miércoles, 11 de junio de 2008

Levante

Dejaba las manos dentro del agua porque decía sentir el frescor del mar y sus corrientes. Y esta segunda afirmación era muy cierta: podía sentir la corriente marina y descubrir en qué lugar de esta infinidad azul se pescarían los más sabrosos peces, y como vimos después, también los más asombrosos. Aquella mañana introdujo su mano en las aguas algo turbias del rompiente junto al puerto, abrió mucho los ojos y la boca, dando con ella simpáticos bocados al aire, luego, silbó como dejando escapar el aire de sus labios sin demasiadas ganas, y acto seguido predijo: "-hacia Levante". Nos sonreímos cómplices por lo inusual de la situación aunque no dudamos en zarpar con el barco en la dirección propuesta, sacudiéndonos la ansiedad que desde el principio nos auguraba el éxito del pronóstico. Pero, al poco de comenzar la prometedora jornada de pesca, algo se torció. Sin darnos cuenta, las nubes se cerraron sobre nuestras cabezas, y las aguas se oscurecieron de un color casi negro, batiéndose irrealmente y provocando el pánico entre los cinco amigos que íbamos en aquel barcucho. No dio tiempo a pensar nada más. Una montaña de agua nos barrió sin compasión de la cubierta en la que absortos por la grandeza del suceso permanecíamos paralizados; el agua nos abrazó y hundió con fuerza envueltos en espuma y miedo. La barca desapareció y todos nosotros, perecimos.

Entonces, pensarán ustedes, cómo es posible que yo les esté contando esta historia si, como aquellos amigos, acabé perdido para siempre en las frías aguas de este inusitado mar. Es sencillo -aunque no me atreva a explicarles cuál es el fundamento científico que me permite hablarles después de muerto-, aunque la razón quizá sea, la indignación y la sospecha de que toda aquella tragedia fue premeditada; un asesinato perpetrado sin piedad por aquel misterioso individuo que metía la mano en el agua en busca de las corrientes. Mientras nos hundíamos y el aire me iba hinchando el pecho por temor a perderlo y no quedara ni una gota de oxígeno, pude ver como aquel maldito ser se internaba en las profundidades, tranquilo, desenvolviéndose con seguridad bajo el batir de las olas, cuando, con estupefacción admiré su extraña transformación: sus piernas juntas iban formando una larga y gruesa cola de pez acabada en una hermosa y escobada media luna; su cuerpo se curvaba perdiendo los brazos y naciéndole de la espalda una cordillera de espinas y dos aletas puntiagudas, como las que debajo de su pecho empezaban a brotarle; su rostro, ahora sí, me era tan familiar que di un trago a la salada agua del mar asombrado por el parecido con el individuo siniestro que antes fue un hombre, eso parecía, y después fue un pez, o en eso se transformó. Bajo el mar la turbidez cesó y el Sol alumbraba tímido el fondo marino que nos tragaba, poco a poco, hasta irisarlo todo y llegar a sentir su calor. La última vez que miré a mi alrededor creí ver a mis cuatro amigos nadando velozmente junto al indescriptible Ser camino de la superficie. Y no me equivoqué. Lo que les ruego a ustedes, si me permiten que acabe aquí mi relato, se aproxima la noche, es que no me exijan que les cuente a que debo mis agallas, esta enorme cola de colores, y el deseo de permanecer flotado eternamente solo en estas aguas.