea, respira, escucha y nada de lo que está viviendo se pretende materia artística sino diálogo de retorno; profunda escucha imprescindible para sustituir las sombras de antaño con la soberbia presencia del ahora.

Las calles, húmedas por la lluvia otoñal, reflejan la luz de las farolas duplicando la perspectiva para aquellos que desean huir de la realidad por el atajo de la imaginación. Al cabo de un rato, cuando el paseo evidencia que el tamaño de avenidas, edificios y jardines -en definitiva, la ciudad- no se han transformado sustancialmente a pesar de los años de ausencia y, de nuevo, frente a la célebre estatua ecuestre erigida en memoria a una ilustre figura histórica que acabó sus días de gloria en esta ciudad, se detiene.

Fija entonces su atención en la estatua que preside el céntrico parque para quien, solo unos años atrás, compuso un interludio musical a base de lanzar cantos rodados, piedras de distintos tamaños y con distinta fuerza, contra la escultura de bronce en cuestión, que al impactar en la ampulosa anatomía de caballo y jinete producían un campanudo sonido, inimitable con los instrumentos que hasta entonces conocía en la escuela de música. Con disimulo, a largo de los años, siempre de madrugada, fue afinando el mastodóntico instrumento y la puntería. Todo músico que se precie tiene que ser un prodigio de sensibilidad muscular, cuyo virtuosismo crece en proporción aritmética según la distancia que toque el instrumento. Las piedras elegidas para lanzar a las patas y pezuñas eran delgadas y planas, porque con ellas conseguía notas largamente agudas que pellizcaban el tímpano como ningún violín llegará a hacerlo jamás. Los graves había de buscarlos lanzando con fuerza las piedras más grandes, incluso algunas muy grandes, sobre la panza del equino y contra el pecho y cabeza del notorio personaje. Si el lanzamiento era perfecto, casi siempre lo era, retumbaban en toda la plaza con un estallido sonoro difícil de explicar, mucho menos después de que el eco devolviera latigueado una y mil veces ese sonido matizado por el rebote infinito en los vidrios y ladrillos de todos los edificios de la manzana. Los silencios entre piedras, los espacios entre notas, los cambios de posición para un óptimo lanzamiento, todo contaba en la elaboración de la composición que más tarde, en el escritorio de casa, se obligaba a condensar hasta el amanecer, en una partitura que desafiaba la lógica de las enseñanzas que cursaba.

Durante un tiempo sus salidas nocturnas solo estuvieron acompañadas de un saco de piedras escogidas por su forma y compacidad y sus creaciones se convirtieron en conciertos acusmáticos, que se hacían desear por los vecinos de la zona sin que nadie llegara a confesarlo nunca. Hoy la escultura solo preside una fuente átona. Como todas las esculturas erigidas para conmemorar una hazaña ya solo esperan otra gesta que las derribe; y las habrá. El arte es pródigo en vaticinios.


Segundo Movimiento.

Preguntado recientemente por una periodista con ocasión de la publicación de la totalidad de sus ensayos y obras musicales inspiradas por los sonidos de impacto sobre monumentos, respondió que, en todas las guerras, en particular las que se libran en las ciudades y pueblos con arbolado, estatuas, monumentos o edificaciones, “hacer sonar” estos elementos, que no volarlos, con las balas de fusil o cañón, es un motivo de juego más propio de la música que de la instrucción militar, un frívolo disfraz del miedo quizás que, en consecuencia, pone en riesgo la integridad de la obra en cuestión; no mucho más riesgo que el del soldado que espera órdenes en una trinchera. No es solo puntería; es puntería que suena, con la esperanza de que la conjunción de esas notas dispersas en un océano de sonidos despierte de su sueño a los combatientes, o les induzca el valor necesario para seguir un metro más. En todo lo existente late un universo sonoro oculto por los prejuicios o el desconocimiento. Las piezas cortas compuestas en la adolescencia “contra” el condottiero del Espolón se convertirán pronto en una sucesión de Variaciones en homenaje a las Goldberg por Gould.

Vuelve a llover y no hay piedras en los alrededores; ya no hay piedras en los parques, advierte. 

Mirando en todas direcciones, llevado por una alegría que nadie sabe de dónde le nace, improvisa un elegante paso de baile girando sobre sí mismo que recuerda al dibujo mudo de un compás. Desde niño ha danzado en ausencia de otras expresiones artísticas. Una danza más propia de un ritual que de una servil sucesión de pasos académicos. A su tranquilo caminar sumaba una gestualidad inventada sacudiéndose las horas de tortuoso pupitre, con instantes de máxima belleza cuando escuchaba el chisposo desgarro de las fibras musculares al romperse en las figuras más extremas que componía sin ensayar. Cuenta que los movimientos más bruscos los hacía sin calentamiento; los más lentos eran agónicos y siempre dolorosos. De entre todas las cosas que los seres humanos donamos al mundo el arte es lo más antinatural. El tiempo pasa y los pensamientos le han enrocado en un camino sin sentido pero tiernamente melancólico. La noche se ha echado. 


Tercer Movimiento.

De repente advierte extrañado que los dedos de su mano derecha no han dejado de doblar y desdoblar, como si tuvieran vida propia, piensa, el tibio y húmedo papel que creyó perder en el bolsillo abisal de su cazadora y al que no había prestado atención hasta ahora. Tentado por el deseo de mirarlo, pero sin sacarlo del bolsillo, comprende que sus dedos han estado atrapados en una incesante pelea creativa por imitar la escalinata de acceso de la biblioteca Laurenciana; sonríe y se pregunta en voz alta: “¿hora y media “construyendo” una escalinata Laurenciana de bolsillo en el bolsillo?”. Sonríe ampliamente. Siempre sonríe. Recuerda a la perenne sonrisa de Buda que John Cage regalaba en cada acción, en cada concierto, en cada fotografía, una sardónica monería de felicidad anuncio de su resistencia porque él, compositor en vida, habría de consumar una extraordinaria obra musical teniendo como base el silencio y el tiempo, sin la estúpida treta de la muerte que le imitaría a punto de cumplir 80 años con ese burdo truco de eliminar el instrumento y poner fin al tiempo; fracasando, por supuesto. No era el único en preferir el silencio puesto que es una inclinación humana que arraiga al menor descuido[1].

En la mano izquierda nuestro joven lleva bien sujeto un diario en el que, antes de bajarse del tren esta mañana, ha copiado una frase de los diarios de Kafka: “8 [de octubre de 1916]. Uno no se prepara para la vida de marino con ejercicios en un charco, pero sí puede volverse incapaz de ser marino con demasiados entrenamientos en un charco”[2]. Al bajar la mirada al suelo pisa con fuerza un charquito que desaparece al instante; vuelve a sonreír. Mientras tanto y al unísono, como excelente músico que es, no deja parar a su mano derecha, pensando la mejor manera para que sin aparejos de obra, sin ruidos mecánicos ni marmóreas toneladas de piedra pero con el esplendoroso brillo y dimensiones áureas del papel estucado, sus dedos completen la sorprendente tarea emprendida involuntariamente.

El joven músico nunca ha visitado la escalinata de la biblioteca florentina pero sí recuerda el libro de historia del arte del que arrancó su fotografía delicadamente, sintiendo al desagarrarla que esa catarata de piedra mudaba a lejanas coordenadas, como así fue; aterrizó sobre la imagen de Martha Graham en un programa de mano de una de sus actuaciones a la que nunca fue pero que su madre conservaba entre las páginas de un antiguo plano de la ciudad de Logroño, el mismo día que decidió estudiar percusión en una importante escuela en el extranjero.

«tacet al fine»

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Dibujo de la escalinata Laurenciana por Miguel Ángel Buonarroti.
Martha Graham. Letter to the World, 1940. Foto: Barbara Morgan.

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[1] Pérez Estrada, Rafael. Crónica de la lluvia. Barcelona. Edit. Edhasa, 2003, p. 44: “Ernest Houston, filósofo que se decía puro, adquirió la costumbre de enviar como correspondencia hojas en blanco".
[2] Kafka, Franz. Diarios. Obras completas II. Barcelona. Edit. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2000, p. 605.