jueves, 3 de enero de 2019

“REVELAR EL INTENTO”
A propósito de la exposición Perro dormido
de Claudia Rebeca Lorenzo
Julio Hontana Moreno

El éxito lo juzgan más dulce
Quienes nunca triunfaron.
Apreciar un néctar
Requiere la más cruel necesidad.



Emily Dickinson 


Recuerda con precisión Eugenio D´ors en “Avisos al visitante de las exposiciones de pintura” la recomendación que Rodin hacía al escultor Mañé: “Cuando usted quiera modelar una estatua en pie, al trabajar con ese pie, proceda a separarlo de la masa, para que, teniéndolo en la mano, pueda ocuparse en analizar y plasmar los relieves musculares de la planta del pie, aunque aparentemente ese trabajo quede perdido, pues la tal planta ha de quedar oculta al reposar el pie en el suelo. Porque si no lo hace así, luego los músculos de la parte superior del pie le bailarán”[1]. Cabe preguntarse si, aún hoy, quien ejecuta una escultura lo hace con la misma obsesión que sugería Rodin, acomodando cada detalle anatómico en el lugar que le corresponde tanto en el interior, como en el exterior de la obra. Puede que no resulte significativo para la escultura actual preocuparse por asuntos estructurales de los que ya quedó liberada cuando la pura visualidad de los objetos se antepuso a la representación de lo “real”. Lo cierto es que Claudia Rebeca Lorenzo lo hace sin que la lección del escultor francés le resulte anacrónica. Y no lo es a pesar de sugerir un punto de partida nada convencional y quizás agotado, ahora que la sola pronunciación de un acontecimiento artístico –no digo ya contemporáneo- basta para aniquilarlo y extirparlo de raíz. Rodin hablaba de un pie, pero qué diferencia establecería nuestra artista con cualquiera de las esculturas que colonizan el espacio de esta sala: ninguna.

Rodin descubría de este modo la importancia de ocuparse de todo aquello que la vista no ve, ni verá, pero se refleja en el comportamiento de lo que observamos escondido bajo el sedoso envoltorio de la piel. Cada uno de nosotros podemos elaborar con esa recomendación una particular taxonomía de lo oculto, imprescindible para la comprensión del mundo tal como lo conocemos, o para subvertirlo (tal como deseamos), y que en el caso de Rodin sirvió para la transferencia de las conmovedoras emociones que su fogoso gesto imprimía en las esculturas. Se deduce por tanto la enunciación de una ley por la cual sin un conocimiento anatómico profundo ninguna verdad asoma del cuerpo ni es posible compartirla. Lo que no quiere decir, supongo, que esta ley sea exclusiva del realismo, ni siquiera de la figuración.

Idéntica clarividencia tuvo Goethe en 1787 cuando paseando entre la “vegetación extraña” del Jardín Botánico de Padua, entre las plantas que allí crecían, dijo: “se aviva más y más en mí cuanto más miro, aquella idea de que todas las formas vegetales se podrían haber desarrollado tal vez de una sola”[2] que, en explicación de R. H. Francé es llanamente que “la planta desarrolla sobre el suelo siempre un mismo órgano: la hoja, que se inserta en un nudo del tallo”, una especie de “desenvolvimiento del Universo” que el propio Goethe definió con un título de ambiciones científicas, como no podía ser de otra manera: “Metamorfosis de las plantas”. Esta circunstancia, el desenvolvimiento de la obra de arte nacida de un nudo oculto y protegido por capas y capas de material, es traída aquí por culpa de Claudia Rebeca Lorenzo quien con idéntica actitud trabaja en las obras que componen esta exposición. Lo hace por varios caminos, la escultura, el dibujo y el video, a través de los cuales nos permite acceder a una intimidad como pocas veces hemos tenido oportunidad de contemplar. Una intimidad de seres y lugares que en ningún caso alardean lúbricamente del sufrimiento, aunque en la mayoría de las obras se sostenga una furia en su ejecución que remite inmediatamente a la angustia: cuando la luz no consigue penetrar la tupida maleza, por ejemplo. Y en contraposición, otras titilan desde una exultante felicidad: cuando la sensualidad de un cuerpo o una flor toman forma y palpitan coloristas por encima del ruido y la oscuridad, por ejemplo. Pero por mucho que intentemos obviarlo las obras de Claudia Rebeca Lorenzo están recubiertas por una fina película teñida por el esfuerzo de condensar la experiencia del dolor; el duelo asociado a la pérdida. Y ahí nadie rebusque relatos soeces, obscenos ni humillaciones -de esos rebosamos todos- que de tan comunes que son se han convertido, por la penosa costumbre de mostrarlos, en medallas a la deshumanización, abocándonos en unos casos a la conmiseración y en otros a la insensibilidad; cuando no a la ramplona sensiblería que se resuelve con el inmediato olvido. Las obras de arte pese a su espontánea formulación reposan a salvo en una fosa abisal de difícil acceso.

Moguer debió de ser el paraíso en la Tierra, no solo por Platero[3], sino por la belleza de sus campos, la vida sencilla de sus gentes y los acontecimientos de la infancia que gracias a Juan Ramón Jiménez nos sirven –siempre en presente- para refigurar parte de nuestros recuerdos agostados, casi perdidos. Los campos que hoy podemos describir siguen teniendo flores e insectos salpicando alegremente el paisaje pero, atreviéndome a equivocarme, con mucha menos variedad de la que describe el poeta. La domesticación de los cultivos y los venenos han menguado la diversidad de nuestros campos en una proporción inversa al incremento del beneficio obtenido. La musical iridiscencia de la flora y la fauna de todas las especies que se citaban en Moguer no era metafórica ni inventada, se desplegaban a su existencia poética. Tampoco era exagerada habida cuenta de cómo llegados el otoño y el invierno, incluso la muerte de Platero, la luz acumulada era tanta, la felicidad y el descubrimiento tan denso, que la naturaleza aún nos regalaba una sensación de inmensa fortuna. Resulta agradable pensar los dibujos de Claudia Rebeca Lorenzo en una escala de felicidad similar, aunque en sus obras esos colores que en Juan Ramón son adjetivados y declamados con ilusión y brillo quedan sustantivados por la opaca espesura de la cera. Quizás por esa falta buscada de sutil transparencia se perciba una profunda nostalgia, como en la luz que despiden los cuadros de Munch, o algunas obras de James Ensor, o los paisajes y las flores de Emil Nolde y, por qué no, las vegetaciones de Alex Katz.

Todas las obras de arte –las pinturas principalmente- requieren de una iluminación, natural o artificial. En ocasiones algunas de esas obras devuelven la luz recibida a la temperatura que el artista creyó adecuada para la escena; pienso en Friedrich, en Turner, o en mismísimo Courbet. Esas obras tienen la cualidad de interponerse entre nuestro juicioso cerebro -nuestros sentidos- y el mundo, para a través de ellas alcanzar una sabiduría de todo aquello que nos rodea y para lo que carecemos de una forma adecuada: un «modelo». Cuando nos alejamos, cuando las perdemos de vista, nuestra experiencia se enriquece con matices emocionales y sensoriales no percibidos con anterioridad, y gracias a ello la realidad se nos muestra por fin ordenada, provisionalmente válida: desvelada[4]. Lo que, empujado al extremo hegeliano por Félix Duque, convierte a “la estatua, el cuadro o el poema como operaciones de limpieza de una realidad irregular y poco «presentable», por no decir sucia”[5]. Pero encontramos otras obras que no devuelven la luz de ese modo porque toda la existente la absorben, la necesitan, se alimentan de ella para iluminar lugares inaccesibles al común entendimiento. Estas obras apenas aportan conocimiento de los objetos que tienen por pretexto, ni les importa, su cometido es otro, pero tienen la virtud de parecer que nos miran desde el interior; como si por primera vez la luz llegara a algún confín que jamás imaginamos se encontrara en nosotros. Si apartamos la mirada de esas obras, si sorteamos su presencia como si nunca hubiéramos compartido espacio y tiempo, quizás el mundo siguiera siendo el que es, puede ser, pero nosotros ya nunca más seremos los mismos; pienso en Claudia Rebeca Lorenzo porque cuando examino sus obras me sucede lo mismo que diría Cézanne tras la contemplación de un Poussin: “sé mejor lo que soy”[6].

“Confío en el proceso, en revelar el intento”[7]. Esta elegante definición que acaban de leer es un extracto de las palabras que la propia Claudia Rebeca Lorenzo utiliza para explicar con precisión su trabajo. Confieso que no había leído en mucho tiempo una definición tan hermosa y exacta de la obra de un artista joven contada por sí mismo, siempre próximos como están -por las urgencias del mercado-, a la grandilocuencia de una tesis de dirección única. En la Historia existen algunos ejemplos sublimes que tienen el mismo objetivo: “revelar el intento”. Me vienen a la mente dos, antagónicos, que lo intentaron con la brillantez que acostumbraban. Uno el Libro de los Pasajes de Walter Benjamin[8], el monumento al fragmento y a la infinita galería de intereses de su inacabado corpus filosófico. El segundo viene y va en mi memoria sin permiso: “Pierre Menard, autor del Quijote”, de Jorge Luis Borges[9]. El libro de los Pasajes se despliega en toda su potencialidad por la obra del autor, mientras que el segundo “sacrifica” conscientemente, lo explica Menard (Borges), su propia obra[10] por el admirable empeño de “componer” El Quijote, es decir “producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea- con las de miguel de Cervantes”; sin conseguirlo, como bien saben ustedes[11] por la meticulosa postmodernidad, puesto que no podemos hablar literalmente de una copia: el tiempo en el que fue alumbrado el original no es ya nuestro tiempo.

Resulta conmovedora la valiente radicalidad con la que nuestra joven artista ha renunciado a esa patosa manipulación de las imágenes que la contemporaneidad ha instituido como principio generador de cualquier discurso estético. En sus dibujos una ligera línea llena de dulce temblor queda desterrada. La mancha pictórica por la que se abre paso la luz nacida en el letargo de la penumbra, abolida. Los volúmenes humildemente escultóricos son pecios de un cuerpo en reformulación cuya apariencia se asemeja a su propia idea, y jamás al eco de aquello a lo que por accidente recuerde. Y sin embargo, unos y otros, dibujos y esculturas buscan un punto de confluencia que la artista ensaya con denuedo en ese espacio intersticial entre la Historia y su debilitamiento. Sabe que el herrumbroso mundo que hereda choca con la omnipresencia de la imagen digital protegida de atmósferas corrosivas y que casi podemos considerarla un nuevo elemento químico, de símbolo [Im], o una “enfermedad senil” [12] erigida en la reina de la combinatoria, pero aún carente quizá del poder para reinstaurar su enigmática presencia. Si la imagen ha perdido autoridad[13] debido a su manipulación, servilismo, ubicuidad y anonimia, no es extraño que los artistas se internaran en el botín de lo visual y lo desguazaran, sin temor a la casquería resultante, como un material más a su alcance.

Las obras de Claudia Rebeca Lorenzo tienen también origen en una inmersión en el subconsciente que aflora en la exuberancia salvaje de sus colores, apartados de cualquier tipo de academia, o mejor, cercanas a la única que carece de la presunción de haber tenido un caudal formal y que Gauguin se encargó de cincelar en la historia del arte con su frase: “¡La emoción primero!, la comprensión después”[14]. En alguno de sus trabajos existe un claro renacer del paisaje romántico debatiéndose, eso sí, por no terminar dispersándose en el sumidero por el que las obras de los artistas contemporáneos han transitado desde que Kandinsky[15] señalara el camino y los expresionistas abstractos lo culminasen[16]. No olvidemos que su formación académica ha estado regida por el conceptualismo vasco que afortunadamente dejó algunos resquicios por los que escapar de la repetición mimética de aquella generación que no es la suya. Todas las obras son obras en proceso. Puede que por ello, y no queriendo evitarlo, sus obras conserven un inacabamiento nada impostado que en el arte es tan fecundo y que podría interpretarse sin rubor como desvalimiento del enigma. Este proceder pudiera insinuar que el juego y el azar son materias primas esenciales de la actividad plástica de Claudia Rebeca Lorenzo, pero no acabo de estar convencido de que tengan el peso suficiente en la balanza para inclinar el platillo del hallazgo con más fuerza que el de la convicción. Estar alerta es una de las premisas de cualquier acción artística tanto como detenerse en la exploración de los elementos que aglutina la obra. Así, llevada por su aguda experiencia, articula toda una nueva serie de obras donde en algunos casos la representación permanece a la espera en estado larvario, metamorfoseándose oscurecida en el interior de un amasijo de film, que conserva la temperatura interna pero no impide que percibamos la anatomía que oculta. El árbol es hoja desde su nacimiento -Goethe de nuevo-, pero aquí todo se ha detenido sin evidencia de continuidad ni certificado de su liquidación.

Giacometti, decía Berger, “basó toda su obra de madurez […] en la imposibilidad de llegar a compartir la realidad con alguien. […] Por eso creía que era imposible ver una obra terminada”[17]. Historias incompletas concluye, donde el artista deposita abnegadamente el esfuerzo de su honda desesperación. Disculpen que carezca de la aprobación de la artista para afirmar que ella siente de un modo semejante, pero si de algo estoy seguro es de que la obra de arte, el esfuerzo en el arte, el denodado empeño de los artistas no puede ser otro que el de, certificada dicha imposibilidad –ninguno es tan necio como para no saberlo-, donar el producto de esa búsqueda como punto de partida, pero antes, mucho antes, como punto de reunión de lo humano con la Verdad. José ángel Valente atestigua en su obra poética esa maldita paradoja donde bucea sin dificultad el desalmado estado consistente en avanzar en la creación dudando eternamente y que expresa de forma lúcida en Primer Poema[18] del que transcribo aquí solo un fragmento:

No debo
proclamar así mi dolor.
Estoy alegre o triste y ¿qué importa?
¿a quién ayudaré?
¿qué salvación podré engendrar con un lamento?

Y, sin embargo, cuento mi historia,
recaigo sobre mí, culpable
de las mismas palabras que combato.

Paso a paso me adentro,
preciosamente me examino,
uno a uno lamento mis cuidados
¿para quién,
qué pecho triste consolaré,
qué ídolo caerá,
qué átomo del mundo moveré con justicia?
Remotamente quejumbroso,
remotamente aquejado de fútiles pesares,
poeta en el más venenoso sentido,
poeta con palabra terminada en un cero
odiosamente inútil,
cuento los caedizos latidos
de mi corazón y ¿qué importa?
¿qué sed o que agobiante
vacío llenaré de un vacío más fiero?


Las obras no siempre se ejecutan con un plan previo. Algunas se van fraguando defectuosamente diría, como si nada pudiera evitar que la obra se cruzase en un punto determinado con el artista que la busca. Eso me ha recordado el capítulo de La vida instrucciones de uso de Georges Perec[19], donde el ebanista Emilio Grifalconi “[…] en el desván del palacio de la Muette había encontrado los vestigios de una mesa”[20]. La descripción del objeto era el siguiente: “el tablero oval, maravillosamente incrustado de nácar, se hallaba en un estado de conservación notable, pero el pie central, una pesada columna fusiforme de madera jaspeada, resultó completamente carcomido; la acción de la carcoma había sido subterránea, interior, formando innumerables canales y canalillos llenos de madera pulverizada. […] después de extraer por aspiración toda la madera carcomida de los conductos, inyectó en ellos una mezcla casi líquida de plomo, alumbre y fibras de amianto. La operación salió bien, pero enseguida se vio que, aun consolidado de aquel modo, el pie seguía siendo demasiado frágil, y Grifalconi hubo de decidirse a sustituirlo por otro”[21]. Hasta aquí el relato de un ortodoxo maestro ebanista que usa de sus conocimientos para la restauración de una pieza original. Pero de repente, en un giro de guion inesperado, casi cinematográfico, Perec dota al protagonista de una capacidad de visión llamémosla, anómala. Continúen leyendo: “Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de disolver la madera que quedaba, con lo que se hizo visible aquella arborescencia fantástica, representación exacta de lo que había sido la vida del gusano en el interior de aquel fragmento de madera, superposición inmóvil, mineral de cuantos movimientos había constituido su existencia ciega, aquella obstinación única, aquel itinerario pertinaz, aquella materialización fiel de cuanto había comido y digerido, arrancado de la compacidad del mundo circundante los imperceptibles elementos necesarios para su supervivencia; imagen desnuda, visible, inconmensurablemente turbadora de aquel caminar sin fin, que había reducido la madera más dura a una red impalpable de galerías pulverulentas”.

Con las cautelas propias de quien ha consolidado su obra en el inestable equilibrio que la fidelidad a los continuos procesos investigadores obliga, y su consiguiente discusión sobre los resultados, Claudia Rebeca Lorenzo sabe que sus obras en transformación perpetua se han quedado en una región desasosegante y desde ahí se muestran. No esperamos que la belleza se exteriorice con facilidad, aunque los materiales que utilice seduzcan y arrebaten obligándonos a que el roce con las obras nos arranque de la cotidiana mansedumbre. Aceptemos que las obras de arte, al menos estas de Claudia Rebeca Lorenzo, tienen un germen de las que muy pocas obras pueden presumir y que curiosamente Mario Praz se jactaba de poseer también, frente a la pedante, tiránica y poco fértil crítica a la que aspiraban no pocos de los que le rodeaban: “Yo estoy dispuesto –dice Praz- a reconocerme en aquella categoría de inteligencias imperfectas […] que poseen facultades más bien sugestivas que comprensivas, que se conforman con fragmentos y retales de la Verdad”[22]. Para desde ese punto, añado yo, estar en una inmejorable predisposición para “revelar el intento”.


[1] Eugenio D´ORS. Tres horas en el Museo del Prado. Madrid. Edit. Aguilar, 1966, p. 117.
[2] R. H. FRANCÉ. La maravillosa vida de las plantas. Barcelona. Edit. Labor, 1961, p. 3.
[3] Juan Ramón JIMÉNEZ. Platero y yo. Madrid. Edit. Aguilar, 1962.
[4] Ibid., pp. 181-182. Baste, con intención de ilustrar este concepto, un pasaje poético de Platero y yo correspondiente al episodio LXIX, titulado “El «canto» del grillo”:
Platero y yo conocemos bien, de nuestras correrías nocturnas, el canto del grillo.
El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es vacilante, bajo y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo y, poco a poco, va subiendo, va poniéndose en su sitio, como si fuera buscando la armonía del lugar y de la hora. De pronto, ya las estrellas en el cielo verde y transparente, cobra el canto un dulzor melodioso de cascabel libre.
Las frescas brisas moradas van y vienen; se abren del todo las flores de la noche y vaga por el llano una esencia pura y divina, de confundidos prados azules, celestes y terrestres. Y el canto del grillo se exalta, llena todo el campo; es cual la voz de la sombra. No vacila ya, ni se calla. Como surtiendo de sí propio, cada nota es gemela de la otra, en una hermandad de oscuros cristales.
Pasan, serenas, las horas. No hay guerra en el mundo y duerme bien el labrador, viendo el cielo en el fondo alto de su sueño. Tal vez el amor, entre las enredaderas de una tapia, anda extasiado, los ojos en los ojos. Los habares mandan al pueblo mensajes de fragancia tierna, cual en una libre adolescencia candorosa y desnuda. Y los trigos ondean, verdes de luna, suspirando al viento de las dos, de las tres, de las cuatro… El canto del grillo, de tanto sonar, se ha perdido…
¡Aquí está! ¡Oh canto del grillo por la madrugada, cuando, corridos de escalofríos, Platero y yo nos vamos a la cama por las sendas blancas de relente! La luna se cae, rojiza y soñolienta. Ya el canto está borracho de luna, embriagado de estrellas, romántico, misterioso, profuso. Es cuando unas grandes nubes luctuosas, bordeadas de un malva azul y triste, sacan el día del mar, lentamente…”
[5] Félix DUQUE “La verdad puesta en obra” en Heidegger y el arte de verdad. Pamplona. Edit. Cátedra Jorge Oteiza/Universidad Pública de Navarra, 2005, p. 20: “[…] estilizaciones de la realidad, y a la vez estímulos e incitaciones para cambiar ésta de acuerdo con las exigencias ideales del arte”.
[6] Michael DORAN. Sobre Cézanne. Conversaciones y testimonios. Barcelona. Edit. Gustavo Gili, 1980, p. 201.
[7] Catálogo de la Muestra de arte joven en La Rioja. Logroño. Edit. Instituto Riojano de la Juventud. Gobierno de la Rioja, 2018.
[8] Walter BENJAMIN. Libro de los Pasajes. Madrid. Edit. Akal, 2005.
[9] Jorge Luis BORGES. Ficciones. Madrid, Edit. Alianza, 1995, pp. 47-59.
[10] Ibid., p. 55: “Mi solitario juego está gobernado por leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto «original» y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación”.
[11] Ibid., p. 59: “«Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia».
[12] Op. cit., DUQUE, p. 22: “Esto no es, en efecto, sino pseudorromanticismo postmoderno, como enfermedad senil de la tardomodernidad infotecnológica”.
[13] John BERGER. Modos de ver. Barcelona. Edit. Gustavo Gili, 1980, pp. 41-42: “El arte del pasado ya no existe como existió en otro tiempo. Ha perdido su autoridad. Un lenguaje de imágenes ha ocupado su lugar. Y lo que importa ahora es quién usa ese lenguaje y para qué lo usa. […] Una persona o una clase que es aislada de su propio pasado tiene menos libertad para decidir o actuar que una persona o una clase que ha sido capaz de situarse a sí misma en la historia. He aquí la razón, la única razón, de que todo arte del pasado se haya convertido en una cuestión política”.
[14] Donald KUSPIT. El fin del arte. Madrid. Edit. Akal, 2006, pág. 133. La frase puede encontrarse con distinta traducción pero sin cambiar su sentido en: Herschel B. CHIPP. Teorías del arte contemporáneo. Madrid. Edit. Akal, 1995, p. 82.
[15] Wassily KANDINSKY. De lo espiritual en el arte. Barcelona. Edit. Paidós, 1996.
[16] Robert ROSENBLUM. La pintura moderna y la tradición del romanticismo nórdico: de Friedrich a Rothko. Madrid. Edit. Alianza, 1993.
[17] John BERGER. Mirar. Barcelona. Edit. Gustavo Gili, p. 166.
[18] José Ángel VALENTE. Noventa y nueve poemas. Madrid. Edit. Alianza Editorial, 1981, p. 45.
[19] Enciclopedia del desnudamiento a vista de todos de un Paris en alzado que evoca aquel otro Madrid en planta de El Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara. Un cambio de perspectiva que coincide con la extensión en nuestros días del término “perfil” para referirse a la identidad del individuo en entornos digitales.
[20] Georges PEREC. La vida instrucciones de uso. Barcelona. Edit. Anagrama, 2000, p. 153.
[21] Ibid., p. 154.
[22] Mario PRAZ. La casa de la vida. Barcelona. Edit. Random House Mondadori, 2004, p. 330.