jueves, 3 de enero de 2019

FANZINE MUNICIÓN -cuarto número 2017-
JOSÉ LUIS VIÑAS
VOSOTROS FUISTEIS, NOSOTROS SOMOS, ELLOS SERÁN.
A propósito de “Tierra de Botargas –Guadalajara Norte-”
Julio Hontana

«Botarga la larga
La cascaruleta,
Más vale mi culo
Que todas tus tetas».


Canción popular.

“Yo que he llegado tarde a tantas vidas,
hoy me acerco inseguro
a la desvencijada mirada de los sueños”.

Jesús Munárriz: Viajes y estancias. 



Familia y curiosidad fueron dos razones de fortuna que me permitieron pasear sin rumbo -ingenuamente pienso ahora- gran parte de La Alcarria, con esa energía y velocidad que dan los años turbadores de la juventud de modo que, en no pocas ocasiones, era incapaz de diferenciar si estaba posado claramente sobre la tierra firme del paisaje o sobre el lenguaje de sus gentes, que para mí entonces eran tan rocoso el uno como el otro. Y así pasé remendando en silencio los días y sus noches, con la intención de escuchar atentamente ese campo que nunca calla, que jamás descansa. Lo vivido en aquellas tierras, en aquel tiempo, se fijó a mis recuerdos de manera imperecedera, teniendo a Jadraque como centro y por límite la memoria.


No necesita José Luis Viñas ninguna presentación laudatoria; ni la desea. Nada resultaría más contradictorio que esa extendida conducta prologuista de prevenir al espectador (aquí también lector) para que abra bien los ojos ante la grandeza de una obra artística, como si las obras de arte necesitasen de continuo en este tiempo unas leyes prefijadas de reflexión anticipatoria para que el trabajo del artista desarrolle en nuestro interior el bálsamo emocional que cure el desorden conceptual de nuestro cerebro. A no ser que el ditirambo se requiera como aproximación lingüística a las “mojigangas” de los personajes que el artista rescata para la ocasión; que tampoco. Pero la presencia de la obra de José Luis Viñas en Munición es un placer que no quiero esconder. Hace ya muchos años que tengo la fortuna de contar con su amistad y, en tiempos en los que una leve brisa es capaz de echar a perder el recto proceder de cualquier ser humano, incluidos los de carácter estoico, no es poca cosa esta.

Es Munición el primer “lugar” donde aparece editada la serie completa “Tierra de Botargas –Guadalajara norte (2009-2010)-”, que reproduce el camino de Julio Caro Baroja[1] por esta geografía, iniciado una “mañana del 13 de enero de 1965” en busca, “a caza”, de las últimas manifestaciones del folklore alcarreño; en particular, las fiestas herederas de las Lupercalia de invierno. Ser testigo de un rito ancestral en la frontera de su desaparición obliga al antropólogo a extremar la agudeza de su mirada y refinar los métodos de investigación. Pero en este hermoso texto de Caro Baroja, nunca pensado como apéndice a su majestuosa obra El Carnaval[2], observamos a un estudioso que indaga a la caza de estas “arraigadas” celebraciones de “preservación contra el lobo, de purificación a la vez y de fecundidad de los rebaños” [3], en compañía de su hermano Pio[4], cámara al hombro y proyecto fílmico como única arma para capturarlas.

Según va transcurriendo el viaje, el corto viaje, percibimos sutilmente cómo el ánimo excitado con el que había nacido el estudio, impulsado por el interés que había despertado en Caro Baroja el extraordinario artículo de Sinforiano García Sanz[5], va decayendo poco a poco. En ningún caso esa percepción tan subjetiva, que sin rubor me atrevo a apuntar aquí[6], tendría nada que ver con la estremecedora mirada de Gutiérrez-Solana sobre, por ejemplo, las “carnestolendas”[7] de Madrid y todo aquello en lo que posara su realista y “negro” ojo de escritor, aunque en algunos cuentos de Viñas se respire ese aire de lo putrefacto de Solana[8], mucho más socarrón; mucho más colorido.

Madrid, por su cercanía con Guadalajara, atrajo a las gentes del campo y despobló sin remedio las tierras alcarreñas. Un cambio radical que tiene su primera crisis a principios del siglo XX, como nos recuerda Josep Fontana, llevándose por delante con enorme violencia al campesinado de la mayoría del Estado. Especialmente grave fue para “los pequeños productores […] cultivadores de cereal de Castilla la vieja y de León.”[9] Nadie pone en duda la relevancia que el campesinado español tuvo en las transformaciones sociales y políticas del siglo XX, ni que la raíz principal de tamaña inestabilidad económica y su consiguiente flujo migratorio fuese el precio del trigo. Ante la irreversibilidad de estos cambios, la poca audacia política para combatirlos, los “salarios más altos en los centros urbanos” [10] y el hambre en oleadas[11], que desde antiguo se venía sufriendo, y que el desarrollismo precipitó, se perdieron, además de vidas, los ritos que apuntalaban a las comunidades rurales y fijaban los ritmos vitales en las tareas del cultivo; esto es, las celebraciones de su ciclos “religiosos-legendarios”. Esta pérdida no se produjo en todos los lugares visitados por Caro Baroja, pero en ocasiones se “infantilizó” la botarga, por necesidad, por ausencia de jóvenes en el pueblo, con lo que ello significaba de alteración y degeneración de la fiesta. Por el contrario, hoy la botarga ha encontrado un modo de regresar “fuera de tiempo”, alejado del motivo ancestral que lo propiciaba, convirtiendo sus venerables orígenes en un espectáculo estival[12] que le asegura la supervivencia, augurando, quizás, su progresiva decadencia, pero aún visible, entrañable y necesario.

García Sanz describe cómo “La Botarga” (o el botarga) salta y danza por las calles con su particular atuendo[13], persiguiendo especialmente a “las mozas” y pidiendo limosna al forastero, además de asustar a los niños, entrar en las casas, robar, y con histriónica gestualidad hacer bufonadas delante de la imagen de la Virgen a su salida de la iglesia. Y allí, perdido entre los lugareños, imagino a José Luis Viñas tomando nota, atento, sabiéndose testigo de un tiempo remoto, mientras brinca y resuena el arlequinado anunciando su inminente desaparición. De hecho, la desaparición de la botarga se consumará al finalizar la ejecución de la ceremonia, escondiendo el traje, ocultándolo a la vista de toda la comunidad, volviendo a las sombras y esperando, si los tiempos son propicios, su celebrado regreso como vaticinio de fertilidad.

Pero cuando el viaje está concluyendo Caro Baroja nos da la clave: “¿Qué es este enmascarado de 1965 sino la misma imagen, proyección o representación del pueblo en ruinas, del pueblo que desaparece […]?”.[14] La identificación de la botarga con la ruina, atrapada por Viñas en cada una de sus obras, no pretende ser ilustración de nada, ni las raíces de esta ruina se encuentran en un solo territorio, ni en una comunidad humana aislada. La extensión del fenómeno, extrapolado de la fiesta, está tan generalizada que las palabras de Caro Baroja suenan proféticas.

El proceso de trabajo de José Luis Viñas queda explicado con precisión por él mismo: “Desde 2004 soy un pescador de espectros en el ocaso de los mundos rurales. He recorrido durante más de 10 años recónditas comarcas ibéricas en declive o abandono, fotografiando viejas construcciones obsoletas, luego imaginándolas habitadas por resistentes, locos o fantasmas. Lo hacía mediante un breve cuento y un dibujo.”[15] Esas fotografías sin artificios que toma de las edificaciones en desintegración, y el cuento que pone voz al dibujo de lo que el artista figura en su interior, recuerdan sin esfuerzo a las imágenes de Alfred Kubin[16], despertando monstruos, tempestades, brujas, y demonios en ambientes opresivos, paisajes desolados, o en primeros planos sin la esperanza que da la perspectiva. En Kubin cualquier espacio cerrado es una madriguera de la que supuran sueños abominables. En el caso de José Luis Viñas las habitaciones, radiografía[17] figurada de la imagen fotográfica, salones o habitáculos que sospecha se ocultan tras los ancianos muros, nos presentan un episodio de vida privada[18], a la vez que figurada en un escenario iluminado al capricho de la historia, que el artista inventa para sostener la estructura del edificio revivificando el hogar que un día fue. Hogares de dramas y comedias, cuentos y recuentos sobre los vivos, sobre los muertos, como rescataba Gaston Bachelard de la obra literaria de Henri Bachelin[19] en la que, rememorando el invierno, el escritor nos habla de esas “viejas casas” donde en su interior las historias, “las bellas leyendas que se transmiten los hombres adquieren un sentido concreto y se hacen susceptibles, para quien las ahonda, de una aplicación inmediata. Y así tal vez uno de nuestros antepasados, expirando en el año 1000, pudo creer en el fin del mundo. Porque las historias no son aquí cuentos de la velada, cuentos de hadas relatados por las abuelas; son historias de hombres, historias que meditan fuerzas y signos”; Viñas, sin duda, añadiría que las historias son también, y sobre todo, las de las mujeres. Cuentos –los sugeridos por Bachelin; los que acompañan a los dibujos de Tierra de Botargas-, que deflagran la imaginación, como si con cada historia se nos apareciera una puerta en el techo, al estilo de aquella acción que proponían Ilya y Emilia Kabakov para “salir hacia otro mundo que no hemos visto”. [20] 

La idea de que somos una Civilización en profunda decadencia, que estamos caminando sobre uno de esos escalones de la historia de los que tanto argumentó Arnold Toynbee, esos donde las ruinas ya no pueden esconderse, surgidas -puesto a fabular con tino apocalíptico- del cataclismo económico y social del capitalismo extremo; del derroche energético y su cambio de modelo aplazado sin fecha; del fin del trabajo; y de la ausencia de soluciones políticas más allá del consentimiento tácito de los gobiernos para el espolio planetario feroz, hace que posarse poética y silenciosamente sobre dichas ruinas, sin deseos de transformar un saco de piedras en una morada eficiente, sea un acto de resistencia. Aún cumplen su función los acuclillados muros de esos edificios fotografiados por Viñas, aún son capaces de vibrar como “membranas”[21] para trasferir luminosamente la opacidad de las tinieblas y lo hediondo del aire encerrado en esas atmósferas centenarias sin ventilación. Hasta en Las Meninas Velázquez abrió una puerta al fondo para que el cuadro respirase, para respirar nosotros, para escapar quizás, o porque no hubiese sido suficiente el aire de esa enorme habitación del Alcázar para sobrevivir eternamente; olemos igual vivos y muertos.

Pegar el oído a las paredes es un pasatiempo infantil que todos hemos jugado. El nacimiento de algunos terrores nocturnos se origina en esa escucha indiferenciada donde seres vivos y objetos se intercambian los papeles para poblar de fantasmas una imaginación que aún no tiene pleno dominio de su manejo. En las rutas que ha establecido José Luis Viñas por la geografía del abandono, y que tan agudamente ha sabido estudiar Raquel González Rodelgo, se puede experimentar un rumor similar al que a través del pincel de Paul Klee sintió Walter Benjamin frente a su Angelus Novus y el huracanado viento del “progreso”[22]. Sin embargo nuestro artista lo explica con abrumadora serenidad: “Hoy más que nunca, las ruinas, testimonio de fracaso, vía muerta hacia otra posible existencia, conforman una barrera frente al poder de la demolición total; aquel que nos deja a la intemperie en un nuevo y ubicuo desierto, sobre el cual ya nos advirtió Nietzsche.[…] Frente a la acumulación de las mercancías, que se consumen compulsiva y masivamente, otorgar importancia a los espacios y a los tiempos no-productivos no puede sino constituir per se una acción subversiva.”[23] No productivo fingía Camilo José Cela que sería su Viaje a la Alcarria en 1952. Y ya entonces comprobamos cómo terminó esa “historia de historias”, pilladas al vuelo, a veces retrato antropológico, a veces cuento, y continuamente literatura. No resultaría extraño que el viaje comenzado un día por José Luis Viñas, desde su destierro en Guardo, acabase en genealogía que nos represente a todos: a nosotros; a vosotros; a ellos.

Cabe finalizar con un retrato colectivo, uno tan arcaico y ruinoso como los edificios y casas donde los que figuran en él vivieron; ruinas que todos guardamos en el olvido y que Camilo José Cela supo registrar y recomponer, en piedra de sillarejo, como una sociedad en imparable derrumbe y que jamás encontraría el camino de regreso salvo en el contar, en el decir; no como resurgir de un pasado de barbarie, ¡de ningún modo!, sino para contar lo jamás contado. La botarga solo se aparece para retornarnos a tiempos de fertilidad con la energía de generaciones acumulada por la historia; acumuladas en las historias: “-Mi nombre es Julio Vacas, aunque me llaman Portillo. En este pueblo [Brihuega] cada hijo de vecino tiene su apodo, aquí no se libra nadie. Aquí tenemos un Capazorras, un Tamarón y un Quemado. Aquí hay un Chapitel, un Costelero, un Pincha y un Caganidos. Aquí hay un Monafrita y un Cabezón, un Mahoma y un Padre Eterno, un Caldo y Agua y un Caracuesta, un Chil y Huevo y un Cabrito Ahumado, un Fraysevino, un Insurrecto, un Píoloco y un Mancobolo, un Taconeo, un Futiqui y un Pilatos; aquí señor mío, no nos privamos de nada. […] –Y a todos juntos nos dicen bufones y borrachos los de los pueblos de al lado.”[24]


Lo dicho: Botargas todos.


[1] Caro Baroja, Julio. “A caza de Botargas”. Revista de dialectología y tradiciones populares, Madrid tomo XXI, 1965, cuadernos 3 y 4, págs. 273-292. Consúltese: http://hdl.handle.net/10357/18738. Consulta realizada el 2 de agosto de 2016.

[2] Caro Baroja, Julio. El Carnaval. Edit. Alianza editorial, Madrid 2006.
[3] Ibíd., pág. 346.
[4] Pio Caro Baroja produjo documentales y películas de temas folklóricos junto a su hermano Julio Caro Baroja, constituyendo ambos una productora cinematográfica. El documental “Las Botargas” (1965) recoge el viaje que el antropólogo recogió en “A caza de botargas”.
[5] García Sanz, Sinforiano. Botargas y enmascarados alcarreños. (Notas de etnografía y folklore).Cuadernos de Etnología de Guadalajara. Nº1, 1987. Institución provincial de Cultura “Marqués de Santillana”, Excelentísima Diputación de Guadalajara. pág. 11: “En el Norte y Noroeste de España son muchos los nombres que se les dan a los enmascarados, similares a las "botargas" alcarreñas, entre los que citaremos: irrio, arrias, cinseiros, chóqueiros, madamitas, vellos, maragatos, muradanas, cigarróns, felos, borralleiros, murrieiros, cocas, charruas, troteiros, entroidos, zaharrones, zafarrones, zamarrones, sidras, bardancos, cardona, zarramón, mazarrón, mozorro, cachimorro, guirrios, aguilarderas, ceniceras, vexigueos, zagarrones... , unos actúan como máscaras individuales y comparsas de Carnaval y otros como componentes de grupos de danzas o jefes de las mismas. En la Rioja se da el nombre de "cachibirrios" y "zarragones" a los directores de las danzas, según vemos en el trabajo de don José Magaña “Contribución al estudio del vocabulario de la Rioja”. (Fundamental estudio que introduce en el conocimiento de las botargas y personajes populares de la provincia de Guadalajara).
[6] Caro Baroja, op.cit., pág. 276 “La reflexión cardinal durante el viaje de vuelta es obvia: ¿Es el país que hemos visto el mismo de las capitales, de las grandes zonas urbanas?”. Pág. 287: “Nuestro terreno es malo pero es bonito –admite un vecino-. Otro dice que sus aguas son bonísimas y abundantes. / No hay más remedio que asentir y aun decir que no es aquello o no debía de ser tan malo como dicen. Pero, hoy por hoy [1965] esta conciencia de maldad natural impera”. Pág. 292. “Según esta doctrina [la glorificación del “billete verde"], hemos de aceptar que el limpiabotas del cafetín o bar del suburbio es más feliz que el propietario rural de tipo medio de Guadalajara, de Cuenca, de Soria o de Segovia. La anuencia con la que se acepta esto es estremecedora”.
[7] Gutiérrez-Solana, José. Obra literaria I y II. Fundación Santander Central Hispano, Madrid 2004.
[8] Ibíd., Obra literaria, tomo II. “Florencio Cornejo (novela) 1926”, pág. 376: “Han pasado los años. El autor de este libro, está muy viejo y achacoso, para colmo de males, le ha salido, a muy cerca de la avanzada edad de sesenta años, un chancro sifilítico; se le está quedando la cabeza pelada como un queso y no conserva ya un solo diente. Se ha enterado de que la mujer de Florencio, la buena y simpática Juana, ha tenido un fin desastroso: está recluida en un manicomio, pues parece monomanía persecutoria, y cree que los frailes quieren violarla y quitarle la herencia; se mea en los bancos del jardín y muchos días se niega a comer porque cree que van a envenenarla para robarle unos papeles que lleva, cosidos, en el pecho”.
[9] Fontana, Josep. Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo XIX. Edit. Ariel, Barcelona 1975. A finales del siglo XIX el precio del cereal en España tenía un precio tan alto de venta y coste de producción, además de su ineficaz distribución posterior por el territorio, que era mucho más rentable el “coste de traerla por mar desde Odesa o Nueva York” (pág. 187). “Pero si los efectos inmediatos de la crisis pudieron paliarse, y la gran agricultura subsistir casi indemne, no salieron tan bien librados los pequeños productores, en especial los cultivadores de cereal de Castilla la Vieja y de León. La secuela de la crisis agraria fue la tremenda oleada de emigración campesina que se produjo a comienzos del siglo XX: de 1904 a 1913 marcharon a Ultramar cerca de de un millón y medio de españoles, empujados por el hambre y la miseria. Si tenemos en cuenta que esta cifra venía a representar el 8% de la población española, nos percataremos de la magnitud de la pérdida, mayor, proporcionalmente, que la de la emigración a la Europa industrial en los años 1960 a 1967. Pueblos enteros llegaron a plantearse la posibilidad de una emigración colectiva.” (págs. 190-191).
[10] Ibíd., pág. 202.
[11] Ibíd., pág. 196: “Que la situación de los hombres del campo no era mejor en Castilla la Vieja o León lo muestran, por ejemplo, las cifras de mortalidad infantil, que son, con las de Extremadura, las más elevadas de España y explican que Severino Aznar calificara a estas regiones de “horrendo matadero humano”. Citando al propio autor: Severino Aznar. Despoblación y colonización. Editorial Labor, Barcelona, 1930, pág. 26. Traigo aquí esta cita por parecerme significativa al compararla con la que le propio José Luis Viñas hace en una sucinta autobiografía publicada en su blog personal “http://latrovadelmundoroto.blogspot.com.es/ 2015/10/ruinas-2.html”: “Personalmente, he perseguido demasiados finales silenciosos, demasiadas muertes sin relato, como una vez las calificó mi admirado Luis Mateo Díez en una conversación personal. Estoy con los niños que no son Aylán y que también mueren varados en otras playas; a ellos les presto mi susurro, a otros como ellos dibujo en papeles gastados o pinto en retablos llenos de huecos y de recortes. Sólo esa humanidad cualquiera, despojada de todo amparo, da sentido a mi trabajo: un atlas de orfandad”. (consultado el 2 de agosto de 2016).
[12] Díaz Ascaso, Olga. “Botargas y danzantes: evoluciones diferentes. Diferencias entre el periodo invernal y estival”, Cuadernos de Etnología de Guadalajara, nº 42, 2010, págs. 45-67. Biblioteca Virtual de Castilla la Mancha. En este artículo Díaz Ascaso también hace referencia a la infantilización del rito y a la feminización del mismo (pág. 64) que, debido a la ausencia de hombres dispuestos para asumir la función tradicional que estos tiene en la celebración de la botarga, recae en el arrojo de algunas mujeres.
[13] García Sanz, op.cit., “Viste la "botarga" un traje propio de arlequín, de bayeta roja y amarilla, alternando el color en grandes trozos, y en el centro de un trozo rojo, por ejemplo, va un círculo estrellado amarillo, o viceversa; una gran careta de cartón de facciones monstruosas le tapa la cara; la cabeza la lleva cubierta con un capuchón de la misma tela y colores que el traje y una especie de orejas, que en forma de cilindros le cuelgan de los lados; a la espalda, gran cobijón de la misma tela y colores, donde guarda ceniza, paja muy molida o pelusa de espadaña; a la cintura, sujetos por fuerte correa, innumerables cencerros y zumbas de los carneros ,y vacas; en la mano derecha, descomunal castañuela, y en la izquierda, una gran cachiporra; calza abarcas con peales de pellejo. Una especie de rabo de la misma tela completa su aspecto demoníaco”.
[14] Caro Baroja, Julio. “A caza…”, op. cit., pág. 291.
[15] Viñas. op. cit.
[16] Kubin, Alfred. Sueños de un vidente. IVAM Centre Julio González, Valencia, 1998.
[17] Siempre me llamó la atención que entre las pertenencias que Walter Benjamin llevaba en su equipaje el día de su muerte se encontrara una radiografía.
[18] Arendt, Hannah. La condición humana. Edit. Paidós, Barcelona, 1996. pág. 70: “Antes de la Edad Moderna, que comenzó con la expropiación de los pobres y luego procedió a emancipar a las clases sin propiedad, todas las civilizaciones se habían basado en lo sagrado de la propiedad privada. […] En sus orígenes, la propiedad significaba ni más ni menos el tener un sitio de uno en alguna parte concreta del mundo y por tanto pertenecer al cuerpo político, es decir, ser el cabeza de una de las familias que juntas formaban la esfera pública. […] Lo sagrado de lo privado era como lo sagrado de lo oculto, es decir, del nacimiento y de la muerte, comienzo y fin de los mortales que, al igual que todas las criaturas vivas, surgían y retornaban a la oscuridad de un submundo”. Sugerimos la fascinante interpretación de Arendt sobre el texto de Fustel de Coulanges La ciudad antigua. Estudio sobre el culto el derecho y las instituciones de Grecia y Roma.
[19] Bachelard, Gaston. La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica. México, 2013. pág. 73.
[20] Kabakov, Ilia y Emilia. El palacio de los proyectos (1995-1998). MNCARS –Palacio de cristal-, catálogo de la exposición. Madrid 1998.
[21] Burgin, Victor. Ensayos. Edit. Gustavo Gili, Barcelona, 2004. pág. 157.
[22] Benjamín, Walter. Iluminaciones I. Edit. Taurus, Madrid 1990. pág. 183: “[El ángel de la historia] Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que al ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irremediablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso".
[23] Viñas. op.cit.
[24] Cela, Camilo José. Viaje a la Alcarria. Edit. Espasa Calpe, Madrid 1978. pág. 55-56.
CARLOS ROSALES
Julio Hontana

“Y si la vida fuera bastante larga, toda cosa habría sido finalmente deseada y odiada; toda opinión sentida como verdadera y como falsa”. 

Paul Valéry 


 Cuenta el escritor Robert Macfarlane que en unos de sus paseos al pico escocés de Ben Lawers se encontró con un “cajón de roca sedimentaria […] formado por cientos de capas delgadas de roca gris, no más gruesas que una sábana”. Tras una breve inspección el autor dedujo que “cada capa era una paráfrasis de diez mil años: cien siglos abreviados en un espesor de roca de tres milímetros”[1]. Sigan leyéndole: “Entre dos capas grises descubrí un fino estrato plateado. Introduje la azuela del piolet de paseo en la roca con intención de separar los estratos haciendo palanca. El bloque se partió y abrió, y conseguí meter la mano debajo de la pesada tapadera. La empujé hacia arriba y se abrió. Y allí, entre dos estratos de roca gris, apareció casi un metro cuadrado de mica plateada brillando de pronto al sol…, el primer sol que la tocaba en millones de años, seguramente. Fue como abrir un arcón de plata a rebosar, como abrir un libro y encontrar una hoja convertida en espejo en el interior, o como abrir una trampilla y descubrir una cámara del tiempo tan vertiginosamente profunda que podía haberme caído en ella de cabeza”. Créanme que cada vez que leo este episodio no veo al escritor contándome el milagro de su luminoso descubrimiento, sino una perfecta descripción de la obra artística de Carlos Rosales, que en este caso el escritor ha vivido en primera persona con el mismo entusiasmo que hubiera sentido de encontrarse con una escultura desconocida de Donatello. Pero no extraña que el relato y la similitud con las obras de Carlos Rosales sea tan evidente: los dos estudiaron bellas artes y los dos comparten una manera de mirar el mundo y el asombro por la revelación que se esconde en los detalles. Ese “arcón de plata” lo comprende Rosales sin esfuerzo porque él también se detiene en lo insignificante para liberar la belleza oculta de las cosas, en busca de su sentido y su luz. Puede que las obras solo necesiten ese pequeño esfuerzo de hacer palanca, de clavar en su justo lugar la mirada, la sensibilidad y el entendimiento para que, por un instante siquiera, la luz ilumine por primera vez la obra que una vez vista, e independientemente de su naturaleza o cualidades mecánicas –hablo como si de un mineral se tratara-, se abre a infinitos significados. Atrapado en el reflejo de sus miles de capas queda el rostro de quien contempla por primera vez, solapado por millares de instantes ahora que, a la intemperie, ha comenzado también su desintegración: no hay vuelta atrás. Por esta razón -que Macfarlane pasee con mirada de artista y Rosales trabaje con sabiduría de orfebre, con la dulce paciencia de quien paso a paso se adentra en la sombría espesura de la creación- era inevitable que coincidiesen aquí. Pero ambos operan en sus respectivas disciplinas como Robert Walser nos lega en Los cuadernos de Fritz Kocher: “somos constructores y tomamos el bosque como modelo para construcciones venideras. Esto tiene que quedar tan sólido y magnífico como un bosque de montaña; y se desmorona. Porque hay algo pequeño, muy pequeño, sobre lo que lo gigantesco ha debido tropezar. Está y, en su estar, es hermoso. Entonces se muere”[2]. Carlos Rosales tienen una capacidad innata para desenterrar agudamente el significado de eso tan pequeño “sobre lo que lo gigantesco” tropieza: a veces es el tiempo; siempre el arte. Y saber hacerlo antes de morir, tanto el cuerpo como la idea.

Así como una palabra tiene la capacidad de señalar sus acepciones a poco que estemos preparados para modelar la frase en la que está inserta, el material plástico con el que trabaja Rosales parece haber nacido de una sola pieza, con una única acepción, con su raíz sólidamente arraigada bebiendo el agua de un profundo manantial. En sus obras se atisba ese brillo de la mica bajo centenares de capas de lecturas. Quizás por ello en ocasiones haya tenido la inteligencia de aislar sus obras en placas de petri[3] obligando al espectador a poner el ojo sobre la obra como quien pone una lupa al sol para concentrar todos los rayos del astro en un punto, y no en todos, a sabiendas de que en aquella ocasión los microorganismos no se multiplicaban en el experimento pero sí en nuestra imaginación. Pero que nadie le crea un ingenuo, es un artista y sabe mejor que nadie, como Walser dice, que “las ideas vuelan en torno a lo bello como mariposas ebrias sin llegar a ninguna meta ni punto fijo”[4], y que es presuntuoso obligar al otro a mirar en una sola dirección: la herramienta inventada para cumplir con este objetivo es el horror y el dolor inmisericorde, y Carlos Rosales hace mucho que abandonó esa leyenda del artista atormentado por la angustia y la desazón del fracaso continuo curándose a base de buenas dosis de ironía y no poco sentido del humor. Pero si miramos con atención su obra, Rosales nos impone restricciones que, a pesar de que no las veamos, existen como obligaciones. Y no son pocos los cebos que nos ensimisman frente a su obra mientras, sin darnos cuenta, el cerebro memoriza y organiza pensamientos en torno al objeto de contemplación que inmediatamente asimilamos como conceptos figurados. Un descuidado y rápido vistazo podría hacernos creer que todas sus obras se alejan de lo abstracto. Buscamos argumentos en esa obstinación suya desde hace años por borrar la huella de la mano; una mano llena de efectista y cultural presencia, que en mi opinión no responde a una elección fortuita en el manejo de los materiales plásticos, sino a la decisión consciente de camuflar sus obras entre la poderosa producción de objetos industriales en espera de que la sensibilidad las rescate y las devuelva al lugar que les corresponde. Mientras ese momento llega y Carlos Rosales continúa puliendo sus obras con destreza de artesano en la pulcra atmósfera de laboratorio, sus obras se presentan ante nuestros ojos con la tramposa apariencia de inocentes ejercicios escolares, aunque en el fondo son virtuosas creaciones que han evitado conscientemente que los amaneramientos del creador perturben el recogimiento en el que se sume el espectador al contemplarlas. La obra de Rosales es un señuelo magnífico –pausado y tierno, en ocasiones-, que busca iniciar el camino sin dependencias de la corriente artística dominante ni sus tramoyas teóricas, haciendo que la relación artista-espectador, mediada por la obra, sea de una insólita simplicidad, alejándose incluso de las maneras de los artistas de su tiempo, de las referencias visuales del arte encadenado a la carrera de su improbable evolución y dejando al descubierto, si quien mira está atento, las generosas fisuras por las que deslizar nuestra dilucidación. Porque la obra en sí no es más que un contenedor con la forma que le dan sus variadas interpretaciones: la práctica totalidad de ellas aún por desentrañar; volveremos sobre este asunto. Para Jorge Wagensberg estaba claro: “El arte es una forma de conocimiento cuyo método se basa en un único principio: el principio de la comunicabilidad de complejidades ininteligibles. […] El acto artístico es esencialmente un acto binario, y su consumación, para un científico, es un extraño milagro, porque una punta claramente insuficiente es capaz de arrastrar una infinitud”[5]. Para Rosales, experto en concretar principios, atrapar nuestra atención, reclamar complicidad y exigir nuestra compañía con solo un “pensamiento”, también el arte es comunicación y conocimiento, pero sobre todo es un acto de amor. Han leído bien, no se sonrojen. Se lo he oído decir tantas veces que he acabado por no juzgarlo porque al fin he creído comprender que se refiere a esa manera en que el amor es descrito por Paul Valéry, extrapolable en el caso de Carlos Rosales tanto al ser amado como al objeto artístico: “El amor consiste en sentir que le hemos cedido al otro, a pesar de uno mismo, lo que no era sino para uno mismo”[6], y que no está lejos de aquella afirmación de Gombrich cuando se preguntaba “acerca de una obra de arte que nos emociona, por qué es tan hermosa, tan excitante, tan desgarradora”, contestándose él mismo de esta manera tan sincera: “no estoy tan seguro de que haya nunca una respuesta excepto la antigua: que el artista ha encontrado el camino a nuestro corazón”[7]. Es ahí, frente a ese objeto, donde se encuentran ustedes ahora: un objeto cedido con la esperanza de que en su interior se desaten los significados aún por desvelar. El artista no ha podido conocerlos todos, ni siquiera se ha permitido la licencia de que la obra sea mutante -muchas otras- debido a su encantadora imprecisión. Carlos Rosales les cede una forma, una sola, sabiendo que ustedes están cargados de un apetito interpretativo irrefrenable.

Podríamos concluir que en una obra de arte nunca se ve nada; solo se intuye. Disculpen, volvamos a empezar, porque quizás por culpa de mi impaciencia les haya parecido pretenciosamente ingeniosa esta frase. Quiero decir que, aparentemente, la obra de arte solo muestra una escena donde se nos invita a ver todo aquello que el artista ha considerado suficiente para iniciarse en una verdad que está más allá de la obra y cuyo único camino para alcanzarla consiste en acceder a través de la obra misma. Un juego ese de traspasar la obra de arte y su motivo tan antiguo como el propio acto de pintar. Cierto es que la obra de arte no se oculta, permanece frente a nosotros sin disimulos: el lienzo es lienzo; el acrílico es acrílico; el color gris Payne es el color gris Payne; y el tornado que devasta el horizonte, enhiesto y embravecido como una bailarina girando en pirouette en el escenario, es el asunto elegido por el artista, en lucha por evitar su desaparición, para fijar una evocación inspirada deliberadamente en el objeto representado. La contemplación de una obra de arte tiene consecuencias transformadoras, pero carece de fórmulas universales para la obtención de su efecto por repetición una y otra vez. El pensamiento artístico se desencadena en el sutil desplazamiento del significado. Desastre en gris Payne (las seis obras que lo conforman) es un monumento a la destrucción cuya belleza inocula el pánico: es una obra sublime; inmensa. La naturaleza se ha vuelto imprevisible y nos concede la posibilidad de observar desde una inusitada proximidad, a salvo en nuestro papel de espectadores, ese pavoroso juego que se traen atmósfera y suelo. Es nuestra dimensión humana y nuestra incapacidad para detener el fenómeno –no para predecirlo- lo que convierte un tornado, un huracán o un terremoto, en un hecho colosal; traumático. Pero no somos tan cándidos como para olvidar que en términos geológicos estos acontecimientos apenas se consideran una caricia. En cambio, es un productor inagotable de sentido para la imaginación creadora. Los tornados de Carlos Rosales son, en primer lugar, una demostración incontestable de su maestría pictórica que revelan su habilidad innata para abordar cualquier proceso técnico con éxito: aire turbio pintando aire turbio. Un derroche de sabiduría pictórica inmaculada que nos hace creer que el nacimiento del cuadro se produjo en ausencia del artista. Cuando estamos delante de una tormenta de Leonardo da Vinci somos conscientes de estar frente a un dibujo que representa la suma de desastres que transforman la quietud de la tierra en una ecuación con resultado de muerte, a cuenta del movimiento perpetuo y violento de todo cuanto nos rodea: un sumidero; la garganta del caos. En Desastre gris Payne apenas podemos certificar que aquello que vemos sea una pintura; para cuando estamos en disposición de saberlo el siniestro y bello tornado ha tenido lugar, dejándonos indemnes entre el edificio torturado y la memoria de nuestra parálisis. El arte ha consumado el engaño, no solo por el nítido trampantojo sino porque todas las preguntas acerca del cuadro quedaron suspendidas en espera de que resolviésemos su hipnótica belleza en nuestra mente. A quienes no hayan conocido el trabajo pictórico de Carlos Rosales les costará reconocer en estas obras aquellos paisajes primeros que el pintor –solamente me refiero al pintor- ya acometía en su juventud. Son esos mismos paisajes que pintaba Rosales de manera monumental los que aquí son arrasados, batidos sin piedad por un aire enfurecido que descoyunta los áridos viñedos domesticados, las desperdigadas arboledas y, por qué no, el territorio de su infancia. Es un nuevo testamento pictórico que su autor cita con disimulo. He querido medirlo: 1/14 parte del lienzo está ocupado por la tierra y las restantes 13 partes por un inconmensurable cielo en rebelión del que no escaparemos; tampoco el pintor. Una devastación dirigida hacia sí mismo, principalmente, conocedor de que el rabioso viento desintegrará el dibujo superficial del territorio, las construcciones y los cultivos: hasta nosotros pereceremos, claro está, pero a salvo queda la estructura de la naturaleza porque es propio de ella esta suerte de transformación, de regeneración. Es, me atrevo a añadir, una prueba fehaciente de su confianza en la arte y el continuo naufragio en el que los artistas se ven inmersos sin remedio, sin que nadie les preste atención. De ahí que los artistas ejecuten en ocasiones con su obra acciones contra sí mismos, contra su propia obra, contra la obra de terceros, contracorriente y contra natura, sin importarles eso que al resto de los mortales nos obliga a estar alerta de continuo: la maldita coherencia.

Las obras de Carlos Rosales requieren una “reacción interpretativa”, no solo un deleite por las partes que la constituyen, técnica y compositivamente, sino de la significación que se esconde tras la amalgama de materiales que el artista ha seleccionado específicamente para dar forma a sus obras. Rosales tiene aprendida la lección que desgrana Victor I. Stoichita al referirse al emblema y no le pesa, puesto que de alguna manera ha concebido emblemas contemporáneos, silenciosamente, mientras el resto estaba puliendo su estilo en el marasmo de las modas y el mercado. Me detengo aquí porque en muchos casos la obra de Rosales funciona en el modo que lo hacían los emblemas en el siglo XVII, por seguir la argumentación de Stoichita, para “encontrar, bajo el velo de lo real, una significación”[8]. A fin de cuentas el emblema, -sigue citando a Claude François Menestrier en su L´Art des emblemes[9]- “hace inteligible […], hace pensar y razonar a aquellos que contemplan las imágenes”[10], y añade Stoichita de su mano que lo “importante es la búsqueda en sí”, no tanto la “obligación” de hacer “descubrimiento” alguno. En el Laocoonte de G. E. Lessing la disyuntiva a cuenta del emblema enfrenta, como es obvio en esta obra, a poetas y artistas. Muchas veces la obra de Rosales ha sido definida como poética, lo que siempre procura la sensación de que existe una equivalencia entre imagen poética e imagen artística, sin que sepamos nunca sus límites, ni quede aclarado tampoco cuándo ambas se convierten por exceso o por defecto en ilustrativas o pintorescas. Quizás por ello era necesario que Lessing y su tratado, romántico -eso sí-, apareciesen en este texto en nuestro auxilio: “cuando el artista adorna de emblemas una imagen, no hace sino elevar esta simple imagen a la dignidad de un ser superior. Pero si el poeta emplea esos adornos pintorescos, hace de un ser superior un muñeco”[11]. Rosales usa para sus obras de unos minúsculos muñecos en miniatura que deambulan por los objetos y escenarios que pueblan sus obras. Lo hace sin esconder la burla que supone ser tan explícito en el uso de esta analogía, esencial en algunas de sus obras. No juega a que interpretemos literalmente el mundo de los humanos a escala entomológica, ni mucho menos, pero sí desea que el espectador adquiera una dimensión desproporcionada con respecto a los objetos para poner a prueba la fortaleza de los conceptos y sus propias convicciones. Esos falsos seres que en el arte ocupan nuestro lugar están cargados de un simbolismo del que es muy difícil abstraerse sin caer en el chiste y lo burdo. Sin embargo Rosales sigue manteniéndolos como puntos de conexión en un territorio que hace tiempo que está en crisis: la realidad. Quizás por ello no sería de extrañar que sus obras fueran menguando cada vez más, hasta hacerse casi invisibles, observables solo con microscopio, ajenas a este mundo y solo existentes en una dimensión cuyas leyes y juicio nos sean ajenas. Importa poco entonces si las obras que tienen ante ustedes hablan de destrucción, pérdida, anhelos o la más inverosímil de las circunstancias, porque las obras de arte hablan de todas a la vez con el propósito de nombrar lo nuevo. Todos hemos caminado las salas de los museos (de esta misma Fundación, incluso) en busca de una interpretación jamás revelada y que, susurrada solo a nuestros oídos por el propio artista a través de su obra, nos hable un lenguaje que desconocíamos poseer Ese extrañamiento conduce a la ambigüedad[12] sobre la que se erigen las obras de arte, y esta a su vez permite unificar el lenguaje sin diezmar su sentido: libros como puntas de icebergs culturales que asoman instructivamente o se funden irremediablemente; figuras de construcción que nada construyen, o que inauguran avanzadas formas arquitectónicas para las que aún falta por idearse su argamasa (que siempre es la misma: la voluntad); balines que destruyen porcelana, o la monumental fragilidad sobre la que se asientan nuestras ideologías, mientras el artista desaprende y propone un orden nuevo: quizás la ruina, para la que no carecemos de razones que ayudan a acrecentarla, escombreras inútiles rebosantes de limo cultural en descomposición, y deseos de que todo desaparezca transformado en turba o tragado por el imparable viento en torbellino de un tiempo nuevo. Poco hay que ustedes puedan hacer ante una muestra de obras de Carlos Rosales: dejarse interpelar por la reflexiva sensibilidad de su trabajo; o salir corriendo a sus estudios, a sus lugares de paz, para entregarse a la tarea de nombrar el mundo que aún está por explorar. Eso sí, esperen a verla completa, aquí nada sobra, todo lo existente es imprescindible; y el impulso que el arte genera en la mente de un espectador prevenido no se agota jamás.

Llegamos al final y no dejo de pensar en Carlos Rosales paseando con su genuina mirada de artista ensimismado queriendo entender los ciclos de la naturaleza en los alrededores de Briñas, donde vive, sabiendo tropezarse con lo intrascendente, oculto a nuestros ojos en el paisaje, mientras persevera para sacarlo a la luz y mostrárnoslo transmutado en obra de arte. Ojos y mirada la del artista que me han recordado aquel pasaje de los diarios de Katherine Mansfield: “Estábamos sentados en la cumbre del acantilado que domina el mar. Dábamos la espalda a la ciudad. Cada una de nosotras llevaba un cesto de fresas. Acabábamos de comprarlas a una mujer morena de ojos vivos, ojos que saben encontrar fresas”[13].


[1] Macfarlane, Robert. Las montañas de la mente. Barcelona. Alba editorial, 2005, pp. 85-86.
[2] Walser, Robert. Los cuadernos de Fritz kocher. Valencia. Editorial Pre-textos, 1998, p. 146.
[3] Rosales, Carlos.[Agorafobia]. Logroño. Edita Cultural Rioja, 2012. Exposición realizada en la Sala Amós Salvador de Logroño entre septiembre y octubre de 2012. La obra a la que nos referimos lleva por título “caldo de cultivo”.
[4] Ibíd., [Agorafobia]…, p. 146.
[5] Wagensberg, Jorge. Ideas para la imaginación impura. Barcelona. Editorial Tusquets, 1998 p. 90: “el arte es una forma de conocimiento cuyo método se basa en un único principio: el principio de la comunicabilidad de complejidades ininteligibles. Esta creencia, pues, sería la hipótesis fundamental del arte”.
[6] Valéry, Paul. Cuadernos (1894-1945). Barcelona. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2007, p. 264.
[7] Gombrich, E. H. Gombrich esencial. Madrid. Editorial Debate, 1997, p. 178.
[8] Stoichita, Victor I.. La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea. Barcelona. Ediciones del Serbal, 2000, p. 160.
[9] Menestrier, Claude Françoise. L´Art des emblemes. Lyon, 1662. https://books.google.es/books?id=ylVZ0Ng9hjkC&printsec=frontcover&hl=es&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false [última consulta: 25/03/2018]
[10] ibid., Menestier, p. 160.
[11] Lessing, G. E. Laocoonte. México. Universidad Nacional Autónoma de México, 1960, p. 75-76: “Esta regla ha sido siempre tan observada y respetada por los antiguos como violada es hoy por los poetas modernos”.
[12] Berger, John, Siempre bienvenidos. Madrid: Edit. Huerga y Fierro, 2004, p. 270: “cada evento, como cada objeto, precisa ser alojado en el espacio de su propia ambigüedad, así como uno necesita reconocer la ambigüedad que va superando. […] El problema de la narrativa, no es, en contra de lo que tantas veces se ha dicho, encontrar las palabras. Es el de ensamblar las situaciones, los eventos, sin que las palabras puedan tergiversarlos”.
[13] Mansfield, Katherine. Diario 1910-1922. Barcelona. Parsifal Ediciones, 1994, p.20.
“REVELAR EL INTENTO”
A propósito de la exposición Perro dormido
de Claudia Rebeca Lorenzo
Julio Hontana Moreno

El éxito lo juzgan más dulce
Quienes nunca triunfaron.
Apreciar un néctar
Requiere la más cruel necesidad.



Emily Dickinson 


Recuerda con precisión Eugenio D´ors en “Avisos al visitante de las exposiciones de pintura” la recomendación que Rodin hacía al escultor Mañé: “Cuando usted quiera modelar una estatua en pie, al trabajar con ese pie, proceda a separarlo de la masa, para que, teniéndolo en la mano, pueda ocuparse en analizar y plasmar los relieves musculares de la planta del pie, aunque aparentemente ese trabajo quede perdido, pues la tal planta ha de quedar oculta al reposar el pie en el suelo. Porque si no lo hace así, luego los músculos de la parte superior del pie le bailarán”[1]. Cabe preguntarse si, aún hoy, quien ejecuta una escultura lo hace con la misma obsesión que sugería Rodin, acomodando cada detalle anatómico en el lugar que le corresponde tanto en el interior, como en el exterior de la obra. Puede que no resulte significativo para la escultura actual preocuparse por asuntos estructurales de los que ya quedó liberada cuando la pura visualidad de los objetos se antepuso a la representación de lo “real”. Lo cierto es que Claudia Rebeca Lorenzo lo hace sin que la lección del escultor francés le resulte anacrónica. Y no lo es a pesar de sugerir un punto de partida nada convencional y quizás agotado, ahora que la sola pronunciación de un acontecimiento artístico –no digo ya contemporáneo- basta para aniquilarlo y extirparlo de raíz. Rodin hablaba de un pie, pero qué diferencia establecería nuestra artista con cualquiera de las esculturas que colonizan el espacio de esta sala: ninguna.

Rodin descubría de este modo la importancia de ocuparse de todo aquello que la vista no ve, ni verá, pero se refleja en el comportamiento de lo que observamos escondido bajo el sedoso envoltorio de la piel. Cada uno de nosotros podemos elaborar con esa recomendación una particular taxonomía de lo oculto, imprescindible para la comprensión del mundo tal como lo conocemos, o para subvertirlo (tal como deseamos), y que en el caso de Rodin sirvió para la transferencia de las conmovedoras emociones que su fogoso gesto imprimía en las esculturas. Se deduce por tanto la enunciación de una ley por la cual sin un conocimiento anatómico profundo ninguna verdad asoma del cuerpo ni es posible compartirla. Lo que no quiere decir, supongo, que esta ley sea exclusiva del realismo, ni siquiera de la figuración.

Idéntica clarividencia tuvo Goethe en 1787 cuando paseando entre la “vegetación extraña” del Jardín Botánico de Padua, entre las plantas que allí crecían, dijo: “se aviva más y más en mí cuanto más miro, aquella idea de que todas las formas vegetales se podrían haber desarrollado tal vez de una sola”[2] que, en explicación de R. H. Francé es llanamente que “la planta desarrolla sobre el suelo siempre un mismo órgano: la hoja, que se inserta en un nudo del tallo”, una especie de “desenvolvimiento del Universo” que el propio Goethe definió con un título de ambiciones científicas, como no podía ser de otra manera: “Metamorfosis de las plantas”. Esta circunstancia, el desenvolvimiento de la obra de arte nacida de un nudo oculto y protegido por capas y capas de material, es traída aquí por culpa de Claudia Rebeca Lorenzo quien con idéntica actitud trabaja en las obras que componen esta exposición. Lo hace por varios caminos, la escultura, el dibujo y el video, a través de los cuales nos permite acceder a una intimidad como pocas veces hemos tenido oportunidad de contemplar. Una intimidad de seres y lugares que en ningún caso alardean lúbricamente del sufrimiento, aunque en la mayoría de las obras se sostenga una furia en su ejecución que remite inmediatamente a la angustia: cuando la luz no consigue penetrar la tupida maleza, por ejemplo. Y en contraposición, otras titilan desde una exultante felicidad: cuando la sensualidad de un cuerpo o una flor toman forma y palpitan coloristas por encima del ruido y la oscuridad, por ejemplo. Pero por mucho que intentemos obviarlo las obras de Claudia Rebeca Lorenzo están recubiertas por una fina película teñida por el esfuerzo de condensar la experiencia del dolor; el duelo asociado a la pérdida. Y ahí nadie rebusque relatos soeces, obscenos ni humillaciones -de esos rebosamos todos- que de tan comunes que son se han convertido, por la penosa costumbre de mostrarlos, en medallas a la deshumanización, abocándonos en unos casos a la conmiseración y en otros a la insensibilidad; cuando no a la ramplona sensiblería que se resuelve con el inmediato olvido. Las obras de arte pese a su espontánea formulación reposan a salvo en una fosa abisal de difícil acceso.

Moguer debió de ser el paraíso en la Tierra, no solo por Platero[3], sino por la belleza de sus campos, la vida sencilla de sus gentes y los acontecimientos de la infancia que gracias a Juan Ramón Jiménez nos sirven –siempre en presente- para refigurar parte de nuestros recuerdos agostados, casi perdidos. Los campos que hoy podemos describir siguen teniendo flores e insectos salpicando alegremente el paisaje pero, atreviéndome a equivocarme, con mucha menos variedad de la que describe el poeta. La domesticación de los cultivos y los venenos han menguado la diversidad de nuestros campos en una proporción inversa al incremento del beneficio obtenido. La musical iridiscencia de la flora y la fauna de todas las especies que se citaban en Moguer no era metafórica ni inventada, se desplegaban a su existencia poética. Tampoco era exagerada habida cuenta de cómo llegados el otoño y el invierno, incluso la muerte de Platero, la luz acumulada era tanta, la felicidad y el descubrimiento tan denso, que la naturaleza aún nos regalaba una sensación de inmensa fortuna. Resulta agradable pensar los dibujos de Claudia Rebeca Lorenzo en una escala de felicidad similar, aunque en sus obras esos colores que en Juan Ramón son adjetivados y declamados con ilusión y brillo quedan sustantivados por la opaca espesura de la cera. Quizás por esa falta buscada de sutil transparencia se perciba una profunda nostalgia, como en la luz que despiden los cuadros de Munch, o algunas obras de James Ensor, o los paisajes y las flores de Emil Nolde y, por qué no, las vegetaciones de Alex Katz.

Todas las obras de arte –las pinturas principalmente- requieren de una iluminación, natural o artificial. En ocasiones algunas de esas obras devuelven la luz recibida a la temperatura que el artista creyó adecuada para la escena; pienso en Friedrich, en Turner, o en mismísimo Courbet. Esas obras tienen la cualidad de interponerse entre nuestro juicioso cerebro -nuestros sentidos- y el mundo, para a través de ellas alcanzar una sabiduría de todo aquello que nos rodea y para lo que carecemos de una forma adecuada: un «modelo». Cuando nos alejamos, cuando las perdemos de vista, nuestra experiencia se enriquece con matices emocionales y sensoriales no percibidos con anterioridad, y gracias a ello la realidad se nos muestra por fin ordenada, provisionalmente válida: desvelada[4]. Lo que, empujado al extremo hegeliano por Félix Duque, convierte a “la estatua, el cuadro o el poema como operaciones de limpieza de una realidad irregular y poco «presentable», por no decir sucia”[5]. Pero encontramos otras obras que no devuelven la luz de ese modo porque toda la existente la absorben, la necesitan, se alimentan de ella para iluminar lugares inaccesibles al común entendimiento. Estas obras apenas aportan conocimiento de los objetos que tienen por pretexto, ni les importa, su cometido es otro, pero tienen la virtud de parecer que nos miran desde el interior; como si por primera vez la luz llegara a algún confín que jamás imaginamos se encontrara en nosotros. Si apartamos la mirada de esas obras, si sorteamos su presencia como si nunca hubiéramos compartido espacio y tiempo, quizás el mundo siguiera siendo el que es, puede ser, pero nosotros ya nunca más seremos los mismos; pienso en Claudia Rebeca Lorenzo porque cuando examino sus obras me sucede lo mismo que diría Cézanne tras la contemplación de un Poussin: “sé mejor lo que soy”[6].

“Confío en el proceso, en revelar el intento”[7]. Esta elegante definición que acaban de leer es un extracto de las palabras que la propia Claudia Rebeca Lorenzo utiliza para explicar con precisión su trabajo. Confieso que no había leído en mucho tiempo una definición tan hermosa y exacta de la obra de un artista joven contada por sí mismo, siempre próximos como están -por las urgencias del mercado-, a la grandilocuencia de una tesis de dirección única. En la Historia existen algunos ejemplos sublimes que tienen el mismo objetivo: “revelar el intento”. Me vienen a la mente dos, antagónicos, que lo intentaron con la brillantez que acostumbraban. Uno el Libro de los Pasajes de Walter Benjamin[8], el monumento al fragmento y a la infinita galería de intereses de su inacabado corpus filosófico. El segundo viene y va en mi memoria sin permiso: “Pierre Menard, autor del Quijote”, de Jorge Luis Borges[9]. El libro de los Pasajes se despliega en toda su potencialidad por la obra del autor, mientras que el segundo “sacrifica” conscientemente, lo explica Menard (Borges), su propia obra[10] por el admirable empeño de “componer” El Quijote, es decir “producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea- con las de miguel de Cervantes”; sin conseguirlo, como bien saben ustedes[11] por la meticulosa postmodernidad, puesto que no podemos hablar literalmente de una copia: el tiempo en el que fue alumbrado el original no es ya nuestro tiempo.

Resulta conmovedora la valiente radicalidad con la que nuestra joven artista ha renunciado a esa patosa manipulación de las imágenes que la contemporaneidad ha instituido como principio generador de cualquier discurso estético. En sus dibujos una ligera línea llena de dulce temblor queda desterrada. La mancha pictórica por la que se abre paso la luz nacida en el letargo de la penumbra, abolida. Los volúmenes humildemente escultóricos son pecios de un cuerpo en reformulación cuya apariencia se asemeja a su propia idea, y jamás al eco de aquello a lo que por accidente recuerde. Y sin embargo, unos y otros, dibujos y esculturas buscan un punto de confluencia que la artista ensaya con denuedo en ese espacio intersticial entre la Historia y su debilitamiento. Sabe que el herrumbroso mundo que hereda choca con la omnipresencia de la imagen digital protegida de atmósferas corrosivas y que casi podemos considerarla un nuevo elemento químico, de símbolo [Im], o una “enfermedad senil” [12] erigida en la reina de la combinatoria, pero aún carente quizá del poder para reinstaurar su enigmática presencia. Si la imagen ha perdido autoridad[13] debido a su manipulación, servilismo, ubicuidad y anonimia, no es extraño que los artistas se internaran en el botín de lo visual y lo desguazaran, sin temor a la casquería resultante, como un material más a su alcance.

Las obras de Claudia Rebeca Lorenzo tienen también origen en una inmersión en el subconsciente que aflora en la exuberancia salvaje de sus colores, apartados de cualquier tipo de academia, o mejor, cercanas a la única que carece de la presunción de haber tenido un caudal formal y que Gauguin se encargó de cincelar en la historia del arte con su frase: “¡La emoción primero!, la comprensión después”[14]. En alguno de sus trabajos existe un claro renacer del paisaje romántico debatiéndose, eso sí, por no terminar dispersándose en el sumidero por el que las obras de los artistas contemporáneos han transitado desde que Kandinsky[15] señalara el camino y los expresionistas abstractos lo culminasen[16]. No olvidemos que su formación académica ha estado regida por el conceptualismo vasco que afortunadamente dejó algunos resquicios por los que escapar de la repetición mimética de aquella generación que no es la suya. Todas las obras son obras en proceso. Puede que por ello, y no queriendo evitarlo, sus obras conserven un inacabamiento nada impostado que en el arte es tan fecundo y que podría interpretarse sin rubor como desvalimiento del enigma. Este proceder pudiera insinuar que el juego y el azar son materias primas esenciales de la actividad plástica de Claudia Rebeca Lorenzo, pero no acabo de estar convencido de que tengan el peso suficiente en la balanza para inclinar el platillo del hallazgo con más fuerza que el de la convicción. Estar alerta es una de las premisas de cualquier acción artística tanto como detenerse en la exploración de los elementos que aglutina la obra. Así, llevada por su aguda experiencia, articula toda una nueva serie de obras donde en algunos casos la representación permanece a la espera en estado larvario, metamorfoseándose oscurecida en el interior de un amasijo de film, que conserva la temperatura interna pero no impide que percibamos la anatomía que oculta. El árbol es hoja desde su nacimiento -Goethe de nuevo-, pero aquí todo se ha detenido sin evidencia de continuidad ni certificado de su liquidación.

Giacometti, decía Berger, “basó toda su obra de madurez […] en la imposibilidad de llegar a compartir la realidad con alguien. […] Por eso creía que era imposible ver una obra terminada”[17]. Historias incompletas concluye, donde el artista deposita abnegadamente el esfuerzo de su honda desesperación. Disculpen que carezca de la aprobación de la artista para afirmar que ella siente de un modo semejante, pero si de algo estoy seguro es de que la obra de arte, el esfuerzo en el arte, el denodado empeño de los artistas no puede ser otro que el de, certificada dicha imposibilidad –ninguno es tan necio como para no saberlo-, donar el producto de esa búsqueda como punto de partida, pero antes, mucho antes, como punto de reunión de lo humano con la Verdad. José ángel Valente atestigua en su obra poética esa maldita paradoja donde bucea sin dificultad el desalmado estado consistente en avanzar en la creación dudando eternamente y que expresa de forma lúcida en Primer Poema[18] del que transcribo aquí solo un fragmento:

No debo
proclamar así mi dolor.
Estoy alegre o triste y ¿qué importa?
¿a quién ayudaré?
¿qué salvación podré engendrar con un lamento?

Y, sin embargo, cuento mi historia,
recaigo sobre mí, culpable
de las mismas palabras que combato.

Paso a paso me adentro,
preciosamente me examino,
uno a uno lamento mis cuidados
¿para quién,
qué pecho triste consolaré,
qué ídolo caerá,
qué átomo del mundo moveré con justicia?
Remotamente quejumbroso,
remotamente aquejado de fútiles pesares,
poeta en el más venenoso sentido,
poeta con palabra terminada en un cero
odiosamente inútil,
cuento los caedizos latidos
de mi corazón y ¿qué importa?
¿qué sed o que agobiante
vacío llenaré de un vacío más fiero?


Las obras no siempre se ejecutan con un plan previo. Algunas se van fraguando defectuosamente diría, como si nada pudiera evitar que la obra se cruzase en un punto determinado con el artista que la busca. Eso me ha recordado el capítulo de La vida instrucciones de uso de Georges Perec[19], donde el ebanista Emilio Grifalconi “[…] en el desván del palacio de la Muette había encontrado los vestigios de una mesa”[20]. La descripción del objeto era el siguiente: “el tablero oval, maravillosamente incrustado de nácar, se hallaba en un estado de conservación notable, pero el pie central, una pesada columna fusiforme de madera jaspeada, resultó completamente carcomido; la acción de la carcoma había sido subterránea, interior, formando innumerables canales y canalillos llenos de madera pulverizada. […] después de extraer por aspiración toda la madera carcomida de los conductos, inyectó en ellos una mezcla casi líquida de plomo, alumbre y fibras de amianto. La operación salió bien, pero enseguida se vio que, aun consolidado de aquel modo, el pie seguía siendo demasiado frágil, y Grifalconi hubo de decidirse a sustituirlo por otro”[21]. Hasta aquí el relato de un ortodoxo maestro ebanista que usa de sus conocimientos para la restauración de una pieza original. Pero de repente, en un giro de guion inesperado, casi cinematográfico, Perec dota al protagonista de una capacidad de visión llamémosla, anómala. Continúen leyendo: “Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de disolver la madera que quedaba, con lo que se hizo visible aquella arborescencia fantástica, representación exacta de lo que había sido la vida del gusano en el interior de aquel fragmento de madera, superposición inmóvil, mineral de cuantos movimientos había constituido su existencia ciega, aquella obstinación única, aquel itinerario pertinaz, aquella materialización fiel de cuanto había comido y digerido, arrancado de la compacidad del mundo circundante los imperceptibles elementos necesarios para su supervivencia; imagen desnuda, visible, inconmensurablemente turbadora de aquel caminar sin fin, que había reducido la madera más dura a una red impalpable de galerías pulverulentas”.

Con las cautelas propias de quien ha consolidado su obra en el inestable equilibrio que la fidelidad a los continuos procesos investigadores obliga, y su consiguiente discusión sobre los resultados, Claudia Rebeca Lorenzo sabe que sus obras en transformación perpetua se han quedado en una región desasosegante y desde ahí se muestran. No esperamos que la belleza se exteriorice con facilidad, aunque los materiales que utilice seduzcan y arrebaten obligándonos a que el roce con las obras nos arranque de la cotidiana mansedumbre. Aceptemos que las obras de arte, al menos estas de Claudia Rebeca Lorenzo, tienen un germen de las que muy pocas obras pueden presumir y que curiosamente Mario Praz se jactaba de poseer también, frente a la pedante, tiránica y poco fértil crítica a la que aspiraban no pocos de los que le rodeaban: “Yo estoy dispuesto –dice Praz- a reconocerme en aquella categoría de inteligencias imperfectas […] que poseen facultades más bien sugestivas que comprensivas, que se conforman con fragmentos y retales de la Verdad”[22]. Para desde ese punto, añado yo, estar en una inmejorable predisposición para “revelar el intento”.


[1] Eugenio D´ORS. Tres horas en el Museo del Prado. Madrid. Edit. Aguilar, 1966, p. 117.
[2] R. H. FRANCÉ. La maravillosa vida de las plantas. Barcelona. Edit. Labor, 1961, p. 3.
[3] Juan Ramón JIMÉNEZ. Platero y yo. Madrid. Edit. Aguilar, 1962.
[4] Ibid., pp. 181-182. Baste, con intención de ilustrar este concepto, un pasaje poético de Platero y yo correspondiente al episodio LXIX, titulado “El «canto» del grillo”:
Platero y yo conocemos bien, de nuestras correrías nocturnas, el canto del grillo.
El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es vacilante, bajo y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo y, poco a poco, va subiendo, va poniéndose en su sitio, como si fuera buscando la armonía del lugar y de la hora. De pronto, ya las estrellas en el cielo verde y transparente, cobra el canto un dulzor melodioso de cascabel libre.
Las frescas brisas moradas van y vienen; se abren del todo las flores de la noche y vaga por el llano una esencia pura y divina, de confundidos prados azules, celestes y terrestres. Y el canto del grillo se exalta, llena todo el campo; es cual la voz de la sombra. No vacila ya, ni se calla. Como surtiendo de sí propio, cada nota es gemela de la otra, en una hermandad de oscuros cristales.
Pasan, serenas, las horas. No hay guerra en el mundo y duerme bien el labrador, viendo el cielo en el fondo alto de su sueño. Tal vez el amor, entre las enredaderas de una tapia, anda extasiado, los ojos en los ojos. Los habares mandan al pueblo mensajes de fragancia tierna, cual en una libre adolescencia candorosa y desnuda. Y los trigos ondean, verdes de luna, suspirando al viento de las dos, de las tres, de las cuatro… El canto del grillo, de tanto sonar, se ha perdido…
¡Aquí está! ¡Oh canto del grillo por la madrugada, cuando, corridos de escalofríos, Platero y yo nos vamos a la cama por las sendas blancas de relente! La luna se cae, rojiza y soñolienta. Ya el canto está borracho de luna, embriagado de estrellas, romántico, misterioso, profuso. Es cuando unas grandes nubes luctuosas, bordeadas de un malva azul y triste, sacan el día del mar, lentamente…”
[5] Félix DUQUE “La verdad puesta en obra” en Heidegger y el arte de verdad. Pamplona. Edit. Cátedra Jorge Oteiza/Universidad Pública de Navarra, 2005, p. 20: “[…] estilizaciones de la realidad, y a la vez estímulos e incitaciones para cambiar ésta de acuerdo con las exigencias ideales del arte”.
[6] Michael DORAN. Sobre Cézanne. Conversaciones y testimonios. Barcelona. Edit. Gustavo Gili, 1980, p. 201.
[7] Catálogo de la Muestra de arte joven en La Rioja. Logroño. Edit. Instituto Riojano de la Juventud. Gobierno de la Rioja, 2018.
[8] Walter BENJAMIN. Libro de los Pasajes. Madrid. Edit. Akal, 2005.
[9] Jorge Luis BORGES. Ficciones. Madrid, Edit. Alianza, 1995, pp. 47-59.
[10] Ibid., p. 55: “Mi solitario juego está gobernado por leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto «original» y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación”.
[11] Ibid., p. 59: “«Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia».
[12] Op. cit., DUQUE, p. 22: “Esto no es, en efecto, sino pseudorromanticismo postmoderno, como enfermedad senil de la tardomodernidad infotecnológica”.
[13] John BERGER. Modos de ver. Barcelona. Edit. Gustavo Gili, 1980, pp. 41-42: “El arte del pasado ya no existe como existió en otro tiempo. Ha perdido su autoridad. Un lenguaje de imágenes ha ocupado su lugar. Y lo que importa ahora es quién usa ese lenguaje y para qué lo usa. […] Una persona o una clase que es aislada de su propio pasado tiene menos libertad para decidir o actuar que una persona o una clase que ha sido capaz de situarse a sí misma en la historia. He aquí la razón, la única razón, de que todo arte del pasado se haya convertido en una cuestión política”.
[14] Donald KUSPIT. El fin del arte. Madrid. Edit. Akal, 2006, pág. 133. La frase puede encontrarse con distinta traducción pero sin cambiar su sentido en: Herschel B. CHIPP. Teorías del arte contemporáneo. Madrid. Edit. Akal, 1995, p. 82.
[15] Wassily KANDINSKY. De lo espiritual en el arte. Barcelona. Edit. Paidós, 1996.
[16] Robert ROSENBLUM. La pintura moderna y la tradición del romanticismo nórdico: de Friedrich a Rothko. Madrid. Edit. Alianza, 1993.
[17] John BERGER. Mirar. Barcelona. Edit. Gustavo Gili, p. 166.
[18] José Ángel VALENTE. Noventa y nueve poemas. Madrid. Edit. Alianza Editorial, 1981, p. 45.
[19] Enciclopedia del desnudamiento a vista de todos de un Paris en alzado que evoca aquel otro Madrid en planta de El Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara. Un cambio de perspectiva que coincide con la extensión en nuestros días del término “perfil” para referirse a la identidad del individuo en entornos digitales.
[20] Georges PEREC. La vida instrucciones de uso. Barcelona. Edit. Anagrama, 2000, p. 153.
[21] Ibid., p. 154.
[22] Mario PRAZ. La casa de la vida. Barcelona. Edit. Random House Mondadori, 2004, p. 330.

Julio Hontana (enmascarando II) 2017, collage digital.

 

Julio Hontana (enmascarando I) 2017, collage digital.


«TACET»
A propósito de la obra
Hands, de Rubén Martínez Orio
Julio Hontana.
“La lluvia sobre el mar es asonante”
Rafael Pérez Estrada




Primer Movimiento.

Imaginen a un joven recién llegado a su ciudad de nacimiento tras muchos años en el extranjero que en un descuido, empujado por su curiosidad, se ensimisma en la lectura de un folleto que informa sobre un premio de arte joven. Sin pensárselo lo toma, lo pliega con precauciones euclidianas guardándolo en el bolsillo de su cazadora, mientras retorna al camino del que este insignificante papel ha sido parada inesperada; Guy Debord le hubiera sugerido marcar este punto como vórtice de sus derivas psicogeográficas, pero nuestro joven no tiene en mente ruta alguna, pasea, respira, escucha y nada de lo que está viviendo se pretende materia artística sino diálogo de retorno; profunda escucha imprescindible para sustituir las sombras de antaño con la soberbia presencia del ahora.

Las calles, húmedas por la lluvia otoñal, reflejan la luz de las farolas duplicando la perspectiva para aquellos que desean huir de la realidad por el atajo de la imaginación. Al cabo de un rato, cuando el paseo evidencia que el tamaño de avenidas, edificios y jardines -en definitiva, la ciudad- no se han transformado sustancialmente a pesar de los años de ausencia y, de nuevo, frente a la célebre estatua ecuestre erigida en memoria a una ilustre figura histórica que acabó sus días de gloria en esta ciudad, se detiene.

Fija entonces su atención en la estatua que preside el céntrico parque para quien, solo unos años atrás, compuso un interludio musical a base de lanzar cantos rodados, piedras de distintos tamaños y con distinta fuerza, contra la escultura de bronce en cuestión, que al impactar en la ampulosa anatomía de caballo y jinete producían un campanudo sonido, inimitable con los instrumentos que hasta entonces conocía en la escuela de música. Con disimulo, a largo de los años, siempre de madrugada, fue afinando el mastodóntico instrumento y la puntería. Todo músico que se precie tiene que ser un prodigio de sensibilidad muscular, cuyo virtuosismo crece en proporción aritmética según la distancia que toque el instrumento. Las piedras elegidas para lanzar a las patas y pezuñas eran delgadas y planas, porque con ellas conseguía notas largamente agudas que pellizcaban el tímpano como ningún violín llegará a hacerlo jamás. Los graves había de buscarlos lanzando con fuerza las piedras más grandes, incluso algunas muy grandes, sobre la panza del equino y contra el pecho y cabeza del notorio personaje. Si el lanzamiento era perfecto, casi siempre lo era, retumbaban en toda la plaza con un estallido sonoro difícil de explicar, mucho menos después de que el eco devolviera latigueado una y mil veces ese sonido matizado por el rebote infinito en los vidrios y ladrillos de todos los edificios de la manzana. Los silencios entre piedras, los espacios entre notas, los cambios de posición para un óptimo lanzamiento, todo contaba en la elaboración de la composición que más tarde, en el escritorio de casa, se obligaba a condensar hasta el amanecer, en una partitura que desafiaba la lógica de las enseñanzas que cursaba.

Durante un tiempo sus salidas nocturnas solo estuvieron acompañadas de un saco de piedras escogidas por su forma y compacidad y sus creaciones se convirtieron en conciertos acusmáticos, que se hacían desear por los vecinos de la zona sin que nadie llegara a confesarlo nunca. Hoy la escultura solo preside una fuente átona. Como todas las esculturas erigidas para conmemorar una hazaña ya solo esperan otra gesta que las derribe; y las habrá. El arte es pródigo en vaticinios.


Segundo Movimiento.

Preguntado recientemente por una periodista con ocasión de la publicación de la totalidad de sus ensayos y obras musicales inspiradas por los sonidos de impacto sobre monumentos, respondió que, en todas las guerras, en particular las que se libran en las ciudades y pueblos con arbolado, estatuas, monumentos o edificaciones, “hacer sonar” estos elementos, que no volarlos, con las balas de fusil o cañón, es un motivo de juego más propio de la música que de la instrucción militar, un frívolo disfraz del miedo quizás que, en consecuencia, pone en riesgo la integridad de la obra en cuestión; no mucho más riesgo que el del soldado que espera órdenes en una trinchera. No es solo puntería; es puntería que suena, con la esperanza de que la conjunción de esas notas dispersas en un océano de sonidos despierte de su sueño a los combatientes, o les induzca el valor necesario para seguir un metro más. En todo lo existente late un universo sonoro oculto por los prejuicios o el desconocimiento. Las piezas cortas compuestas en la adolescencia “contra” el condottiero del Espolón se convertirán pronto en una sucesión de Variaciones en homenaje a las Goldberg por Gould.

Vuelve a llover y no hay piedras en los alrededores; ya no hay piedras en los parques, advierte. 

Mirando en todas direcciones, llevado por una alegría que nadie sabe de dónde le nace, improvisa un elegante paso de baile girando sobre sí mismo que recuerda al dibujo mudo de un compás. Desde niño ha danzado en ausencia de otras expresiones artísticas. Una danza más propia de un ritual que de una servil sucesión de pasos académicos. A su tranquilo caminar sumaba una gestualidad inventada sacudiéndose las horas de tortuoso pupitre, con instantes de máxima belleza cuando escuchaba el chisposo desgarro de las fibras musculares al romperse en las figuras más extremas que componía sin ensayar. Cuenta que los movimientos más bruscos los hacía sin calentamiento; los más lentos eran agónicos y siempre dolorosos. De entre todas las cosas que los seres humanos donamos al mundo el arte es lo más antinatural. El tiempo pasa y los pensamientos le han enrocado en un camino sin sentido pero tiernamente melancólico. La noche se ha echado. 


Tercer Movimiento.

De repente advierte extrañado que los dedos de su mano derecha no han dejado de doblar y desdoblar, como si tuvieran vida propia, piensa, el tibio y húmedo papel que creyó perder en el bolsillo abisal de su cazadora y al que no había prestado atención hasta ahora. Tentado por el deseo de mirarlo, pero sin sacarlo del bolsillo, comprende que sus dedos han estado atrapados en una incesante pelea creativa por imitar la escalinata de acceso de la biblioteca Laurenciana; sonríe y se pregunta en voz alta: “¿hora y media “construyendo” una escalinata Laurenciana de bolsillo en el bolsillo?”. Sonríe ampliamente. Siempre sonríe. Recuerda a la perenne sonrisa de Buda que John Cage regalaba en cada acción, en cada concierto, en cada fotografía, una sardónica monería de felicidad anuncio de su resistencia porque él, compositor en vida, habría de consumar una extraordinaria obra musical teniendo como base el silencio y el tiempo, sin la estúpida treta de la muerte que le imitaría a punto de cumplir 80 años con ese burdo truco de eliminar el instrumento y poner fin al tiempo; fracasando, por supuesto. No era el único en preferir el silencio puesto que es una inclinación humana que arraiga al menor descuido[1].

En la mano izquierda nuestro joven lleva bien sujeto un diario en el que, antes de bajarse del tren esta mañana, ha copiado una frase de los diarios de Kafka: “8 [de octubre de 1916]. Uno no se prepara para la vida de marino con ejercicios en un charco, pero sí puede volverse incapaz de ser marino con demasiados entrenamientos en un charco”[2]. Al bajar la mirada al suelo pisa con fuerza un charquito que desaparece al instante; vuelve a sonreír. Mientras tanto y al unísono, como excelente músico que es, no deja parar a su mano derecha, pensando la mejor manera para que sin aparejos de obra, sin ruidos mecánicos ni marmóreas toneladas de piedra pero con el esplendoroso brillo y dimensiones áureas del papel estucado, sus dedos completen la sorprendente tarea emprendida involuntariamente.

El joven músico nunca ha visitado la escalinata de la biblioteca florentina pero sí recuerda el libro de historia del arte del que arrancó su fotografía delicadamente, sintiendo al desagarrarla que esa catarata de piedra mudaba a lejanas coordenadas, como así fue; aterrizó sobre la imagen de Martha Graham en un programa de mano de una de sus actuaciones a la que nunca fue pero que su madre conservaba entre las páginas de un antiguo plano de la ciudad de Logroño, el mismo día que decidió estudiar percusión en una importante escuela en el extranjero.

«tacet al fine»

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Dibujo de la escalinata Laurenciana por Miguel Ángel Buonarroti.
Martha Graham. Letter to the World, 1940. Foto: Barbara Morgan.

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[1] Pérez Estrada, Rafael. Crónica de la lluvia. Barcelona. Edit. Edhasa, 2003, p. 44: “Ernest Houston, filósofo que se decía puro, adquirió la costumbre de enviar como correspondencia hojas en blanco".
[2] Kafka, Franz. Diarios. Obras completas II. Barcelona. Edit. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2000, p. 605.